¹⁰ El Señor volvió a hablar a Acaz:
    ¹¹ - Pide una señal al Señor tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.
    ¹² Respondió Acaz:
    - No la pido, no quiero tentar al Señor.
    ¹³ Entonces dijo Dios:
    - Escucha, heredero de David: ¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? ¹⁴ Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal:
    Mirad: La joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros.

    Isaías consideraba que la monarquía era la depositaria de la promesa que Dios había hecho a David: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre» (2º Sam 7,16); y confiaba que dicha promesa se cumpliría, aunque, eso sí, dependiendo de una importante condición, la fidelidad del pueblo a su compromiso con Dios: «Si no creéis, no subsistiréis» (Is 7,9b).
    En tiempo de Isaías, reinando en Judá un rey de nombre Acaz (736-721 a. C.), Israel, el reino del Norte, coaligado con Damasco, atacó a Jerusalén con la intención de destronar al rey de Judá y sustituirlo por otro rey ajeno a la dinastía de David, heredera de la promesa. Acaz, asustado, pensó aliarse con una de las grandes potencias de entonces, Asiria. Isaías, sin embargo, se opone a esa alianza, pues supone perder la confianza en la ayuda del Señor, Dios de Israel. En este contexto debemos entender la profecía acerca de Enmanuel.
    Los especialistas no están de acuerdo acerca de la identidad del niño del que se habla en la profecía: ¿quizá un hijo del mismo Isaías o tal vez un hijo del rey?
    Pero lo que a nosotros nos interesa no es averiguar su identidad, sino la noticia  encarnada en ese niño, el mensaje que revela su nombre: «Dios con nosotros». Dios sigue presente en medio de su pueblo, fiel al compromiso que Él asumió en el desierto -Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios-. En Él, según el profeta, debe residir la seguridad del pueblo.