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Vigilia Pascual
Ciclo B

30 de marzo de 2024
 

Más fuerte que la muerte
 

    En un mundo con tanta capacidad de muerte como el nuestro -¿A cuántas personas mata diariamente el hambre? ¿Cuántos planetas como la Tierra podrían destruirse con las armas atómicas almacenadas en las grandes potencias y en otros países del Mundo?-, anunciar la resurrección de Jesús significa proclamar que Dios no está con los que provocan, fabrican o bendicen la muerte, sino con los que dan por amor la vida para que sean posibles la felicidad y la vida en plenitud.

 




Una losa muy grande

    Cuenta el evangelio de Marcos (15,42-47) que, cuando murió Jesús, un tal José de Arimatea, miembro del Consejo, judío honesto que «había esperado el reinado de Dios», pidió a Pilato, el gobernador romano, el cuerpo de Jesús para darle sepultura: «Este compró una sábana, y descolgando a Jesús, lo envolvió en la sábana, lo puso en un sepulcro que había sido excavado en la roca y rodó una losa contra la entrada del sepulcro». Aquella losa, que las mujeres no se sentían con fuerzas para remover -no se dice que hubiera contado ningún esfuerzo el moverla para cerrar la tumba- representaba lo definitivo de la muerte: para ellas, todo había terminado. Solamente un extranjero, el jefe de los soldados que ejecutaron a Jesús, había sido capaz de ver que en la muerte de aquel condenado se estaba revelando el amor de Dios (Mc 15,39). Sus enemigos, que lo mandaron a la muerte, estarían celebrando su triunfo. Sus discípulos se sentirían definitivamente frustrados en sus expectativas: lo habían dejado solo porque nunca habían aceptado que la misión del Mesías de Dios pasara por la entrega de sí mismo en la que ellos sólo veían humillación y muerte; y, a pesar de que Jesús se lo había anunciado anteriormente al menos tres veces, no confiaban en la victoria definitiva de la vida; no podían ni sospechar que la fuerza de Dios fuera el amor.
    Tres mujeres, dos de las cuales habían estado observando cómo lo enterraban, se dirigen a la tumba con el único objetivo de honrar el cadáver de aquel a quien tanto habían querido y en quien habían puesto tantas esperanzas. Todo esto muestra una frustrante realidad: tampoco ellas han entendido ni aceptado la muerte de Jesús. Y, a pesar de que Jesús lo había anunciado repetidamente, no han creído que la entrega de la vida por amor no será nunca muerte definitiva.
    Aquella losa colocada a la entrada del sepulcro parecía que había caído sobre los seguidores y simpatizantes de Jesús y había aplastado toda su fe y su esperanza.

 

Más fuerte que la muerte

    «... porque es fuerte el amor como la muerte», dice un libro del Antiguo Testamento, El Cantar de los Cantares (8,6). Pero la experiencia de aquellas mujeres va a revelar que el amor, que es el fruto y la semilla de la vida, es no «tan fuerte», sino más fuerte que la muerte.
    El primer día de la semana, al alba, sucedió algo que demostró de qué lado estaba el poder -esto es, el amor- de Dios. El Padre, que no intervino para forzar la libertad y cambiar la decisión de los dirigentes de matar a Jesús, cuando ya el flujo de la historia quedó fuera del alcance de los hombres y éstos de ningún modo podían intervenir en ella, decidió actuar y dejar claro de parte de quién estaba
    Las mujeres que habían madrugado para embalsamar a Jesús son las primeras testigos del acontecimiento. Al llegar al sepulcro observan sorprendidas que la losa había sido removida y, al entrar, no reconocen a Jesús que se presenta ante ellas vivo, vestido de blanco como en la transfiguración, mostrando así que está vivo y su condición divina, quien, sin darse a conocer, les da la noticia: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado, no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron». Dios -no podía ser de otra manera- estaba del lado del amor y de la vida. Y por eso estaba del lado de Jesús de Nazaret: el que no había querido seguir el camino del poder para realizar su tarea de Mesías, aquel que había dicho que el único templo era él, el Hombre, el que había apostado por la lucha, pacífica pero firme, en favor de la dignidad de la persona humana, el que se había puesto claramente al lado de los pobres, de los marginados, de los dominados..., y enfrente, aunque también a favor, de los ricos, de los poderosos, de los soberbios..., el que había acusado a los jerarcas religiosos de haber convertido la religión en un negocio y les había dicho que las prostitutas les llevaban la delantera en el camino hacia el reino de Dios... Ese Jesús, en todo lo que había hecho y dicho, contaba con el respaldo de Dios. Y la prueba es que ya está vacío el lugar al que habían intentado enviarlo a él y a su proyecto: la muerte.

   

Empezar desde el principio

    Es de esperar que los discípulos, cuando conozcan la noticia de que ha vencido a la muerte y está vivo, superen sus recelos y comprendan y acepten plenamente a Jesús, su modo de ser Mesías y su mensaje. Pero no podrán dormirse en los laureles: el Resucitado se encontrará con ellos allí donde los primeros lo conocieron, allí donde empezó su tarea: «Y ahora, marchaos; decid a sus discípulos, y en particular a Pedro: "Va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os había dicho"». Ahora tienen que empezar de nuevo el proceso que les llevará a aceptar como Mesías a un ajusticiado y deberán seguirlo por el camino que él ya ha recorrido; y, en seguida, tendrán que ponerse a anunciar la Buena Noticia a todos los pueblos: después de la experiencia de encontrarse con Jesús resucitado, tendrán que emprender la tarea de ser testigos de la victoria del amor y de la vida, anunciando al mundo que hay un Dios que es Padre, que está del lado de los pobres y oprimidos de la tierra, que está personalmente comprometido en su liberación y que defiende y guarda y garantiza la vida de los que la entregan por la felicidad de los seres humanos.
    Para realizar esa tarea contarán -contaremos- no sólo con el ejemplo, sino también con la presencia
permanente de Jesús que ya se adelantó, que ya ha completado el camino, él el primero, pero que no abandona a sus hermanos, que no se olvida de los suyos, que sigue presente en medio de nosotros.

   

Volvamos a Galilea

    Las circunstancias de nuestro mundo hacen necesaria todavía la lucha por la justicia y la liberación; la meta es la fraternidad universal bajo al amor de un Padre bueno, el fin es una humanidad nueva que vive con la vida del resucitado que, aunque ya ha empezado a ser realidad, todavía queda muy lejos de los que siguen siendo víctimas de un orden de muerte, contrario a la voluntad de Dios; por eso la vinculación a Jesús resucitado, de la que nos habla San Pablo, tiene que ser también solidaridad con su muerte, es decir, con las razones que lo llevaron a afrontar el conflicto con los poderes que imponen un orden injusto, con la fidelidad con que se mantuvo hasta el final y con el amor que manifestó en la cruz. Con la confianza, con la esperanza cierta de que es posible la felicidad para todos y de que, si en la lucha perdemos la vida, será para convertirnos en resucitados.
    «Esta es nuestra alternativa: vivos o resucitados». La frase es de Pedro Casaldáliga y constituye es una magnífica síntesis de la esperanza cristiana, de la fe en la resurrección de Jesús a la que nosotros estamos vinculados -definitivamente, si así lo queremos- por nuestro bautismo. Así sucedió con Jesús: pasó por la muerte, pero fue sólo para revelar con su fidelidad el inmenso amor del Padre; y enseguida le llegó, fruto natural y necesario del amor, la vida, la resurrección. Ahora el turno es nuestro. Porque nosotros, ya... «hemos pasado de la muerte a la vida; lo sabemos porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14).

   

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