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Domingo 26º del Tiempo Ordinario
1 de octubre de 2017
 

   Trabajar en la viña

 

      El reino de Dios no es sólo ni principalmente práctica religiosa, sino un modo de vida configurado por una convicción fundamental: que Dios quiere ser Padre de todos, que todos somos hermanos y que es misión nuestra realizar en nuestra vida la fraternidad y empujar a nuestro mundo hacia este ideal. Eso es trabajar en la viña; y esa es la tarea que Dios nos encomienda. ¿Qué respondemos, de hecho, cuando el Padre nos manda a realizar ese trabajo? ¿Cuál de las dos respuestas que aparecen en el evangelio de hoy nos describe mejor?



Sumos sacerdotes y senadores


     Eran los miembros de la clase dirigente en lo religioso y en lo económico. Los senadores representaban a las familias de la aristocracia de Palestina, por lo general grandes terratenientes con muchos intereses que defender; los sumos sacerdotes ocupaban el escalón más alto de la jerarquía religiosa y dirigían todo el funcionamiento del templo de Jerusalén, del que obtenían pingües beneficios. Los dos grupos, senadores y sumos sacerdotes, constituían el partido saduceo, y junto con los letrados, que pertenecían en su mayoría al partido fariseo, formaban el Gran Consejo, el gobierno autónomo judío. Eran de ideología conservadora -¡tenían mucho que conservar!- tanto en lo político como en lo religioso, se entendían bien con los invasores del Imperio romano y no deseaban cambiar nada de una situación en la que gozaban de tantos privilegios. Y aunque en realidad no representaban a nadie, puesto que eran los romanos quienes les permitían seguir ocupando sus cargos -incluso los religiosos- y manteniendo la propiedad de sus tierras, se consideraban los más genuinos representantes del pueblo de Israel, del pueblo elegido de Dios.

 
Recaudadores y prostitutas

     Marginados de aquella sociedad. Los recaudadores eran los que cobraban los impuestos para los romanos. Tenían mala fama por dos razones: la primera porque colaboraban con el imperio invasor; la segunda porque con frecuencia cobraban más de lo que estaba establecido y se quedaban con la diferencia. Nadie quería tratos con ellos y todos los despreciaban. Las prostitutas, como en todos sitios, eran consideradas lo más bajo de la sociedad por poner en venta su cuerpo y amar a jornal, probablemente porque era el único salario que podían llevar a casa. Ellos y ellas, aunque fueran judíos de raza, no eran considerados miembros del pueblo de Dios y, desde el punto de vista religioso, eran tratados como los renegados o los paganos.
     Los sumos sacerdotes y los senadores colaboraban con los romanos, pero su colaboración se desarrollaba a alto nivel. Y, por supuesto, no se prostituían; pero eran culpables de la infidelidad de la esposa del Señor, Israel (los profetas habían comparado muchas veces la relación de Dios con su pueblo como un matrimonio; véanse, p. ej., Is 49,14-26; 54,1-10; 62, 1-5; Jr 2,1-3.8; Ez 16; Os 2,1-24), y habían convertido la religión en un negocio (Mt 21,12-17). Los recaudadores robaban, pero seguro que mucho menos que los salarios que los terratenientes dejaban de pagar a sus jornaleros; las prostitutas vendían su ternura -su amor- por algunas monedas, pero seguro que muchas menos que las que los sacerdotes obtenían dando a cambio -eso decían ellos- el perdón -el amor- de Dios. En ellos, en las prostitutas y recaudadores, se vertía todo el desprecio del pueblo; los sumos sacerdotes y senadores, en cambio, eran la gente de orden, gente respetada.

 
Un duro enfrentamiento

     Jesús está ya en Jerusalén. Lo primero que ha hecho, después de su entrada triunfal en la ciudad de David (Mt 21,1-11), ha sido irse al templo; pero no para participar en ninguna ceremonia religiosa, sino para poner en evidencia el tinglado que se habían montado los dirigentes, que habían convertido el templo en un mercado y habían conseguido hacer de la religión un rentable negocio.  Jesús ha dicho a los sumos sacerdotes y a los letrados que habían convertido el templo en una cueva de bandidos: los bandidos estaba claro, eran ellos, los dirigentes, los letrados y, sobre todo, los sumos sacerdotes, que obtenían saneados beneficios explotando la fe infantil -infantilizada- de aquel pueblo al que ellos no dejaban crecer (21,12-17).
     A continuación dice el evangelio que Jesús maldijo e hizo que se secara una higuera (21,18-22); era un gesto profético, anuncio de lo que le estaba a punto de suceder a la religión judía y a todas las religiones que, como ella, no daban el fruto apetecido por Dios, ocultando su esterilidad en una frondosidad engañosa: bajo la abundancia de hojas no se encontraba fruto alguno; tras la solemnidad de las ceremonias religiosas y las celebraciones multitudinarias no había ningún fruto de amor.
     El enfrentamiento directo se produce cuando los dueños de la tierra, -senadores-, y los principales beneficiarios del negocio religioso -sumos sacerdotes-, exigen a Jesús que muestre la autoridad que le faculta para actuar de esa manera y que informe de quién procede esa autoridad. Jesús se niega a contestarles si ellos antes no explican por qué rechazaron a Juan Bautista y no le hicieron caso cuando predicó la necesidad de arrepentirse de la vida injusta que llevaban (21,23-27). Y a continuación, dirigiéndose a ellos, presenta la parábola que leemos en el evangelio de hoy en el que Jesús describe la situación del pueblo de Israel poniendo el ejemplo del comportamiento de dos hermanos. El primero, que tiene un pronto rebelde, dice que no cuando su padre lo manda a su viña, pero a la hora de los hechos, hace caso de su padre y va a trabajar. El segundo es el que nunca dice que no, pero siempre actúa en contra de la voluntad de su padre; este último representa a los dirigentes religiosos de Israel.
     Estamos, pues, en la recta final del conflicto que enfrenta a Jesús con los dirigentes religiosos de Israel y cuyo desenlace ya conocemos: los dirigentes detuvieron a Jesús y lo entregaron a los romanos para que le dieran muerte.

 
Un proyecto agotado

     El de la Antigua alianza era ya un proyecto agotado y fracasado. Y no porque el plan trazado por el Dios liberador de Israel no tuviera sentido, sino porque los dirigentes religiosos lo habían vaciado de contenido.
     En el designio de Dios, la Alianza era un proyecto abierto a la historia humana; pero la jerarquía religiosa judía lo había encerrado dentro de las estrechas fronteras de Israel y en el estricto marco de una ley que seguían atribuyendo al mismo Dios, aunque era cada vez más humana: por sus contenidos, incrementados constantemente por ellos, y porque, hábilmente manipulada, les servía para mantener el control y el dominio sobre el pueblo.
     Los dirigentes habían convertido su religiosidad -y la religiosidad del pueblo de Israel- en una gran mentira: siempre decían sí a Dios, pero nunca hacían lo que Dios quería; siempre estaban hablando de la obediencia a la Ley, pero manipulaban la Ley de Dios para hacer prevalecer sus intereses y sus privilegios:
«¡Hipócritas! Qué bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» (Mt 15,7-9). Nadie se puede extrañar que, con estos antecedentes, rechazaran la propuesta de Juan Bautista cuando, dirigiéndose desde el desierto al pueblo, comenzó a exigir un comportamiento radicalmente nuevo a todos los que quisieran prepararse para acoger al Mesías que estaba a punto de llegar para darle el penúltimo impulso al reinado de Dios.

 
Gente de mal vivir

     El comportamiento de los dirigentes judíos, por otro lado, no debe en absoluto sorprender a nadie: los que están situados en la parte alta de la sociedad, no suelen sentir necesidad de cambiar. No les interesa.
     Por eso Jesús quiso pasar por este mundo «como uno de tantos..., como un simple hombre...»; por eso, los que respondieron a su llamada eran pobres o, como Zaqueo, se hicieron pobres. Cobradores de impuestos -que eran unos ladrones- y prostitutas, los dos grupos de personas más despreciados por la gente religiosa de Israel: ya hemos dicho que no los consideraban ni siquiera miembros de pueblo de Dios. Los fariseos, sobre todo, los acusaban de ser los más pecadores de todos los hombres y por eso, los culpables de que el reino de Dios no se hiciera presente en la tierra. La verdad, según las palabras de Jesús, era exactamente la contraría: prostitutas y recaudadores estaban más cerca de Dios que los dirigentes religiosos y políticos de Israel; habían descubierto en Jesús la posibilidad de una vida distinta y querían sinceramente cambiar su manera de vivir; al contrario, los dirigentes estaban dispuestos a matar a Jesús para que nada cambiara.
     En la parábola, prostitutas y recaudadores están representados por el hijo respondón que, al final, respeta los deseos de su padre y se va a trabajar en la viña, el reino de Dios. Ellos, al escuchar el mensaje de Jesús, descubren que han perdido, o que les han arrebatado, su dignidad; y, al acoger la invitación a cambiar de vida y a recobrar la dignidad perdida, pronto se disponen a modificar su conducta y a iniciar una vida nueva. Por eso escucharon a Juan; por eso muchos de ellos siguen a Jesús.

 
No era sólo para ellos

     El evangelio, no lo debemos olvidar, no se escribió para criticar a los judíos, sino para evitar que los seguidores de Jesús repitiéramos los errores de aquel sistema religioso. Hoy debemos examinarnos para ver si la fe que confesamos, anunciamos y vivimos es algo más que una religión en la que las grandes concentraciones de masas y las palabras grandilocuentes sustituyen a la práctica del amor y la fraternidad, al compromiso por la liberación y a la tarea de construir un mundo de personas libres y hermanas.
     La viña es el Reino de Dios. Trabajar en la viña es contribuir a que el mundo se organice de acuerdo con la voluntad de Dios. Esa era la misión de los dirigentes de Israel; esta es la misión de los miembros de la Iglesia. En teoría, todos los bautizados estamos comprometidos en este proyecto. ¿Es así en realidad? ¿No estará nuestra iglesia falta o, por lo menos, escasa de frutos y demasiado abundante de hojarasca? Después de las grandes manifestaciones llamadas religiosas, después de los grandes discursos, ¿se avanza de verdad en el camino hacia el Reino de Dios? ¿Se conquistan parcelas de libertad para los oprimidos y los marginados? ¿Somos más libres los cristianos y nos queremos más de lo que nos queríamos antes? ¿Estamos dispuestos a entrar en conflicto con los poderosos para defender que no son los sumos sacerdotes y los senadores los que van delante en el camino hacia el Reino de Dios sino quienes, aunque fueran recaudadores y prostitutas, se comprometen a hacer todo lo posible para que este mundo sea un mundo de hermanos?

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