5 Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. 6 Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica; 9 Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre: 10 «Grande eres tú, y haces maravillas, tú eres el único Dios». 15 Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, 16 mírame, ten compasión de mí. |
El salmo es una petición de ayuda individual compuesta, como un mosaico, con frases de todo el salterio o, quizá, con frases de las celebraciones litúrgicas. La confianza en la que funda su súplica es, una vez más, la misericordia, el amor de Dios. Esa misericordia es lo que demuestra que el Señor es el único Dios (v.8), y por eso, todos los pueblos de la tierra acabarán por reconocerlo y adorarlo. Ante el peligro de verse atacado por unos soberbios, el salmista reitera su confianza en la misericordia y en la clemencia divina, usando la fórmula mediante la cual Dios se define a sí mismo ante Moisés en el momento de la renovación de la Alianza (Ex 34,6). Dios es misericordioso, a fuer de justo. El perdón, que supera siempre a la justicia, al menos entendida al modo humano, no es sólo una exigencia de Dios para los miembros de su pueblo; es, antes que nada, una expresión habitual del amor -de la esencia- de Dios: «El Señor pasó ante él [Moisés] proclamando: El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados...» (Ex 34,6-7): mil generaciones de perdón y misericordia frente a sólo cuatro de castigo. Otro salmo más en donde aparece esta descripción de Dios. |