Domingo 25º del Tiempo Ordinario |
24 de septiembre de 2017 |
Pablo anima a los cristianos de Filipos a mostrarse a la altura de la Buena Noticia del Mesías; pero, ¡atención! que las medidas de Dios son muy diferentes de las medidas de los hombres. Leamos con atención el evangelio de hoy, apliquémoslo a los distintos ámbitos de la vida y de la sociedad humana, a las diversas actividades humanas y, por supuesto, a la organización de la comunidad cristiana; y descubriremos qué distintos son los caminos de Dios y los nuestros, qué distinta su justicia a la de nuestro mundo.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Isaías 55,6-9 | Salmo 144,2-3.8-9.17-18 | Filipenses 1,20c-24.27a | Mateo 20,1-16 |
Dios no es uno de “los grandes”
El salmo que se recita este domingo es un himno de alabanza que celebra la grandeza de Dios. El titular que encabeza este párrafo no pretende negar lo que dice el salmo sino, muy al contrario, quiere expresar su pleno acuerdo con él. Dios es grande, pero no lo es de acuerdo con las medidas de grandeza de este mundo: el Señor es grande porque es clemente y misericordioso, el Señor es grande precisamente porque no es como los grandes de este mundo.
Dios es radicalmente distinto, -que no lejano- a los hombres; el Dios de Israel -y mucho menos el de Jesús- no se entiende si nos lo imaginamos como un ser humano ideal, en quien proyectamos todas las perfecciones que descubrimos en nosotros, en el conjunto de la humanidad; Dios no es un ser sobre-humano, sino el totalmente otro: «¿Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos».
Pero no ha sido esta la imagen de Dios que ha dominado en la mentalidad de la mayor parte de la humanidad. Los poderosos de este mundo han procurado que se crea que Dios es grande como ellos, pero muchísimo más. Identificando grandeza y poder (entendido como fuerza para dominar a muchos pequeños), han diseñado una imagen de Dios caracterizada por poseer el poder más caprichoso y se han presentado a sí mismos como delegados de ese poder divino. Un dios a su medida y a su servicio: un dios justiciero, capaz de castigar con el fuego eterno a un hijo suyo que lo ofendiera, por una debilidad, una sola y única vez. Esta imagen de dios les servía para justificar su crueldad en la aplicación de lo que ellos llaman justicia. Y un dios rico -una institución religiosa rica- justificaba que ellos acumularan riqueza.
Paradójicamente, si Dios hubiera sido el más grande al estilo de los grandes de este mundo, la mayoría de ellos no se habrían librado de un durísimo castigo. Pero Dios no es como ellos porque, incluso a ellos, se dirige el ofrecimiento de perdón totalmente gratuito que nos llega por medio de las palabras de Isaías: «que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón».
Es la misericordia lo que constituye la grandeza de Dios; su amor que, como veremos más adelante, se ofrece a todos, prefiere a los más pequeños y quiere a todos iguales.
Los más grandes, ¡los primeros!
La victoria más importante que los poderosos consiguen consiste en lograr que las personas y los pueblos sobre los que su poder se levanta acaben asumiendo su ideología -la que a ellos interesa- como propia. Eso es lo que sucede en nuestro tiempo con el neoliberalismo, pensamiento que se pretende único.
De acuerdo con esta ideología -que se presenta como nueva, pero que es tan antigua como el hombre mismo-, la vida se entiende como una continua competición en la que sólo unos pocos triunfan, en la que sólo unos pocos pueden llegar a ser grandes. No se trata simplemente de luchar por una vida digna; lo que importa realmente es ser los mejores, llegar los primeros, subir más arriba que nadie... Desde la escuela -«el primero de la clase»- hasta en los asuntos más domésticos -«la colada más blanca que la de la vecina»-, vivir significa competir para superar a los demás.
Ahora bien, si asumimos ese modo de vida, no nos quedará más remedio que sentirnos competidores unos de otros. Porque el primero sólo puede ser uno, uno solo puede ser considerado el mejor; y así, todos los que luchan por el mismo puesto luchan entre sí. Y si la vida se convierte en una lucha permanente de unos contra otros, este mundo nuestro jamás podrá ser un mundo de hermanos.
Dicen que la competitividad genera esfuerzo y el esfuerzo riqueza; y que cuando haya mucha riqueza, habrá para todos. ¿De verdad que se lo creen?
En la actualidad el mundo produce recursos sobrados para garantizar una vida digna y satisfacer las necesidades básicas (alimento, vestido, casa, educación, sanidad, infraestructuras esenciales) de todos los seres humanos. El mundo produce alimentos suficientes como para aportar 2.700 calorías diarias a 12.000 millones de personas (casi el doble de la población mundial) y, sin embargo, vuelve a aumentar el número de personas que pasan hambre en el mundo, después de unos años en que ese número descendía, pasando ya de ochocientos millones, y cerca de cincuenta y dos millones de niños sufren malnutrición severa, según datos de la FAO en su informe sobre “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2017”. Paradójicamente, este mismo organismo mostró su alarma por la incidencia de la obesidad cuando el Worldwatch Institute demostró que, por primera vez, el número de personas sobrealimentadas en el mundo compite con la cifra de las subalimentadas.
El evangelio no nos ofrece una fórmula concreta para resolver el problema, no tiene una teoría económica propia. Encontrar el camino concreto que nos conduzca a un modelo económico más justo y eficaz para todos es un asunto que pertenece a lo que el concilio Vaticano II llamó la autonomía de las realidades temporales. Pero el evangelio sí nos indica la dirección en la que debamos caminar y la meta a la que debemos llegar.
«... según sus necesidades»
Jesús de Nazaret, que viene a enseñarnos a vivir como hermanos, propone como uno de los componentes esenciales de su mensaje la afirmación de la igualdad radical entre los hombres (varones y mujeres) y la exigencia para sus seguidores de construir una sociedad de iguales. Bastaría leer algunos párrafos del evangelio de Mateo para hacer desaparecer la más pequeña duda: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “señor mio”, pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis “padre” unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen “directores”, porque vuestro director es uno solo, el Mesías» (23,8-10). Y esta igualdad radical en lo que a dignidad se refiere tiene su aspecto económico perfectamente explicado en el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común: vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos según la necesidad de cada uno» (2,44-45). «Nadie consideraba suyo nada de lo que tenía, sino que lo poseían todo en común... entre ellos ninguno pasaba necesidad, ya que los que poseían tierras o casas las vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno» (4,32-35). Así de claro.
Ni últimos ni primeros
La parábola explica cómo deben ser las relaciones -incluidas las relaciones económicas- en un grupo de personas que deciden dejarse gobernar por Dios: si queremos realizar el reino de Dios entre nosotros, nuestros comportamientos deben dirigirse en la dirección que señalan los hechos que se relatan en el pasaje: «El reinado de Dios se parece...»
La parábola cuenta que un señor, dueño de una viña, llama a distintos grupos de trabajadores a diversas horas del día, de modo que unos trabajan la jornada entera y otros sólo una parte de ella; al final todos cobran el mismo salario, el que se ajustó con los que fueron a trabajar primero. Y empiezan cobrando los últimos que llegaron.
La enseñanza central de esta pasaje evangélico es clara. La parábola sigue en el evangelio de Mateo al relato del joven rico en el que el evangelista pone en boca de Jesús las conocidas (y manipuladas) palabras sobre la riqueza: «Os aseguro que con dificultad va a entrar un rico en el Reino de Dios. Lo repito: Más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios» (Mt 19,23-24). Y el sentido de esta parábola está resumido en dos frases paralelas que la preceden y la cierran: «Pero todos, aunque sean primeros, serán últimos, y aunque sean últimos serán primeros» (Mt 19,30;20,16). En el Reino de Dios (que es el mundo que Dios quiere, el mundo organizado como Dios quiere, no sólo ni en primer lugar lo que llamamos el cielo), en el grupo formado por los que tienen a Dios por Rey (Mt 5,3.10) no habrá ni primeros ni últimos, todos serán iguales y serán tratados como iguales en dignidad y en derechos. No se concederán ventajas ni dignidades al que realice un trabajo considerado más importante, ni al que tenga más capacidad, ni al que haya llegado antes... En ese grupo no habrá ricos, ni grandes, ni padres, ni jefes, ni señores, sino un sólo Padre, un sólo maestro, un sólo Señor; todos serán trabajadores, iguales todos en dignidad, todos hermanos, con un solo Padre, un solo Señor y un solo Maestro (Mt 23,8-12). En ese grupo cada uno aportará según sus posibilidades («Otros cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta»: Mt 13,8.23) y recibirá en todo, hasta en vida eterna, según sus necesidades, esto es, todos lo mismo, salvo que alguno, por ser más débil, necesite algo más que los demás. Y ese grupo ha de ser una muestra de lo que Dios quiere para todo el mundo.
Estos son los caminos de Dios. Esta es la justicia de Dios. Él da a cada uno, no lo que se merece, sino aún más: todo lo que necesita. Frente a un orden en el que la desigualdad es el eje alrededor del cual se estructuran las relaciones humanas, personales y colectivas, el evangelio propone la igualdad, al menos en los recursos esenciales para una vida digna, igualdad que debería quedar realizada primero en la comunidad cristiana para que, de modo coherente, ésta pueda actuar como levadura en la masa y favorezca cambios en el mundo que hagan avanzar la justicia de Dios, la igualdad entre los hombres y, en definitiva, la fraternidad.
Cierto que la parábola no puede reducirse a lo estrictamente económico; pero de ningún modo se puede olvidar este aspecto. Y también parece claro que, al iniciar la andadura de una comunidad, no se puede empezar por ahí, pero una comunidad cristiana no estará madura hasta que no haya encontrado el modo de compartir los bienes para dar corporalidad y hacer visible la fraterna igualdad esencial que es consecuencia de ser todos hijos de un mismo y único Padre.