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Domingo 4º de Pascua - Ciclo B

22 de abril de 2018

Pastor y hermano


     Frente a la insistencia de muchos en organizar nuestro mundo de modo jerarquizado, frente al empeño de algunos alejar a Dios y poner muchos mediadores entre él y los hombres, él ha optado por la cercanía, por hacerse presente en medio de los hombres en la carne de un hombre y mostrar su amor en un pastor que no vive de sino que vive con y para sus ovejas. Y él mismo se ha mostrado no como amo, sino como Padre. Por eso el Pastor es un hermano, el primero de los hermanos, el primero de un mundo de hermanos.

 

Otro discurso

     Como el domingo pasado, la primera lectura recoge un discurso de Pedro. En esta ocasión Pedro -inspirado por el Espíritu Santo, destaca el libro de los Hechos, cosa que no decía en el caso del discurso anterior- habla sólo a los dirigentes: «Sucedió que al día siguiente se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los senadores y los letrados, incluyendo al sumo sacerdote Anás, y Caifás, a Juan y Alejandro, y a cuantos pertenecían a las familias de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y los interrogaron» (4,5-6). Este conjunto de selectos constituyen el auditorio al que se dirige Pedro. En realidad se trata de un interrogatorio ante el Gran Consejo: Pedro y Juan habían sido detenidos «porque enseñaban al pueblo anunciando que la resurrección de los muertos se había verificado en Jesús» (Hch 4,1-2). La única pregunta que les formulan es esta: «¿Con qué poder o en nombre de quien habéis hecho esto vosotros?» (Hch 4,7). Al responder, Pedro confiesa abiertamente su fe en Jesús como Mesías, echa en cara a los dirigentes su culpabilidad -ahora sin justificaciones ni atenuantes de ningún tipo- y reitera que Dios, al resucitarlo, le ha dado la razón a Jesús y se la quitado a ellos que lo hicieron crucificar.
     En este discurso, Pedro no nombra para nada al pueblo de Israel, ni para hacerlo cómplice de los dirigentes en la muerte de Jesús, ni para atribuirle un papel privilegiado en el plan de salvación que Dios ha hecho culminar en la resurrección; al contrario, son los hombres, todos los hombres, los destinatarios de la salvación que, proclama Pedro, Dios ofrece exclusivamente por medio de Jesús, el único que tiene capacidad para salvar al mundo.


Ya, de hecho, lo somos

     La salvación que Dios ofrece puede describirse de muchas maneras. El apóstol Juan  en su primera carta, escoge una que, probablemente, es la que nos debe llegar más al corazón: Dios nos ha hecho hijos suyos.
     Cuando la salvación que Dios ofrece se ve desde una perspectiva individual, esta consiste en ser afectados por el amor de Dios y, como consecuencia, en participar de su vida. No es una metáfora: si somos hijos de Dios, la vida con la que vivimos es la vida de Dios. Y esto es ya una realidad «Mirad qué muestra de amor nos ha dado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios; y de hecho lo somos».
     Esa realidad, sin embargo, aún no ha llegado a su plenitud. Primero porque, todavía, se debe vivir como un conflicto: los hijos de Dios no son reconocidos por el mundo, es decir, por el sistema injusto establecido como orden social, porque ese orden es incompatible con el amor del Padre de Jesús. Y, en segundo lugar, porque ser hijo de Dios no es algo así como un título nobiliario, que a lo más que obliga es a cuidar la imagen exterior; ser hijo de Dios es un proceso que consiste en ir pareciéndose cada vez más a nuestro Padre, y un compromiso que consiste primero en procurar que nuestra vida vaya mostrando, cada vez con más transparencia, la vida de Dios presente en nosotros; y, de este modo, hacer avanzar y extender este proceso cuyo final será que cada uno de nosotros y muchos más con nosotros lleguemos a ser semejantes a Dios; y en esa progresiva identificación, lleguemos a conocerlo plenamente.
     Ahora bien: el conocimiento de Dios no es un asunto teórico, consiste y se manifiesta en el amor fraterno: «Amigos míos, amémonos unos a otro porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no tiuene idea de Dios, por que Dios mes amor.» (1Jn 4,7-8).
     Pero el proyecto salvador de Jesús, aunque afecta a cada uno personalmente, no es un asunto puramente individual. La dimensión colectiva de la salvación que Dios ofrece aparece con toda claridad en la metáfora del rebaño.

Ovejas y pastores

     Los más antiguos antepasados de Israel de los que se tiene noticia eran pastores nómadas que vivían en tiendas de campaña y que iban de un lugar a otro buscando pastizales para sus ganados. Entre aquellas familias de pastores y sus rebaños se establecía una relación que difícilmente podemos comprender hoy; el jefe del clan familiar era el responsable último de buscar comida para las personas y pastos para los animales, de defender a unos y otros de los posibles ataques de las fieras y de los ladrones... Por eso no es extraño que los hebreos, cuando se establecieron permanentemente en una tierra, compararan al pueblo con un rebaño y llamaran «pastores» a sus dirigentes, sin que para ellos esta comparación resultara ofensiva como puede serlo entre nosotros, pues mientras que nosotros destacamos la sumisión obediente de las ovejas, ellos ponían en primera línea el cariño de los pastores al cuidar al rebaño, buscándole buenos pastos y defendiéndolo del ataque de las fieras.
     Se llamaba pastores a los políticos y a los responsables de la administración y el gobierno, al rey y a los altos cargos del reino, porque ellos debían cuidar por el bienestar del pueblo. Y como los dirigentes se olvidaron muchas veces de que ésta era su misión, los profetas denunciaron con valentía sus abusos: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a si mismos!» (Ez 34; véase también Jr 23,1-8). En esas circunstancias, les advierten de que Dios les va a pedir cuentas y va a asumir la tarea de pastorear a su pueblo por medio de un enviado suyo (Ez 34,23; Jr 23,5-6).

El buen pastor

     Cuando el evangelio dice que Jesús, al ver que mucha gente lo buscaba, «sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor» (Mc 6,34), usando este lenguaje perfectamente conocido por sus oyentes, está haciendo una crítica de los dirigentes del pueblo tanto desde el punto de vista de la situación política de aquel momento como desde la perspectiva del sistema religioso ya que, en Israel, lo político y lo religioso estuvieron siempre unidos. Y así, cuando Jesús dice que él es el buen pastor, el modelo de pastor, está afirmando que en él se cumple lo anunciado por los profetas y que en él se realiza lo que Dios quiere que sea un dirigente -político o religioso- del pueblo.
     Jesús afirma que él es el modelo de pastor porque en él se dan tres rasgos característicos:
     «El pastor modelo se entrega él mismo por las ovejas». Esta es la primera cualidad. El pastor entrega su propia vida en favor de las ovejas que pastorea. Su tarea no es una actividad con ánimo de lucro: no busca ventaja alguna para sí mismo, ni salario ni beneficio. Sólo persigue el bienestar y la felicidad de sus ovejas. Hace tres semanas recordábamos cómo Jesús llevó a término su entrega.
     La segunda característica es el conocimiento personal de sus ovejas: «Yo soy el modelo de pastor; conozco las mías y las mías me conocen a mí». No hay entre el pastor y su rebaño una relación de superioridad, sino de amistad: «No, no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su señor; a vosotros os vengo llamando amigos porque todo lo que oí a mi Padre os lo he comunicado», dirá Jesús a sus discípulos en la noche de la última cena (Jn 15,15). El dirigente del pueblo, el pastor, según el modelo de Jesús, no es alguien que ordena, organiza y manda desde su despacho o desde su tribuna a unas ovejas de las que sólo conoce cómo suena el balido de sumisa adhesión; entre el pastor al estilo de Jesús y su rebaño se establece una relación de conocimiento y amor semejante a la relación que existe entre el Padre Dios y su Hijo. Un conocimiento que es amor y un amor que es donación de vida.
     La tercera es la creación de un rebaño en el que todos, independientemente de su nación, raza o religión,  tienen cabida: «Tengo además otras ovejas ...». El exclusivismo político-nacionalista y religioso que caracterizaban a la sociedad judía en tiempos de Jesús queda definitivamente superado. El Pastor Modelo no entrega su vida por defender su bandera y ni siquiera por defender su credo: él entrega la vida para que sus ovejas puedan encontrar la felicidad viviendo como hermanos por encima de credos y banderas. Y viviendo como hermanos serán la revelación del Padre Dios: «A la divinidad nadie la ha visto nunca; si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.» (1Jn4,12).

Pastor y liberador universal

     Jesús acaba de decir que tiene que sacar al pueblo de la institución religiosa judía -«A las ovejas propias las llama por su nombre y las va sacando... cuando las ha echado fuera a todas las suyas, camina delante de ellas...» (Jn 10,3-4)-, institución que se ha convertido en un instrumento de opresión; por desgracia aquella institución no era quizá la peor y, por supuesto, no era la única que servía para ese fin; pero para que el proyecto de Jesús se logre y los hombres lleguen a ser hijos de Dios, deben primero ser libres. Jesús, que acaba de declararse puerta abierta a la libertad -«Yo soy la puerta, el que entre por mí quedará a salvo, podrá entrar y salir y encontrará pastos» (10,9)-, se presenta como el que va a conducir a toda la humanidad a la salvación y liberación definitiva: «Tengo además otras ovejas que no son de este recinto: también a esas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor».
     Para ello Jesús va a comunicar, dándola, que no perdiéndola, su propia vida, que es la vida de Dios. Y al dar la vida mostrará a todos la propia libertad y el amor del Padre. Y al darse a sí mismo haciéndose amor como el Padre, se realizará plenamente como Hijo de Dios; por eso su entrega encierra en sí -para él y para todos- la garantía de recobrar la vida.


Un mundo de hermanos

     Esa corriente de amor que llega a Jesús desde el Padre, no se detendrá en él. La tarea de Jesús, su actividad como pastor, consiste precisamente en hacer partícipes a todos los hombres de ese amor hasta el punto de que, si éstos quieren aceptar su amor y su vida, Dios está dispuesto a ser el Padre de todos los hombres. Los primeros cristianos y, en concreto, la comunidad a la que se dirige Juan, son testigos de esta realidad; ellos forman parte de una misma familia de la que Jesús es el primero de los hermanos: «Mirad qué muestra de amor nos ha dado el Padre, que nos llamemos hijos de Dios; y de hecho lo somos».
     Pero, del mismo modo que Jesús se presenta como modelo de pastor no por sus títulos, sino por su vida, así los seguidores de Jesús, los que libremente se dejen conducir por tal pastor, deberán dar testimonio de su título -hijos de Dios- viviendo y comportándose como hermanos de todos los que son y de todos los que están llamados a ser hijos del mismo Padre:  «Hemos comprendido lo que es el amor porque aquel entregó su vida por nosotros; ahora también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad.» (1Jn 3,16-18). Con otras palabras: lo seguidores, los hermanos de Jesús, deben ser cauce para que la justicia y el amor de Dios lleguen a todos los hombres, independientemente del recinto -religioso, político, racial, cultural...- al que pertenezcan; deben -¡debemos!- continuar la tarea del primer hermano hasta que todos puedan llegar a ser hijos de un mismo y único Padre. Del Padre de nuestro pastor, del Padre de nuestro hermano.

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