15 de julio 2018 |
¿Cómo reconocer a los mensajeros?
Son muchos los que hablan en nombre de Jesús de Nazaret, y, a veces, lo que dicen unos y otros resulta incompatible; ¿como podemos saber quién anuncia el verdadero evangelio? ¿Cómo distinguir el mensajero de la Buena Noticia de Jesús ante tantos que, de modos tan diversos, dicen anunciarla?
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Amós 7,12-15 | Salmo 84,9-14 | Efesios 1,3-14 | Marcos 6,7-13 |
El sacerdote contra el profeta
La primera lectura nos da cuenta del conflicto entre Amós, profeta del siglo VIII a. C., y Amasías, sacerdote, responsable del templo de Betel.
Desde hacía más de ciento cincuenta años, el reino de David estaba dividido en dos: Israel al norte y Judá al sur. Amós había nacido en el sur; pero su actividad la desarrolló en el reino de Israel.
De los profetas del Antiguo Testamento, Amós es el que tiene palabras más duras contra la injusticia, el abuso de los poderosos, la opresión de los pobres, el derroche y la insolidaridad de los ricos..., y la hipocresía de todos ellos, que daban culto a Dios antes y después de practicar la injusticia. Por eso, muy pronto resultó demasiado incómodo. Y para quitárselo de encima, Amasías le ordena volver a su tierra: «Vidente, vete, escapa al territorio de Judá; allí te ganarás la vida y profetizarás; pero en Betel no vuelvas a profetizar, porque es el templo real, el santuario nacional».
No le importa que sus denuncias respondan a la verdad, ni cree que sus palabras estén autorizadas por el Señor: ¿cómo podría ser así si él, sacerdote del templo nacional, intermediario entre Dios y los hombres, no le ha dado ninguna autorización oficial? Además de echarle en cara que es extranjero, Amasías insinúa que la actividad profética de Amós no es más que un medio para ganarse la vida. Y Amós le responde: «Yo no era profeta ni de un gremio profético; era ganadero y cultivaba higueras. Pero el Señor me arrancó de mi ganado y me mandó ir a profetizar a su pueblo, Israel».
¿De parte de quién se pondría el pueblo? ¿De parte de aquel extranjero que se atrevía a lanzar graves acusaciones contra sus dirigentes o de parte del máximo responsable del santuario nacional?
La primera misión
Después de que estuvieran una buena temporada con él, Jesús encargó a los Doce, por primera vez, la realización de una misión. No se trata de un envío definitivo; todavía no van a anunciar la Buena Noticia; de hecho, y a pesar de que ellos luego comienzan a proclamar la necesidad de enmendarse, de cambiar de vida, Jesús, al enviarlos, no les dice que anuncien ningún mensaje.
Lo que Jesús pretende es que la misión sirva a los suyos más para aprender que para enseñar, más para curarse que para curar. Pero al enviarlos, Jesús les da unas instrucciones que también serán válidas en el futuro, cuando la misión sea definitiva.
La iniciativa es de Jesús, como lo fue de Dios en el caso del profeta Amós: ir por el mundo descubriendo y desenmascarando las ideologías contrarias al plan de Dios (le dio, dice el evangelio, autoridad sobre los espíritus inmundos), y, en consecuencia, denunciando abusos e injusticias que impiden la fraternidad es una tarea difícil y, para decidirse a emprenderla, es necesario un empujón, una llamada, una invitación a abandonar el cómodo conformismo o el egoísmo insolidario.
Los rasgos de los mensajeros
Los envía de dos en dos: en un plano de absoluta igualdad, porque la propuesta de Jesús será la de un mundo fraterno; además, el proyecto de Jesús no es cosa de piedad individual, sino un proyecto para organizar la convivencia; dar a conocer ese proyecto tampoco será asunto de uno solo; aunque alguno sienta una particular inclinación o esté especialmente dotado para algún aspecto de la misma, la misión es responsabilidad de toda la comunidad, es un asunto comunitario.
Para que puedan realizar su tarea, Jesús les da autoridad sobre los espíritus inmundos: los capacita para liberar a los hombres de todas las ideologías, especialmente las religiosas, que esclavizan al hombre y lo convierten en un fanático, incapaz de aceptar, por tanto, un proyecto de libertad y de fraternidad.
La riqueza debe estar ausente de la misión. Primero porque su eficacia depende sólo de Dios y de la libre aceptación del mensaje por los hombres: no será el derroche de medios económicos lo que haga eficaz el anuncio del evangelio. Les deberá bastar con lo más imprescindible: un bastón y el calzado necesario para caminar. Y, además, los signos externos de riqueza («dos túnicas») son incompatibles con la misión de quienes se han de presentar como seguidores de quien anuncia libertad, justicia, solidaridad e igualdad para toda la humanidad.
Fe en el hombre
Naturalmente que los enviados de Jesús tendrán que satisfacer sus necesidades más elementales, pero ese problema encontrará solución gracias a la solidaridad humana, en la que confía Jesús y en la que han de confiar los que le siguen. En realidad, en la intención de Jesús, lo importante de esta misión es que los suyos aprendan a confiar en el hombre, a creer en las personas, por encima de razas o confesiones religiosas (Jesús no les dice a dónde deben ir, no limita en nada el ámbito geográfico, cultural o religioso de su misión). Y que se preparen para, más adelante, ofrecer y proclamar, ante cualquier ser humano, la posibilidad de una plena liberación.
En cualquier caso, el mensaje que se anuncia nunca podrá ser objeto de intercambio, ni ocasión o pretexto de negocio: el mensaje de Jesús es totalmente gratuito; él lo ofrece gratuitamente, y gratis lo deberán ofrecer, cuando llegue el momento, sus seguidores. Precisamente la confianza en la solidaridad humana será el fundamento sobre el que se deberá asentar la seguridad de que podrán satisfacer sus necesidades vitales: «Cuando en algún sitió os alojéis en una casa, quedaos en ella hasta que os vayáis del lugar».
Mensaje que, por otra parte, se ofrece a quien libremente lo quiera aceptar. No será la espada lo que avale a los enviados de Jesús, como a veces ha sucedido; si alguien se niega a aceptar la invitación, bastará con dejar constancia de que el anuncio se hizo, pero fue rechazado.
A pesar de todo
Los Doce se marchan y comienzan a trabajar por su cuenta, sin respetar en su totalidad las instrucciones que les había dado Jesús. Podríamos decir que no estaban todavía maduros, que todavía no habían asumido plenamente el carácter universalista del mensaje de Jesús y siguen encerrados en la esperanza de la restauración de Israel. Sin embargo, y aunque sea de manera limitada, su actuación y el efecto que esta produce, deja entrever una última característica del mensajero de Jesús: su mensaje deberá producir en aquellos que lo acepten un cambio en la manera de vivir: la ruptura con el orden injusto que gobierna este mundo, la liberación de toda esclavitud y la victoria de la vida: «Ellos se marcharon y se pusieron a predicar que se enmendaran; expulsaban muchos demonios y, además, aplicaban unturas de aceite a muchos enfermos y los curaban» .
Estos son algunos rasgos que nos ayudarán a reconocer a los auténticos mensajeros: su mensaje deberá estar respaldado por la comunidad que lo vive y por la opción por la pobreza que su propia vida debe manifestar, y el efecto que deberá producir será libertad, fraternidad y alegría de vivir.
La gloria de Dios
A veces, los mensajeros se presentan diciendo que, como objetivo último, ellos buscan la gloria de Dios. Seguro que Amasías habría dicho que, cuando mandaba callar a Amós, él actuaba para que brillara con más fuerza la gloria de Dios. Pero, ¿en qué consiste esa gloria?
El proyecto de Jesús es la realización del designio de Dios. Y este designio no es otro que la felicidad de la humanidad. Naturalmente, para que la felicidad sea posible y sea plena hace falta que el hombre viva y se relacione con los demás en un contexto de libertad, igualdad y justicia y, como culminación de todo, de fraternidad. Todo eso como consecuencia de un hecho: el amor de Dios que nos hace hijos suyos o, más exactamente, que a todos nos brinda su amor y a todos se nos ofrece como Padre, para que, de ese modo, podamos estar consagrados y sin defecto a sus ojos por amor.
Dicho con otras palabras: Dios nos quiere y quiere que nos queramos. Para que eso sea posible, envía a su hijo, quien nos muestra el camino y nos indica cuáles son las exigencias para poder beneficiarnos de esa gloriosa generosidad de Dios. Si aceptamos ese amor, lo demostraremos en el amor a los hermanos, convirtiéndonos así en un himno a su gloria. La meta final no será otra que la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste.
He aquí otro rasgo que debería evitarnos cualquier confusión al tratar de identificar a los auténticos mensajeros del proyecto de Jesús: en ningún caso Dios puede aparecer como competidor del ser humano, en ningún caso la búsqueda o la relación con Dios pueden ser presentados como un pretexto para evadirse de los problemas de la humanidad. Y eso por una razón: porque Dios lo ha querido así.
El hombre es objeto de la preocupación de Dios, del Padre; y el Padre quiere que la felicidad de toda la humanidad sea la preocupación fundamental de cada uno de los seres humanos. Y esa es su gloria. En ningún caso Dios se sentirá celoso porque nos preocupemos demasiado por nuestros hermanos; al contrario: cuanto más amor tengamos por los hermanos más cerca estará la meta, la plena unidad de cielo y tierra, la más completa solidaridad -en el más profundo sentido de esa palabra- entre la humanidad y Dios; cuanto más amor fluya entre las personas de esta Tierra, con más intensidad brillará la gloria de Dios.
Quizá este rasgo sea el más difícil de encontrar en los mensajeros que hablan en nombre de Dios: una fe en Dios que no reniega de la fe en ser humano; una imagen de Dios que busca el encuentro con la humanidad, Dios solidario, Dios liberador, en definitiva, Dios Padre de una multitud de hermanas y hermanos.