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Domingo 33º del Tiempo Ordinario
  19 de noviembre de 2017
 

Fe, confianza y riesgo

     Si los que adoran al dinero están dispuestos a darlo todo por conseguir para sí mismos riquezas mayores, nosotros que tenemos en nuestras manos la mayor riqueza que un hombre pueda poseer -el evangelio de Jesús, el amor del Padre, la fraternidad que crea el Espíritu- no podemos dejarla improductiva. Arriesguemos lo que haga falta y hagamos que esa riqueza sea rentable, es decir, que sea compartida por muchos más.



No pertenecemos a la noche


     Podría parecer, y así se la he oído interpretar a algún "católico", devoto adorador del dinero, que la parábola de este domingo es un elogio del capitalismo: los que han sabido especular con el dinero que su señor les entregó, los que han conseguido que el dinero produzca más dinero, son premiados por tres veces: se les regala el capital que se les entregó y lo que ellos han conseguido que produzca y, además, su señor les promete que les hará asumir nuevas y más importantes responsabilidades y los invita a su fiesta.
     Interpretada así la parábola entraría en colisión con otros textos del evangelio en los que se expresa una clara condena del dinero: «Dichosos los que eligen ser pobres...» (Mt 5,3), «Dejaos de amontonar riquezas en la tierra... No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,19.24).
     Está claro que, en el pensamiento de Jesús, el mundo del dinero, del negocio, de la ganancia más o menos fácil no es el mundo al que él quiere que pertenezcamos sus seguidores que, usando palabras de Pablo, «no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas», sino que vivimos «en la luz y en pleno día».


Del enemigo, el consejo

     Más bien parece que lo que quiere decirnos Jesús es que aprendamos del modo de proceder del "enemigo", que nos fijemos en su manera de actuar y que la imitemos en lo que nos pueda servir. En este sentido, podríamos leer la parábola de esta manera:
     - “Mirad lo que hacen los que aman el dinero, los que tienen fe en él, los que le dedican su vida: intentan, por todos los medios, aumentarlo más y más y nunca se conforman con lo que tienen. En el mundo de los negocios, en donde gobiernan las leyes del dinero, el quedarse estancados y no ganar cada vez más, aunque no haya pérdidas, es adentrarse por el camino de la ruina; no producir beneficios, incluso que estos se reduzcan, es ya un grave quebranto”.
     Quizá nos pueda servir, para mejor entender ésta, la parábola del tesoro escondido o la de la perla de gran valor (Mt 13,44-46): entre los que aman el dinero se renuncia a todo por conseguir más dinero, se arriesga todo por una mayor ganancia, por una riqueza mayor; pues así debe ser entre los seguidores de Jesús en su actividad: todo se ha de arriesgar por aumentar la producción de lo que entre ellos tiene verdaderamente valor.

Los talentos

     Un talento es una medida de peso que equivale a unos  treinta y cinco o cuarenta kilogramos. En plata, cinco talentos, dos o incluso uno, suponían, en tiempos de Jesús, una importantísima riqueza. ¿Qué puede ser lo más valioso que los seguidores de Jesús hemos recibido de Dios? ¿La fe? ¿El amor de Dios y la capacidad de amar al estilo de Jesús? ¿El Espíritu que nos hace hijos libres y hermanos? Pues eso son los talentos.
     Pero el significado de este pasaje evangélico no se agota en saber qué representan los talentos; la verdadera clave de interpretación de la parábola está en lo que se hace con ellos: o se hacen producir, como hicieron los dos primeros empleados, o se mantienen improductivos, como hizo el último.
     La fe, el mensaje de Jesús es una inmensa riqueza. Para los que creemos, no hay nada que pueda tener más valor: en ese mensaje se contiene una propuesta para la plena realización personal y, al mismo tiempo, se abre la posibilidad de salvación para este mundo. Pero, al contrario de lo que sucede con las riquezas de este mundo, ni el mensaje de Jesús ni el amor de Dios que en él se nos comunica son para que los disfrutemos nosotros, de manera egoísta; al contrario, los perderemos si no los comunicamos, si no compartimos esa riqueza haciendo que ese mensaje de amor pueda ser acogido y disfrutado por muchos otros.


No es una carrera

     Si leemos el evangelio de este domingo con la mentalidad del capitalista, seguramente suscitará en nosotros la idea de una competición en la que sólo unos pocos consiguen alcanzar la meta; nada más lejos de la mentalidad evangélica. En ningún momento se compara ni a los empleados unos con otros, ni el trabajo que cada uno realiza con el de los demás, ni el beneficio que obtiene cada uno con el de los otros: es lo que cada uno ha hecho con lo que recibió lo que determina que el señor alabe o censure a sus empleados. La conclusión es clara: si queremos ver en la parábola algún tipo de lucha, es la lucha de cada uno consigo mismo, el empeño en superar los propios límites; lo que importa es el esfuerzo para hacer fructificar las cualidades que hemos recibido en favor del proyecto común, el reino de Dios. Recordando otra parábola del evangelio (Mt 13,1-23): lo que interesa destacar es la necesidad de que todos trabajemos para que nuestra tierra produzca todo el fruto que sea capaz de dar, sin que quede baldía, sin que se pierdan las posibilidades que cada terreno ofrece.


Dios no resolverá el problema

     El ideal que propone el evangelio queda todavía demasiado lejos: convertir este mundo -en el que a menudo sigue siendo cierto que el hombre es un lobo para el hombre- en un mundo de hermanos es una tarea para la que se necesitan todos los brazos disponibles; y si alguno deja de aportar la parte de trabajo que le corresponde, las consecuencias las sufren todos, el ideal se aleja y los aspectos negativos del presente permanecen inalterables; la derrota de la injusticia y la eliminación del sufrimiento que la injusticia causa se demora; la victoria del amor se atrasa. Por eso nadie tiene derecho a esconder sus talentos bajo tierra, en lugar de hacerlos producir.
     No esperemos -esta es otra de las principales enseñanzas de la parábola- que Dios venga a resolvernos el problema: que este mundo se convierta en un mundo de hermanos es un asunto que está en nuestras manos. Por supuesto que Dios no es insensible a los asuntos de la tierra ni se desentiende de ellos; al contrario: tanto le preocupan sus problemas que envió a su hijo para que, hombre entre los hombres, empezara a resolverlos. Jesús ha abierto el camino; andarlo o no, depende ahora de nosotros.
     Los talentos de los que habla la parábola son el mensaje de Jesús que se nos ha entregado a nosotros; el trabajo para hacerlos producir es el esfuerzo que cada uno pone para que el proyecto que contiene la Buena Noticia se vaya haciendo realidad: volviendo a la metáfora economicista, el capital nos lo entrega el Señor; el conseguir su rentabilidad es responsabilidad nuestra.


El riesgo de creer

     Es verdad que, en el mundo en el que vivimos, ponerse a vivir el evangelio con todas sus consecuencias tiene sus riesgos. Por un lado, muchos que se consideran cristianos, pero que tienen sus millones escondidos bajo tierra, no entenderán el radicalismo o el extremismo de quienes intentan tomarse en serio las exigencias evangélicas; por otro lado, los resultados pueden tardar y el desaliento puede hacer presa en quienes trabajan sin ver el fruto de su esfuerzo; y muchos otros riesgos, entre los que no se pueden olvidar los que experimentó y anunció Jesús: las persecuciones, los conflictos con quienes no quieren que el mundo cambie.
     Tomarse en serio que Dios es Padre implica la exigencia de atreverse a tratar a los demás como hermanos; creer que el Mesías Jesús dio la vida para liberarnos del pecado y de la muerte supone estar dispuestos a asumir el riesgo de vivir también libres de la ley; creer que Dios quiere que reine en el mundo la justicia, compromete a implicarse en la arriesgada lucha contra la injusticia...
     Miremos a los que negocian con millones de los de aquí abajo; se arriesgan a perder porque esperan ganar. ¡Pues nosotros estamos seguros de que vamos a ganar! Nuestra ganancia está en las manos de nuestro Padre; pero como buen Padre nos exige que no despilfarremos lo que podría ser, lo que es realmente necesario para sus otros hijos. Con esta seguridad, ¿es tan grande el riesgo como para enterrar nuestro capital?


¡Pero hay que arriesgar!

     Por supuesto que no va a ser fácil.
     El primer riesgo consiste precisamente en que ese tesoro es muy delicado y nosotros lo podemos corromper; y lo haremos si ofrecemos un mensaje que nada tenga que ver con lo que Jesús quería y si, aunque lo llamemos evangelio, lo que propongamos sea más bien el reinado de nuestra ambición, de nuestra vanidad, o de nuestra soberbia... o de nuestros miedos y de nuestras inseguridades.
     Se trata de cambiar el mundo, de transformarlo de arriba abajo, de hacerlo totalmente nuevo, aunque aprovechemos para ello los materiales con los que contamos: nuestra propia carne y la carne de nuestros hermanos, carne que un orden social injusto y embustero amenaza constantemente con corromper. Y nosotros, contaminados en mayor o en menor medida por esa corrupción -los síntomas son el deseo de poder, de dinero, de prestigio-, podemos sentir la tentación de hacer compatible lo viejo y lo nuevo para evitar la necesaria operación quirúrgica que extirpe de nosotros lo corrupto, que elimine nuestra complicidad o nuestra responsabilidad en el mantenimiento de la injusticia. Ese es el primer riesgo que puede provocar la pérdida de la riqueza que se nos encomendó.
     Pero el riesgo vendrá también de fuera: el orden injusto que hay que erradicar del corazón de los hombres y de la faz de la tierra es muy poderoso. Y lo usará todo, desde la más descarnada violencia -como hizo con Jesús-, a la más delicada y engañosa manipulación de los deseos y aspiraciones de los seres humanos -como ha hecho y sigue haciendo con tantos otros- para ganarle la partida al más serio competidor que se le ha presentado. Así, los responsables de la injusticia de este mundo injusto, explotador y excluyente harán todo lo posible para que esa riqueza que tenemos en depósito se convierta en ruina.
     Y habrá otros riesgos. Pero debemos afrontarlos. Porque el miedo a quedarnos en la miseria -el miedo al fracaso, el miedo a perder otras oportunidades- es síntoma de desconfianza tanto en el valor del tesoro que se nos ha entregado como en el garante que asegura nuestros beneficios; y esa desconfianza sí que será causa de ruina segura.

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