15 de agosto de 2024 |
Espiritualidad de la liberación
Palabras que pronunciara María, la madre de Jesús, conservamos pocas. El evangelio de Lucas pone en su boca este himno (que conocemos por la palabra con la que comienza su traducción latina, Magnificat.) Se trata de un himno de acción de gracias por el cumplimiento de las promesas y la realización de la justicia de Dios. Es la profesión de fe del resto fiel de Israel.
En todo este pasaje se descubre la presencia de la fuerza del Señor, del Espíritu de Dios. Por eso debería servirnos para entender cuál es el punto de partida de la verdadera espiritualidad cristiana: la conciencia de la presencia amorosa -misericordiosa- de Dios y la experiencia de la fuerza de su Espíritu en la denuncia y la lucha contra la injusticia -el pecado- y en el anuncio y el compromiso por la liberación.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Ap 11,19a; 12,1-6a.10ab | Sal 44,11-12.16 | 1ª Cor 15,20-26 | Lc 1,39-56 |
Una gran frustración
Dios había elegido a Israel para realizar con él un experimento: situándolo aparte (Nm 23,9) de todas las naciones, les propuso un modo de vida que debería servir de ejemplo al resto de los pueblos de la tierra: «Al final de los días estará firme el Monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,2-3). Israel, dice el profeta, es el centro de atención de todos los pueblos gracias al modo de vida (sus caminos) que propone la palabra del Señor. No se trata de Sion
sólo como centro de culto religioso ya que la verdadera religiosidad en Israel está subordinada a la práctica de la justicia, que es lo que hace al hombre digno de relacionarse con Dios (Is 1,10-18).
Esta elección tenía como objetivo el realizar una misión, vivir de acuerdo con el plan de Dios para, de este modo, servir de testimonio y modelo para el resto de los pueblos; sin embargo, fue entendida, prácticamente a lo largo de toda la historia de Israel, de manera equivocada, como un motivo de orgullo, como un de privilegio, causa de supremacía étnica, política y religiosa sobre el resto de las naciones.
De este modo, al confundir los objetivos de la elección, Israel dejó de cumplir la tarea que se le había encomendado y los compromisos que había asumido en el momento de la Alianza del Sinaí y reprodujo en sus estructuras relaciones de opresión semejantes a las que habían sufrido en Egipto y de las que Dios los había liberado. Y así olvidó cuál era su misión ante el resto de los pueblos. Uno de los pasajes del Antiguo Testamento que con más claridad expone este fracaso es el magnífico poema de la viña de Isaías: «La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel; ... esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.» (Is 5,1-7): un enorme fracaso, una gran frustración.
Un pequeño resto
Los desastres que sufre el pueblo a lo largo de su historia se presentan en los profetas como consecuencia de su infidelidad al proyecto de Dios (véase, por ejemplo, Am 2,6-16; 3,1-2; Miq 5,914); pero, a pesar de esa infidelidad Dios se mantiene fiel y no abandona al pueblo y se reserva, en expresión de los profetas, un resto (Is 1,9) que se convierte en el depositario de las promesas de salvación (Jer 23,3). Ese resto será también signo de esperanza para todas las naciones (Miq 8,6; Zac 8,11-23).
En el tiempo de Jesús, las promesas de los profetas habían perdido credibilidad ante muchos israelitas. Unos pocos eran los que no estaban interesados en que se cumplieran: unos, porque se beneficiaban de la injusticia; otros porque eran los culpables de la misma y, por tanto, eran la causa del fracaso del proyecto de Dios; otros se habían cansado de esperar en Dios y habían puesto su confianza en la violencia o, simplemente, vivían desesperados. Muchos vivían desconcertados, como ovejas sin pastor (Mc 6,34). Sólo unos pocos, ese resto pobre y fiel al que nos hemos referido antes, mantenía su esperanza en las promesas del Señor y esperaba con firmeza una intervención de Dios que haría justicia a los pobres de su pueblo y les devolvería la paz.
En el capítulo primero del evangelio de Lucas, los primeros, los instalados en una situación de injusticia, están representados por Zacarías, el esposo de Isabel, anciano, sumo sacerdote, que no dio crédito al mensajero de Dios cuando éste le anunció la buena noticia de que iba a ser el padre de quien recibiría el encargo de preparar al pueblo para el momento -ya cercano- en que Dios interviniera (Lc 1,5-25). Los últimos, el pequeño resto fiel, están representados por María, joven mujer de pueblo que, en medio de un mar de dudas (y tras pedir que se le aclararan esas dudas), hizo prevalecer la firmeza de su fe en un Dios que siempre había demostrado estar del lado de los buscan la justicia, la libertad y la paz.
Una fe consciente y lúcida
A Zacarías -varón, sumo sacerdote, profesional de la religión, rico, culto y poderoso- se le había anunciado de parte de Dios que él y su mujer, a pesar de su avanzada edad, tendrían un hijo al que Dios le encargaría la misión de preparar el camino al Mesías. Pero no se lo creyó hasta que no vio a su mujer encinta.
María -una muchacha sencilla de un pueblo perdido en las montañas de Galilea, en el extremo norte del país, marginada por ser mujer en la sociedad civil y en el ámbito religioso, pobre, sin preparación cultural alguna- escuchó también un mensaje de Dios: ella iba a ser la madre del Mesías. Y creyó.
Preguntó y pidió aclaraciones. Su fe no tenía por qué ser una fe ciega, infantil e irreflexiva, sino consciente, adulta y lúcida. Así creyó.
Su fe no fue sólo teórica: aceptó el papel que Dios le encomendaba llevar a cabo en el proceso de liberación que estaba a punto de iniciarse en la ya inminente intervención salvadora de Dios con toda docilidad y con toda libertad: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (Lc 1,26-38).
Portadora del Espíritu
Con la misma libertad se dirige enseguida a casa de su pariente rica, a la capital, a Jerusalén, a saludar la alegría del embarazo de su prima Isabel. La actitud de María expresa, al mismo tiempo, espíritu de servicio y deseo de compartir el gozo de saberse implicada en el más maravilloso de los proyectos, la realización de la justicia de Dios. Las dos mujeres están integradas en ese plan, aunque de distinta manera: María por decisión propia, por haber aceptado voluntariamente la propuesta de Dios; Isabel, como esposa de Zacarías, sumo sacerdote de oficio y hombre de no demasiada fe. María va a ser la madre del Mesías; Isabel la del encargado de preparar a la gente para su encuentro con el hijo de María. Con Isabel, con su hijo, termina la antigua alianza, se cierra un modelo de relación de los hombres con Dios que no había dado mucho resultado; con el hijo de María da comienzo una nueva etapa, la nueva y definitiva alianza de Dios, ahora con toda humanidad. Por todo eso el Espíritu de Dios no está con Isabel, no está en la casa del sumo sacerdote, sino que entra allí con María y llena a Isabel cuando llega a sus oídos su saludo: «Al oír Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo».
La respuesta de Isabel muestra que toma conciencia, que comprende el proceso en que están inmersas. Y responde al saludo de María y a su propia experiencia interior con el reconocimiento de la autenticidad de la fe de María con estas palabras: «¡Y dichosa tú por haber creído que llegará a cumplirse lo que te han dicho de parte del Señor!»
Lo que María creyó
Si comparamos este pasaje con otros datos de los evangelios, debemos aceptar que lo que hace aquí el evangelista es anticipar el final de lo que será un largo proceso de maduración en la fe, que María -y el resto fiel de Israel- deberá completar. Teniendo en cuenta esto, podemos comentar este pasaje de acuerdo con su literalidad.
María creyó, por supuesto, que ella iba a ser la madre del Mesías; María creyó en lo extraordinario de ese nacimiento y que el hijo que iba a nacer de ella era un don que llegaba directamente de Dios a la humanidad. María se fió de Dios cuando aceptó jugar un papel tan decisivo en la historia de la salvación. Pero María creyó en todo eso porque su fe tenía raíces hondas y creía en la fidelidad de Dios y esperaba segura, -como el resto fiel de Israel que ella representa- que las promesas que Dios había hecho a su pueblo se cumplirían plenamente. Toda esa fe que Isabel alaba en su saludo la proclama María de manera solemne en su respuesta: el canto que conocemos con el nombre de «Magnificat». Se trata del párrafo más largo que los evangelios ponen en boca de María y constituye la profesión de fe, el credo, de María y del resto fiel de Israel antes de la proclamación de la Buena Noticia de Jesús.
En la primera parte del himno, María da gracias a Dios por haberse fijado en ella, pequeña y humilde, y porque, a través de ella, se manifiesta el amor de Dios, «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». En la última parte vuelve a agradecer la acción de Dios por medio del Mesías, sentida también ahora como la manifestación de la misericordia de Dios que cumple las promesas hechas «en favor de Abrahán y su descendencia». Al menos en teoría, en estas cuestiones Zacarías se habría mostrado de acuerdo con María. No cuesta ningún trabajo creer que Dios está con nosotros, cuando las cosas nos van bien, o cuando somos nosotros los que decimos que representamos a Dios, o cuando consideramos que Dios está, en exclusiva, de nuestra parte. Pero la fe de María no es tan teórica; para ella -como para el resto fiel que ella representa en este relato- la presencia de Dios en medio de su pueblo debe revelarse en la presencia de la justicia en las relaciones humanas. Y así concreta ella la realización de esa justicia divina: «Su brazo ha intervenido con fuerza, ha desbaratado los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío».
Lo que María espera que se cumpla, lo que su himno anuncia es esto: Dios, por medio de su enviado, va a demostrar de parte de quién está. Él no está con los poderosos, ni con los ricos, ni siquiera con los religiosos, que han perdido la esperanza y se la han hecho perder a los pobres. Dios está de parte de los pobres y de los humildes -o mejor, los humillados, los empobrecidos, los marginados, los despreciados.
María sabe que Dios está indignado porque la injusticia ha echado raíces entre los seres humanos y porque esa injusticia coexiste pacíficamente con la práctica religiosa, reducida a la celebración de ceremonias vacías e hipócritas, celebraciones que Él rechaza, que le producen nauseas puesto que no van acompañadas por la práctica de la solidaridad y de la justicia (Is 1,10-15). María sabe que Dios va a intervenir en la historia de los hombres para hacer posible una sociedad en la que no tienen sitio ni los arrogantes, ni los poderosos, ni los ricos. Porque María sabe que los profetas que en el pasado han hablado en nombre de Dios han dejado claro que el sufrimiento de los pobres y de los débiles no es un castigo de Dios por sus pecados sino la consecuencia de los pecados de los que están sentados en los tronos y tienen los estómagos hartos (Am 8,4ss; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30).
Es verdad que en este himno de María habrá que corregir algunas cosas cuando Jesús proclame plenamente su mensaje: en primer lugar que el amor de Dios no se dirige sólo a su pueblo; y que los ricos, si ellos quieren, no tendrán que marcharse de vacío: bastará con que renuncien a su insaciable deseo de dominio, a su ambición y a su arrogancia, bastará con que pongan sus bienes al servicio de la comunidad y se incorporen a la tarea de convertir este mundo en un mundo de hermanos. Entonces también ellos podrán alcanzar la plena y verdadera hartura.
Espiritualidad de liberación
Proclamar la posibilidad y dedicar y entregar su vida para que ese mundo de hermanos sea posible fue la tarea que realizó Jesús, el hijo de María. Ese mundo de hermanos, a medida que se va realizando, va manifestando el amor -la misericordia- de Dios a la humanidad y realizando sus promesas.
La fe de María tenía como eje central su confianza firme en el carácter liberador del Señor, Dios de Israel. María seguía creyendo en la necesidad y en la posibilidad de liberación. Y porque creía en todo lo que Dios había prometido a su pueblo, creyó que se cumpliría lo que se le había dicho a ella de parte del Señor.
Se dice que nuestra tierra -España, América Latina- es especialmente devota de María, la madre de Jesús. Pero a veces expresamos esa devoción de manera ciertamente equivocada. No parece que los tronos y las coronas de plata y oro, los mantos de reina, las insignias y condecoraciones militares, los vestidos lujosos, el oro y las joyas... estén muy de acuerdo con la fe de María y con su experiencia de Dios. Pero, sin embargo, ¿no es ésta una manera frecuente de honrarla y de manifestarle nuestro cariño? Pues, si somos sinceros y a la luz del mensaje evangélico, tenemos que reconocer que todo eso es incompatible con la fe de María y con su compromiso personal, aceptando llevar a cabo la tarea que a ella le fue encomendada dentro del proyecto liberador de Dios.
Parece como si alguien quisiera encumbrarla en los tronos de los poderosos, o llenarla con las riquezas de los ricos para moderar así la fuerza de su grito a la vez indignado contra los responsables de la injusticia y del sufrimiento de los pobres y también comprometido, agradecido y esperanzado al anunciar la intervención de Dios en favor de la liberación de los empobrecidos y humillados de su pueblo. No estaría de más que revisáramos la autenticidad de nuestras manifestaciones religiosas. Y actuáramos en consecuencia.
La verdadera espiritualidad mariana no puede ser otra que dejarnos impulsar por la energía del Espíritu que llenó a Isabel cuando María llegó a su casa y que se expresó en el canto del magnificat. La verdadera espiritualidad cristiana podrá adoptar muchas manifestaciones; pero a ninguna de ellas, si es verdaderamente cristiana, podrá faltarle esta característica: la experiencia, cuanto más honda y profunda mejor, de que el Dios y Padre de Jesús, el mismo Jesús y su Espíritu están presentes y acompañan en su lucha a las personas que desenmascaran la injusticia de un sistema cruel y homicida, responsable del sufrimiento de la miseria y de la muerte de incontables hijos de ese Padre y están comprometidas en la construcción de un mundo justo y fraterno; y tampoco debe faltar en esa espiritualidad la conciencia de que el Espíritu que inspiró su canto a María acompaña e impulsa toda lucha por la justicia y la liberación conscientes de que, allí donde no hay libertad no se encuentra el Espíritu de Jesús (...donde hay Espíritu del Señor, hay libertad. 2 Co 3,17).
De acuerdo con todo esto, la verdadera devoción a María debería consistir en participar con ella de su experiencia de Dios y, por tanto, en abrir los ojos, conocer la realidad y compartir su indignación porque en nuestro mundo siguen gobernando la ambición de los ricos (a los que ahora llaman mercados) y la arrogancia de los poderosos (es decir, de los ricos y sus servidores, los que “dicen” -y al decirlo mienten- que gobiernan en nombre y en favor del pueblo); y, en segundo lugar, trabajar y luchar para que el mundo sea tal y como ella proclamó, sumándole las esenciales mejoras que su hijo introdujo en el proyecto: un mundo de personas libres y, en segundo lugar, trabajar y luchar para que el mundo sea tal y como ella proclamó, sumándole las esenciales mejoras que su hijo introdujo en el proyecto: un mundo de personas libres, una humanidad sororal y fraternal, un orden en el que esté presente el Espíritu de la libertad y en el que brillen la justicia y la misericordia de un común Padre Dios; un mundo que sea realización del proyecto del hijo de María, un mundo de hermanas y hermanos, el Reino de Dios.