Domingo 5º de Pascua - Ciclo B
Evangelio: Juan 15,1-8
15 1Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador. |
En diversos pasajes del Antiguo Testamento (Sal 80,9; Is 5,1-7; Jr 2,21; Ez 19,10-12) se usa la viña como símbolo de Israel, pueblo de Dios. Jesús, al usar esa misma imagen para referirse a sus discípulos en el momento en que se despide de ellos, afirma que, desde ahora, el único pueblo de Dios estará constituido por quienes estén unidos a él, raíz y tronco del que procede la vida que llega a la comunidad.
Pero esta comunidad ni debe sentirse cómodamente satisfecha por estar unida a Jesús, ni debe cerrarse en sí misma; ella es semilla de una nueva humanidad que tiene que estar abierta a la humanidad toda. La exigencia de dar fruto es doble: personalmente cada uno de los miembros debe conseguir que su modo de vida se transforme y se conforme cada vez más con el estilo de Jesús, el hombre nuevo; esto se consigue mediante la práctica del amor. El crecimiento personal es, pues, el primer aspecto del fruto.
Además, y como consecuencia de la universalidad de ese amor, la vida -la savia- que llega a cada uno de los miembros de la comunidad (las ramas) debe ofrecerse y comunicarse a quien quiera aceptarla: el crecimiento de la comunidad y de las comunidades es el segundo aspecto del fruto.
En cualquier caso hay una condición absolutamente necesaria para que este fruto sea posible: mantenerse unido a Jesús.
Resumiendo. Estas son las exigencias fundamentales que nos plantea este texto: nuestra unión con Jesús y la coherencia de nuestra vida con esa adhesión, nuestra responsabilidad en la construcción de la comunidad y, con la comunidad, nuestro compromiso en la transformación de nuestro mundo.