12 Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara las faltas contra la Ley, nos reprende las faltas contra la educación que nos dieron; 13 declara que conoce a Dios y dice que él es hijo del Señor; 14 se ha vuelto acusador de nuestras convicciones, sólo verlo da grima; 15 lleva una vida distinta de los demás y va por un camino aparte; 16 nos considera de mala ley y se aparta de nuestras sendas como si contaminasen; proclama dichoso el destino del justo y se gloría de tener por padre a Dios. 17 Vamos a ver si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte; 18 si el justo ése es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo arrancará de las manos de sus enemigos. 19 Lo someteremos a tormentos despiadados, para apreciar su paciencia y comprobar su temple; 20 lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien mira por él. |
El libro de la Sabiduría está considerado por muchos especialistas como un tratado de teología política destinado a mostrar en qué consiste el buen gobierno, de acuerdo con el designio divino. El primer capítulo empieza («Amad la justicia, los que regís la tierra, pensad correctamente del Señor y buscadlo con corazón entero» 1,1) y termina («Porque la justicia es inmortal» 1,15) con sendas menciones de la justicia y nos propone así un marco general en el que se identifican justicia, sabiduría y presencia de Dios: donde se practica la justicia se realiza la sabiduría de Dios y el Señor deja sentir, cercana, su presencia. En ese ambiente sobreabunda la vida: «Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra. Porque la justicia es inmortal» (1,13-15). El capítulo segundo, al que pertenece esta lectura, nos presenta la otra cara de la moneda: la injusticia revela un mundo organizado de espaldas a Dios, estructurado en contra de su proyecto: frente a un mundo regido por la justicia, los impíos proponen un orden fundado en este principio: «que sea nuestra fuerza la norma del derecho». En ese [des]orden no tiene sentido el respeto y la atención a los más débiles, -la viuda y el anciano. Los dos versículos inmediatamente anteriores a la lectura de este domingo descubren con toda claridad la perversidad de ese desorden: «Atropellemos al justo que es pobre, no nos apiademos de la viuda ni respetemos las canas del anciano; que sea nuestra fuerza la norma del derecho, pues lo débil, es claro, no sirve para nada.» (Sb 2,10-11). En este contexto se entienden perfectamente los párrafos que se leerán en la liturgia dominical. El justo -que se ha identificado con el pobre (v.10)- resulta incómodo porque se opone a ese orden de injusticia; pero, además, él se presenta como hijo de Dios y, de este modo, afirma que el Señor está en contra de ese orden -ese mal llamado orden- injusto. Por eso, la persecución, tortura y muerte que preparan contra el justo tiene un doble objetivo: eliminar un incordio y demostrar que, en efecto, su fuerza es su razón o, dicho de otro modo, que sus únicas razones son sus actos violentos, su capacidad de violencia y que sólo esas razones tienen validez. De este modo, los impíos presentan la muerte infringida al justo como prueba en contra de la existencia de Dios y, por tanto, a favor de su concepción del mundo y de su orden cimentado sobre la fuerza y edificado mediante la injusticia. Sólo que «Así discurren y se engañan... no conocen los secretos de Dios. ... Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser.» (2,21-23). |