23 de diciembre 2018 |
Dichosa por haber creído
María es la figura más manipulada en toda la historia del Cristianismo. Con el pretexto de ensalzar su grandeza, hemos hecho lo contrario de lo que ella hubiera querido; y se nos ha olvidado imitarla y creernos, como ella lo creyó, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá. En esa fe está contenida la bendición que Isabel le dirige: «dichosa tú, por haber creído...»
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Miqueas 5,1-4a | Salmo 79(80),2a.3a.4a.15-16.18-19 | Hebreos 10,5-10 | Lucas 1, 39-45 |
Y ésta será nuestra paz
Con estas palabras -«Y ésta será nuestra paz»- termina la primera lectura de este domingo, fragmento de una profecía mesiánica de Miqueas. La paz condensa el contenido de la promesa. El pueblo de Israel siempre anduvo tras ella. Y en los anuncios de los profetas es siempre -la paz- uno de los bienes que traerá consigo el Mesías. Pero, ¿en qué consiste la paz?
En la Biblia la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la plena satisfacción de todas las necesidades del hombre. La paz consiste en el bienestar y la prosperidad material y espiritual, tanto de cada individuo en particular como de todo el pueblo. Estar en paz es sentirse completo, tener la experiencia de que nada falta: ni el alimento de cada día, ni el cariño de los próximos, ni el amor de Dios. Por eso lo primero que destruye la paz, porque es lo primero que hace que el hombre se sienta roto e incompleto, es el hambre, especialmente cuando se siente que ésta es consecuencia de la injusticia; y la paz plena sólo se consigue con el corazón lleno del amor de los amigos y con la presencia amorosa de Dios: «Pondré paz en el país y dormiréis sin alarmas... Comeréis de cosechas almacenadas y sacaréis lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo. Pondré mi morada entre vosotros y no os detestaré. Caminaré entre vosotros y seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26,6.10.12).
Un pequeño resto
Las promesas de los profetas, sin embargo, habían perdido credibilidad ante muchos israelitas: a unos no les interesaba que se cumplieran porque, o se beneficiaban de la injusticia, o eran los culpables de la misma y, por tanto, eran la causa del momentáneo fracaso del proyecto de Dios; otros se habían cansado de esperar en Dios y habían puesto su confianza en la violencia o, simplemente, vivían desesperados. Sólo unos pocos, un resto pobre y fiel, mencionado en el oráculo del profeta Miqueas (primera lectura), mantenía su esperanza en las promesas del Señor y esperaba con firmeza una intervención de Dios que haría justicia a los pobres de su pueblo y les devolvería la paz.
Los primeros, los que habían abandonado la esperanza, los instalados cómodamente en una situación de injusticia (aunque no fueran culpables directos de la misma), están representados por Zacarías, el esposo de Isabel, anciano, sumo sacerdote, que no dio crédito al mensajero de Dios cuando éste le anunció la buena noticia de que iba a ser padre del precursor del Mesías, de quien recibiría el encargo de preparar al pueblo para el momento -ya cercano- en que Dios interviniera nueva y definitivamente (Lc 1,5-25). Los últimos, el pequeño resto fiel, están representados por María, joven mujer de pueblo que, en medio de un mar de dudas, hizo prevalecer la firmeza de su fe en un Dios que siempre había demostrado estar del lado de los buscan la justicia, la libertad y la paz.
Al servicio del Espíritu
María dijo que sí a la propuesta del Señor con toda docilidad y con toda libertad. Al anuncio del ángel que le hizo saber que Dios estaba interesado en que ella fuera la madre del Mesías, María respondió, después de pedir que se le explicaran con claridad algunas circunstancias, aceptando el encargo: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (Lc 1,26-38).
Con la misma libertad se dirige ahora a casa de su pariente rica, a la capital, a Jerusalén, a saludar la alegría del embarazo de su prima Isabel. La actitud de María expresa, al mismo tiempo, espíritu de servicio y deseo de compartir el gozo de saberse implicada en el más ilusionante de los proyectos: la realización de la justicia de Dios. Las dos mujeres están dentro de ese proyecto, aunque de distinta manera: María por decisión propia, por haber aceptado voluntariamente la propuesta de Dios; Isabel, como esposa de Zacarías, sumo sacerdote de oficio y hombre de no demasiada fe. María va a ser la madre del Mesías; Isabel la del encargado de preparar a la gente para su encuentro con el Mesías. Con Isabel, con su hijo, termina la antigua Alianza, se cierra un modelo de relación de los hombres con Dios que no había dado mucho resultado; con el hijo de María da comienzo una nueva etapa, la etapa definitiva, en la historia de la humanidad. Por todo eso el Espíritu de Dios no está con Isabel, no está en la casa del sumo sacerdote -«Sacrificios y ofrendas... ni los quieres ni te agradan... y después añade: Aquí estoy yo para realizar tu designio» (2ª lectura)-, sino que entra allí con María y llena a Isabel cuando llega a sus oídos su saludo: «Al oír Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo».
María, la que creyó
A Zacarías -varón, sumo sacerdote, profesional de la religión, rico, culto- se le había anunciado de parte de Dios que él y su mujer, a pesar de su avanzada edad, tendrían un hijo al que Dios le encargaría la misión de preparar el camino al Mesías. Pero no se lo creyó hasta que no vio a su mujer encinta.
María -una muchacha sencilla de un pueblo perdido en las montañas de Galilea, en el extremo norte del país, marginada por ser mujer en la sociedad civil y en el ámbito religioso, pobre, sin preparación cultural alguna- escuchó también un mensaje de Dios: ella iba a ser la madre del Mesías. Y creyó. Y aceptó el papel que Dios le encomendaba llevar a cabo en el proceso de liberación que estaba a punto de iniciarse en la ya inminente intervención salvadora de Dios.
Cuando llegó a casa de Isabel, pariente suya, ya estaba sintiendo dentro de sí el cumplimiento de lo que se le había dicho, la realización -en su inicio- de lo que había creído. Por eso su presencia llenó de Espíritu Santo a la mujer de Zacarías, en quien la palabra de Dios también se había hecho realidad. Esa fe es la que Isabel alaba cuando saluda a María con estas palabras: «¡Y dichosa tú por haber creído que llegará a cumplirse lo que te han dicho de parte del Señor!»
Lo que María creyó
María creyó, por supuesto, que ella iba a ser la madre del Mesías; María creyó en lo extraordinario de ese nacimiento. María se fió de Dios cuando aceptó jugar un papel tan decisivo en la historia de la salvación. Pero María creyó en todo eso porque su fe tenía raíces hondas y creía y esperaba que se cumplieran las promesas que Dios había hecho a su pueblo. Toda esa fe que Isabel alaba la proclama María de manera solemne en su respuesta al saludo de su prima el canto que el evangelista, Lucas, pone en su boca y que conocemos con el nombre de «Magnificat»:
Proclama mi alma la grandeza del Señor
y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
porque se ha fijado en la humillación de su sierva...
derriba del trono a los poderosos
y encumbra a los humildes;
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide de vacío.
Ha auxiliado a Israel, su servidor,
...como lo había prometido a nuestros padres...
(Lc 1,46-55)
María, como se ve, seguía creyendo en el carácter liberador del Señor, Dios de Israel. María seguía creyendo en la necesidad y en la posibilidad de liberación. Y porque creía en todo lo que Dios había prometido a su pueblo, creyó que se cumpliría lo que se le había dicho a ella de parte del Señor. Y su fe se hizo realidad en Navidad.
Nuestra Navidad (?)
No parece que los tronos y las coronas, los mantos de reina y los vestidos lujosos, el oro y las joyas estén muy de acuerdo con la fe de María. Y sin embargo ¿no es ésta la manera más frecuente de honrarla? Pues, de acuerdo con lo que dice el evangelio, todo eso es incompatible con la fe de María y con el compromiso que asumió al aceptar la tarea que a ella le fue encomendada dentro del proyecto liberador de Dios.
Parece como si alguien quisiera encumbrarla en los tronos de los poderosos, o llenarla con las riquezas de los ricos para moderar así la fuerza de su grito que expresaba su fe y agradecía y anunciaba la intervención de Dios en favor de la liberación de los pobres y humillados de su pueblo. Y creer en María debe significar creer con ella y como ella en el mismo proyecto que poco a poco ella fue comprendiendo y asumiendo, pero que aceptó por adelantado porque tenía plena confianza en el Dios de la liberación.
Un año más celebramos la Navidad. Ya hace semanas que suenan los villancicos, las calles están iluminadas, mañana, en nochebuena, se reunirán muchas familias... Pero toda esta fiesta, ¿tendrá algo que ver con la alegría de María, con la dicha que nacía de su fe y que iba acompañada de su compromiso con el proyecto de Dios? Dios no hará nada por el hombre sin la colaboración o la aceptación del hombre mismo; por eso, el sí de María a la palabra de Dios hizo posible la Navidad; cuando nosotros la celebramos, ¿la estamos haciendo posible? ¿Nos conformaremos simplemente con pasarlo bien con el pretexto de la Navidad? Puede que demos limosna a algún pobre o que contribuyamos a alguna colecta para los pobres, pero ¿vamos a hacer algo para erradicar la pobreza y eliminar sus causas? ¿Qué vamos a hacer para devolver la dignidad a los humillados, para desterrar de nuestro mundo la injusticia, la opresión, la explotación de los débiles...?
La Navidad fue posible porque María creyó, porque tuvo y mantuvo la fe en el Dios liberador. En la medida en que nosotros creamos en la posibilidad de un mundo verdaderamente justo, libre y solidario, en la medida en que creamos, como María, que Dios está comprometido con la libertad de los hombres y, como ella, nos comprometamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos para que este mundo sea la casa de los libres hijos de Dios, en esa medida estaremos llenando de sentido la celebración de la Navidad, comprometidos -como María- en la implantación de la justicia de Dios. Y esa justicia -y no las bombas, ni las limosnas- traerá la paz.