Domingo 20º del Tiempo Ordinario - Ciclo B

Evangelio: Juan 6,51-58

 

Texto

    51Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que come pan de éste vivirá para siempre. Pero, además, el pan que yo voy a dar es mi carne, para que el mundo viva.
    52Los judíos aquellos discutían acaloradamente unos con otros diciendo:
    - ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
    53Les dijo Jesús:
    - Pues sí, os lo aseguro: Si no coméis la carne del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. 54Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva y yo lo resucitaré el último día, 55porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 56Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él; 57 como a mí me envió el Padre que vive y, así, yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí. 58Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien come pan de éste vivirá para siempre.

Notas

    Comienza el evangelio de este domingo con la última frase de Jesús que se leyó el domingo pasado. Ante la afirmación de Jesús de que el pan que él ofrece es “su carne” sus oyentes, desconcertados, discuten entre sí (los lectores de Juan entenderían perfectamente el sentido de las palabras de Jesús, comprendiéndolas desde la perspectiva de la celebración eucarística).
    Jesús insiste recobrando la metáfora del cordero pascual: igual que la carne de aquel animal sirvió de alimento para el camino y su sangre los libró de la muerte, del mismo modo la asimilación a Jesús (comer su carne y beber su sangre) y a su proyecto de humanidad (de este Hombre) es garantía de liberación y vida, sólo que ahora esta vida es definitiva; es más, ese es el único camino que tiene el hombre para que su existencia sea vida en plenitud.
    La eucaristía es recuerdo y celebración de la muerte de Jesús y, por tanto, del amor que en la cruz se reveló; celebrar la eucaristía supone dejarse penetrar por ese amor, fruto del Espíritu, aceptarlo, agradecerlo y comprometerse a practicarlo con el mismo objetivo, con la misma fuerza y con la misma entrega; por eso el resultado debe ser una identificación total y una plena comunión con Jesús.
    La vida que  Jesús recibe del Padre se prolonga y acaba incluyendo a todos aquellos que aceptan identificarse con él y asumen su misión como tarea propia: la realización del designio de Dios, convertir este mundo en un mundo de hermanos. En la eucaristía se experimenta esa calidad de vida que se expresa en la experiencia del amor fraterno y en el compromiso de que ese amor lleve a una entrega a los demás semejante a la entrega de Jesús.
    Termina el pasaje repitiendo el carácter definitivo de la vida que se alimenta del verdadero pan del cielo, en contraposición del maná del desierto que no logró su objetivo.

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