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Domingo 7º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

19 de febrero de 2023
 

Otra sabiduría, otro amor

    La inteligencia en nuestro mundo parece estar casi siempre relacionada con el egoísmo y con el dinero: los inteligentes, los listos son los que saben aprovechar sus ocasiones para medrar, para enriquecerse, para triunfar, para alcanzar el poder. Esa es nuestra civilización. Y así nos va. Pero el amor, necedad en nuestro mundo (mundo = orden, sistema de vida dominante), es, de acuerdo con la sabiduría de Dios, la única salvación que le queda a la humanidad. El evangelio nos indica que, para que así sea, no podemos excluir de ese amor ni siquiera a nuestros enemigos.

 



El saber de este mundo

    Un serio problema amenazaba la unidad de los cristianos de Corinto: la comunidad se había dividido en grupos, invocando cada uno de ellos el liderazgo de alguno de los apóstoles que habían predicado allí el evangelio. En su carta, Pablo les regaña por ello y les dice que esa manera de comportarse no es propia de cristianos, porque ellos sólo deben considerar líder a Jesús. Además: los partidismos pueden destruir la comunidad que todos los que han predicado el evangelio han contribuido a edificar: «yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, pero otro levanta el edificio» (1Co 3,10).
    Esa afición por crear y creer en líderes humanos, dice Pablo, encierra el escondido deseo de convertirse uno mismo en líder; es el modo de comportarse de quien se las da de listo... al modo de este mundo. La consecuencia más negativa de tal modo de comportarse es que es causa de división, provoca la ruptura de la comunidad. A tal listeza se opone la necedad de quien se entrega a los demás, el disparate de la cruz, la estupidez del amor que, ese sí, construye la comunidad haciendo a los hombres hermanos.
    En efecto, la primera y más importante lección de la sabiduría de este mundo enseña que el propio interés, es decir, el egoísmo es el motor de la vida y de la sociedad y, sobre todo, el motor de la economía: «el amor bien entendido empieza -y se queda- en uno mismo», se nos ha dicho muchas veces. Y si analizamos  la trayectoria de aquellos a quienes este mundo considera triunfadores, esa teoría se ve ampliamente verificada por los hechos. Pero ha sido rechazada repetidamente por la Palabra de un Dios que siempre ha leído la historia -los hechos- desde la perspectiva de las víctimas de los triunfadores.

 

A tu prójimo...

    Muchos siglos antes del nacimiento de Jesús, ya había sido desautorizada esa sabiduría: el libro del Levítico nos dice que, por lo menos “yo” y “el otro” deben ir a la par; al menos el prójimo, esto es, el que está cercano, el miembro de mi familia, de mi casa, de mi pueblo, -«tu hermano... tu conciudadano»- debe ser amado con la misma intensidad con la que yo me quiero a mí mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18).
    A esa exigencia se corresponde una determinada imagen de Dios: «Yo soy el Señor»: el Dios que ha sabido escuchar las quejas de los oprimidos y ha decidido intervenir en la historia mostrándose solidario y comprometiéndose con la liberación de un pequeño grupo de esclavos. Con esa actuación Dios se opone a la sabiduría de este mundo, al saber propio de los jefes pasajeros de la historia presente (1 Co 2, 6.8); y en aquella intervención liberadora se apoya Dios para exigir a su pueblo un comportamiento que no reproduzca jamás la situación de la que él liberó a su pueblo (Ex 20,2).

 

Y a tu enemigo

    En una segunda lección, la sabiduría de Dios supera a la primera. Amar al prójimo no es suficiente. Primero porque algunos podrían justificar el odio y el desprecio al lejano; en efecto, el libro del Levítico manda «Amarás a tu prójimo...»; y algunos añadieron: «y odiarás a tu enemigo» (Ver Sal 139,21-22). Y, en segundo lugar, porque Dios no es sólo el Señor de un pequeño pueblo sino que quiere ser el Padre de todos los hombres, es bueno con todos y a todos ama, independientemente de cómo sean ellos: «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos».
    Cierto que el seguidor de Jesús no podrá evitar el tener enemigos; pero en ningún caso, si quiere mantenerse fiel a su compromiso con Jesús, puede negarles su amor: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen...» Jesús tuvo enemigos. Tan enemigos eran que lo acabaron matando; pero él murió también por ellos, porque los quería también a ellos. Eso sí: el amor que Jesús tenía por los que eligieron ser sus enemigos no se confundió jamás con complicidad o pasividad o ceguera ante sus injusticias: Jesús amó a sus enemigos, pero denunció y luchó contra el sistema injusto que habían construido y contribuían a mantener en pie. Y luchó por amor: por amor a las víctimas de la injusticia, para librarlos del sufrimiento que soportaban, dándoles la posibilidad de convertir este mundo en un mundo de hermanos; por amor a los culpables de injusticia, para librarlos de su maldad, de su injusticia y darles la posibilidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios y hermanos de sus semejantes. Así amó Jesús a sus enemigos. Y nos invita a que así lo hagamos nosotros.
    Al progreso en el conocimiento de Dios se corresponde un nuevo modo de relación entre las personas. Al Dios Señor de un pueblo, le corresponde la exigencia de solidaridad entre los miembros de ese pueblo; al Dios Padre de toda la humanidad, el ideal de un amor universal, sin exclusiones de ningún tipo.

 

La otra mejilla

    Jesús, cuando fue agredido, no respondió jamás con violencia física contra las personas (en el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo no se dice que usara el azote de cuerdas para atacar a las personas, sino para arrear a los animales; en cualquier caso, se trata de un símbolo mediante el cual los evangelios presenta a Jesús en su calidad de Mesías. (Véase el comentario de J. Mateos y J. Barreto a Jn 2,13-22). Pero el renunciar al uso de la violencia no fue renunciar a la energía ni a la firmeza en la condena y en la lucha pacífica contra la injusticia. Al contrario: Jesús denunció y plantó cara a lo largo de su vida al Imperio romano, con el que aconsejó romper (Mt 22,15-22); a Herodes, a quien llamó «don nadie» (zorro, animal insignificante frente al león) (Lc 13,31-32); a los ricos, a los que declaró excluidos del Reino de Dios (Mt 6,24; 19,23-24); a los fariseos, a quienes denunció por manipular las conciencias de los pobres (Mt 6,2-5.16; 12,1-7.22-34; 16,5-12; 23,1-36); a los sumos sacerdotes, por haber convertido a Dios en un negocio (Mt 21, 12-17)... No. Jesús no se conformó con nada que fuera injusto, con nada que causara sufrimiento a los demás, con nada que tuviera como efecto el sometimiento o la esclavitud del pueblo. Y en esa lucha se jugó la vida sin poner en peligro la vida de nadie.
    «Poner la otra mejilla» es renunciar a los métodos del sistema que se pretende combatir: la violencia, el rencor, el «ojo por ojo y diente por diente». Y quitarle así a la violencia del sistema su última -y falsa- razón: la acusación de que los que luchan por la liberación de los pobres son violentos.
    Pero, cuidado: no seamos hipócritas. Estaremos ciegos (¿voluntariamente ciegos?) si no vemos que la violencia de los pobres, cuando se produce como reacción a la injusticia, es mucho menor y, además, es consecuencia de la violencia de los poderosos -de los listos- de este mundo. Y seremos unos hipócritas si condenamos la violencia desesperada de los hambrientos de la Tierra mientras merendamos sin escrúpulos con los culpables de su miseria.

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