Montefrío, 15 de marzo de 2015
Rafael Jesús García Avilés
Sra. Alcaldesa de Montefrío, Sr. Cura Párroco, Hermanas y Hermanos mayores de las Cofradías y Hermandades de Montefrío, hermanas, hermanos, cofrades, público asistente:
La verdad es que no sé muy bien por qué me habéis elegido para este acto. No soy un experto en religiosidad popular. Y desde los 10 años no recuerdo haber pasado una semana santa completa en Montefrío. Tampoco soy experto en manifestaciones de religiosidad popular ni en imaginería religiosa…
Si sé por qué he aceptado.
Primero, quizá, por vanidad. Me siento orgulloso y agradecido de que hayáis pensado en mí. A mi manera, llevo a Montefrío en lo más profundo de mi ser. Y digo, a mi manera, porque para mí el ser montefrieño es mi manera de ser ciudadano del mundo, deseoso de ver que algún día, sin perder nuestra particular cultura y filosofía de la vida, todos los pueblos del mundo podamos formar una cofradía -esto es, una fraternidad, una hermandad- universal.
Y la segunda razón ya está anunciada en lo que acabo de decir: mi deseo de ver a la humanidad constituida en una familia común nace, precisamente, de lo que me habéis pedido que proclame: que dentro de unos días vamos a recordar y a celebrar unos acontecimientos que cambiaron el curso de la historia, es decir, que hace ya más de dos mil años un hombre en el que Dios quiso hacerse presente, Jesús de Nazaret, entregó su vida para que sea posible que un día los hombres, todos los hombres, varones y mujeres podamos llegar a ser y vivir como hermanos, hijos de un único Padre. Y esta es una de las ideas fuertes, sin duda la más potente, de las que han dado sentido a mi vida.
Porque, supongo, que lo que me pedís es que hable de lo que yo sé; y como la filosofía, que ha sido parte muy importante de mi actividad profesional no tiene mucho que decir sobre la Semana Santa, entiendo que lo que queréis es que os ofrezca una visión de la semana santa desde la biblia, desde el evangelio. Y eso es lo que voy a hacer.
Índice temático |
. Cuestiones previas |
1. Conociendo al mensajero |
2. A la escucha del mensaje |
3. Y por eso lo mataron |
4. Y por eso entregó la vida |
5. Pero Dios le dio la razón |
Textos de los evangelios de San Marcos y de San Juan que se comentan |
1.Marcos | 1,16-20 | 1,29-31 | 3,16-19 | 5,22-24.35-43 | 9,2-13 | 9,38-41 | 10,35-41 | 13 | 14,32-42 |
2. Juan | 13, 23- 25 | 18,15-27 | 18,16-17 | 19,25-27 | 19,28- 30 | 19,38-42 | 20,1-9 |
Cuestiones previas
Dos cuestiones previas: los evangelios no son libros de historia, en el sentido moderno de la palabra. Si lo fueran tendríamos un grave problema, porque los datos que nos ofrecen los tres primeros evangelios, insisto, si los entendemos como datos estrictamente históricos, son incompatibles con los que ofrece el cuarto. Los evangelistas quieren transmitir un mensaje y para ello, para ser fieles a ese mensaje, no les importa cambiar los hechos de orden, adornarlos, modificarlos o, incluso, inventarse algunos de ellos. Por eso, en cuanto al mensaje, no hay contradicciones, aunque la presentación que del mismo hace cada evangelista sea muy diferente. Y por eso es necesario interpretar cada pasaje, explicando los símbolos y tratando de descubrir la intención del autor. Voy a poner un ejemplo. Al final del evangelio de Marcos, inmediatamente antes de narrar la ascensión de Jesús, éste envía a sus discípulos a proclamar el evangelio a toda la humanidad, y añade: «A los que crean, los acompañarán estas señales: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en la mano y, si beben algún veneno, no les hará daño...» (Mc 16,17-18). ¿Verdad que a nadie se le ocurre interpretar estas palabras de Jesús al pie de la letra y, por ejemplo, tomarse una copa de veneno, confiado en que nada le sucederá? Por supuesto que no se trata de inventarse caprichosamente una interpretación más o menos ingeniosa de cada texto, sino de aplicar técnicas de análisis textual acreditadas por serios estudios de lingüística que nos permiten descubrir esas interpretaciones con garantía encontrar el sentido profundo de cada pasaje.
La segunda cuestión se refiere al la estructura que va a tener este “pregón”.
Al comienzo del evangelio de Juan, encontramos el relato de la llamada de Jesús a dos discípulos de Juan Bautista que, impulsados por el testimonio de éste comienzan a seguir a Jesús. Al verlo, dice el evangelista, Jesús se volvió y les preguntó: «Qué buscáis?»; a lo que estos responden con otra pregunta: «Maestro, dónde vives? Y Jesús les dijo: -Venid y lo veréis. Llegaron, vieron dónde vivía y aquel mismo día se quedaron a vivir con él.» (Jn 1,35-39)
Enseguida el evangelista revela la identidad de uno de aquellos dos discípulos, se trata de «Andrés, el hermano de Simón Pedro». Del otro discípulo no se dice nada, no se le volverá a mencionar hasta la última cena (Jn 13,23-26) y jamás será identificado, designándolo por su nombre, a lo largo del evangelio.
¿Quién es este discípulo misterioso? La tradición, apoyada en el párrafo con el que se cierra el evangelio y que comentaré más adelante, ha identificado a este discípulo con Juan, con San Juan Evangelista.
Primero vamos a conocerlo a él; después le pediremos que nos acompañe, para que nos vaya explicando cómo fueron y qué significado tienen los hechos que constituyen lo que recordamos y celebramos en Semana Santa: por tanto, en una primera parte, hablaremos primero de San Juan; en la segunda será San Juan el que nos hable de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús.
Y vamos a dejar que, primero, sea otro evangelista el que nos dibuje el perfil de este discípulo de Jesús, Marcos, en cuyo evangelio más veces se lo menciona.
Mc 1,16-20.
Jesús acaba de iniciar si misión con esta proclama: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios. Enmendaos y tened fe en la buena noticia»: Dios está a punto de intervenir para convertir este mundo en un mundo de hermanos -eso el reinado de Dios, un mundo en el que los seres humanos aceptan a Dios como Padre y, así, se convierten en hermanos unos de otros.
Impulsar ese mundo nuevo -una Tierra nueva y un cielo nuevo donde habite la justicia, que había anunciado Isaías- es la misión de Jesús; pero él no quiere realizarla solo. Por eso, enseguida, invita a dos parejas de hermanos a incorporarse a esa tarea: Simón y Andrés primero; después Santiago y Juan.
Esta escena nos da ya algunos rasgos que nos van a permitir ir componiendo su personalidad: Juan, junto con los otros tres llamados están trabajando: no pasan hambre, pero han de ganarse el pan con el abundante sudor que los empapa en la diaria brega de la mar. Trabajan en lo suyo; son los hijos del patrón o dueños de su medio de vida, de su barca; pero en ningún caso son dueños de otros hombres: no están siendo explotados ni son ellos explotadores. Son, por tanto, hombres libres, tienen al menos una mínima experiencia de libertad y saben apreciar el valor que la libertad tiene. Y son, dos a dos, hermanos; tienen experiencia de fraternidad, saben lo que es compartir la vida de un mismo padre. Y Por todo eso pueden escuchar la invitación de Jesús y responder libre y generosamente a ella, pueden sentir la necesidad de salvación y mostrarse solidarios con los que la necesitan más que ellos: «Dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los asalariados y se marcharon con él.» La respuesta es inmediata. Dejan a su padre -la figura que encarna la tradición, la autoridad y el poder- con los asalariados: se liberan de la autoridad de su padre y también del poder que un día habrían heredado ellos sobre los trabajadores; así comienzan a eliminar obstáculos para colaborar con la misión de Jesús: Ellos tendrán que proponer a otros hombres el proyecto del reinado de Dios, de un mundo de hermanos siendo así, pescadores de hombres: portadores de la buena noticia para ofrecerla a todos los que tengan hambre y sed de pan, de paz, de igualdad, de justicia, de amor..., invitando a quienes quieran escucharlos a organizar entre todos el mundo de tal modo que todas esas hambres encuentren hartura y descubriéndoles la gran y buena noticia de que Dios quiere ser Padre y no amo, para que siendo hijos y no siervos vivamos como hermanos.
Este fue el comienzo. A partir de ahora, Juan, que casi siempre aparecerá junto con su hermano Santiago, tendrá que ir haciendo un camino, removiendo obstáculos, levantándose después de serios tropiezos... Eran hijos de una cultura y creyentes en un sistema religioso que, en muchas cosas resultará incompatible con el proyecto que Jesús les va a proponer. Serán testigos de la ruptura de Jesús con el sistema vigente; y esas rupturas tendrán que ir produciéndose en el interior de los seguidores de Jesús. Lo vamos a ir viendo cómo repercute esa realidad en Juan, el hijo de Zebedeo.
Santiago y Juan pertenecían, según los datos que nos ofrecen los evangelios, al grupo de discípulos inicialmente más conservadores en lo religioso y, probablemente también, estaban imbuidos por una ideología nacionalista, de carácter excluyente que rayaba casi en el fanatismo. Por eso Jesús se hace acompañar de ellos, también de Pedro y en alguna ocasión también de Andrés, en los episodios en los que se va a escenificar la ruptura de Jesús con la ideología y las estructuras del viejo sistema religioso.
Mc 1,29-31.
Después de la llamada a los discípulos, Jesús tiene un primer encontronazo con el sistema religioso judío en la sinagoga de Cafarnaún y, enseguida nos encontramos de nuevo a Juan y los otros tres discípulos ya nombrados, que aparecen como testigos excepcionales de un curioso episodio: Jesús va a curar a la suegra de Pedro, afectada de una fiebre muy alta.
La rebeldía violenta contra la injusticia instalada en un sistema religioso pero que no se cuestiona en cuanto tal, está simbolizada en la fiebre de la suegra de Pedro, que impide a quien está afectado por ella, ejercer un valor esencial para el cristiano, el servicio. Primera lección que recibe Juan: ni se puede combatir la injusticia respetando el sistema que la produce, ni la violencia es un buen método para cambiar un sistema injusto: la alternativa, el servicio, sólo será posible si Juan se libera de esta fiebre ¿Lo conseguirá?
Mc 3,16-19.
En la lista de los doce apóstoles aparece, lógicamente, Juan. Pero, según el testimonio de Marcos, en el momento de la elección Jesús le pone, a él y a su hermano, un sobrenombre: Boanerges, los Truenos, literalmente los hijos del Trueno. Sólo a estos dos hermanos y a Simón les pone Jesús un apodo. El evangelista está avisando al lector que fije su atención en estos tres apóstoles. En el caso de Juan y de su hermano el apodo alude a un carácter más bien autoritario y a la ambición de mandar, de tener y ejercer el poder, como veremos más adelante.
Mc 5,22-24.35-43.
El episodio siguiente en el que aparecen es, una vez más, un relato que enseña que los viejos esquemas han quedado obsoletos, que la vieja religión ha dejado de ser fuente de vida por lo que hay que romper con ella si se quiere participar de la vida que llega de Dios a través de Jesús. Se trata de la revitalización de una niña. Jesús ya ha sido excomulgado por los dirigentes religiosos, que lo acusan de estar poseído por el demonio (Mc 3,22-30). En ese contexto un jefe de la sinagoga se acerca a Jesús a pedirle que salve a su hijita, que «está en las últimas». El padre y la hija son símbolo del sistema religioso y del pueblo respectivamente. La vida volverá a animar a la muchacha a medida que el padre rompe con su institución y se acerca a Jesús a quien lleva, delante de todo el mundo, a su propia casa a donde Jesús va acompañado sólo de tres discípulos, entre ellos Juan, nuestro San Juan. No sabemos qué pudo dejarlos más perplejos: si la expulsión de la sinagoga de Jesús o la incoherencia del jefe de la sinagoga al ir a buscar la salud, la salvación en quien había sido excomulgado.
Mc 9,2-13.
Pero este trío tenía que ser de ideas fijas, porque les costaba un trabajo enorme ir asimilando las novedades que les proponía Jesús de Nazaret.
Otro momento importante para Juan es lo que conocemos como la «transfiguración». Jesús acababa de decir a sus discípulos que su conflicto con los poderosos -los senadores, los sumos sacerdotes y los letrados- lo acabaría llevando a la muerte y que todos sus seguidores debían estar dispuestos a correr una suerte semejante; también les había anunciado que ni su muerte ni la de los suyos serían definitivas sino que, al final, vencería la vida (Mc 8,34- 38). Al notar que sus discípulos no quedaban demasiado convencidos, ofreció a tres de ellos, tal vez los más recalcitrantes, un anticipo de esa victoria. Es el evangelio de hace dos domingos: Jesús da a Pedro, Santiago y Juan, los discípulos más preocupados por el triunfo de Jesús o por su propio éxito, la oportunidad de gozar de una experiencia que les hará comprender que la muerte, que es un fracaso a los ojos de este mundo, no es, en realidad, una derrota. De este modo, Jesús les permite experimentar anticipadamente su victoria sobre la muerte. Jesús morirá, sí; pero su muerte no será para siempre.
Dos enseñanzas tuvo que aprender San Juan en esa experiencia: la primera que el único que habla en nombre de Dios es Jesús «escuchadlo a él», dice una voz desde el cielo. Moisés y los profetas (a quienes Pedro quería considerar al mismo nivel que Jesús) ya han terminado y cumplido su misión y, a partir de ahora, lo que ellos hayan dicho habrá de valorarse a la luz de la enseñanza de Jesús.
Y la segunda que la meta a la que se dirige Jesús y que también nos espera a nosotros es gloriosa, la victoria segura: vida definitiva. Pero para lograrla, hay que ganarla. Y puede que, en apariencia - el Padre hará que sólo sea en apariencia- , haya también que perderla. Y no valen atajos: no se puede llegar a la meta sin antes completar todo el camino.
La experiencia debió ser intensísima, pero Juan...
Poco después se van a producir dos episodios que revelan que su comprensión del mensaje de Jesús todavía no ha madurado; al contrario, aún está muy verde.
Mc 9,38-41.
En el primero de ellos es Juan, en primera persona, el que se dirige a Jesús para decirle que se ha tomado la libertad de prohibir a una persona que siguiera expulsando demonios porque, aunque lo hacía invocando el nombre de Jesús, dice Juan «no nos seguía a nosotros». Era otra de las dificultades que debió superar nuestro apóstol. Pensaba que lo que había que conseguir era tener muchos seguidores y que a quien había que seguir era a todo el grupo, «a nosotros». Y, además, estaba convencido de que nada bueno podía proceder de quienes no eran «de los nuestros». La respuesta de Jesús «El que no está contra nosotros está a favor nuestro» le indica que el objetivo es otro muy distinto.
Los «espíritus inmundos» que aparecen en el evangelio no son sino el símbolo de aquellas fuerzas interiores que nos impulsan a rechazar el proyecto de Dios, que quiere ser Padre de todos para todos vivamos como hermanos. Expulsar demonios o espíritus inmundos significa liberar a las personas de esas fuerzas negativas. Y dice Jesús que esa actividad, la haga quien la haga va en la misma dirección que la suya. En los evangelios de Mateo y Lucas, en un contexto diferente, Jesús pronuncia una frase que parece que contradice a esta de San Marcos y que ha sido muy utilizada, muy mal utilizada por cierto: «El que no está conmigo, está contra mí...» (Mt 12,30; Lc 11,23). En realidad las dos frases tienen el mismo significado: “ante la liberación del hombre nadie puede permanecer neutral: o se está a favor o se está en contra, y el que está a favor del bien y de la liberación del hombre..., aunque no sea de «los nuestros», está con Jesús y con sus seguidores”.
Mc 10,35-41.
En el siguiente episodio encontramos a Juan en compañía de su hermano. Y siguen mostrando que no han comprendido todavía la radicalidad del proyecto de Jesús.
La tradición más arraigada entre los paisanos de Jesús era que el Mesías sería un líder político-militar, que expulsaría de la tierra prometida a los invasores romanos y reinaría con justicia asegurando la paz para su pueblo. Juan y su hermano Santiago querían participar de ese proyecto, pero querían hacerlo a lo grande. Y se acercaron a Jesús para pedirle los dos puestos más importantes en su futuro reino: «Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda el día de tu gloria.» Querían los dos ministerios más importantes, diríamos hoy. Ellos cuando dicen «el día de tu gloria» están pensando en el día en que Jesús será proclamado rey de Israel. La respuesta de Jesús, para quien el día de su gloria tendrá un significado muy distinto, les debió resultar muy sorprendente.
Primero les pregunta si están dispuestos a jugarse la vida para que su proyecto, el de Jesús, se realice. Ellos, quizá no muy conscientemente, le dicen que sí. Pero enseguida Jesús cambia la perspectiva: su gloria no consistirá en un reino terreno, sino en el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte; y en esa gloria lo acompañarán los que aquí estén dispuestos a compartir su destino. Finalmente, Jesús, que se da cuenta de que el resto de sus discípulos tenían ambiciones parecidas, vuelve de nuevo la vista a esta Tierra para darles una lección fundamental: «Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, entre vosotros, el que quiera hacerse grande ha de ser servidor vuestro, y el que quiera ser primero, ha de ser siervo de todos». Entender las relaciones humanas como unas relaciones de poder, como hará en el siglo XIX un filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, nos convierte a todos en enemigos; por eso, el poder y el dominio de unos sobre otros han de ser sustituidos por otros valores, la igualdad y el servicio que, al ser expresión del amor, hace libre a quien recibe el servicio sin convertir en siervo al que sirve.
Mc 13.
Poco antes de comenzar el relato de la pasión -de nuevo se nombra a Pedro, Santiago, Juan y Andrés (Mc13,3)- Jesús imparte la última lección teórica a nuestro san Juan, lección que contiene una triple enseñanza:
En primer lugar, les anuncia que los poderes que oprimen al hombre se irán derrumbando pues son contrarios al sentido que Dios quiere dar a la historia de la humanidad.
En segundo lugar que el compromiso de Dios con la historia no supone que el Padre vaya a arrebatar al hombre el protagonismo de su existencia: el impulso que llega de arriba, tendremos que hacerlo eficaz los que habitamos aquí abajo.
Y, en tercer lugar, que el futuro que trasciende esta historia no está en nuestras manos, sino en las de Dios. Por eso, porque ese futuro está en buenas manos, no nos debe servir de pretexto para evadirnos de la construcción de un mundo fraterno aquí y ahora.
Mc 14,32-42.
La última vez que se nombra a San Juan en el evangelio de Marcos es en el huerto de Getsemaní (14,33). Jesús pide a Pedro, Santiago y Juan que lo acompañen mientras él se dirige a orar al Padre, pero ellos se quedan dormidos, no son capaces, (todavía! de seguir a Jesús hasta el final en su compromiso de entrega por amor a toda la humanidad. Las palabras que Jesús les dirige cuando los encuentra dormidos son a la vez palabras de estímulo y de advertencia. De estímulo, porque los orienta hacia el amor sin medida, al estilo de su propio amor. De advertencia, porque el sueño, los obstáculos para llegar hasta el final en esa dirección, serán muchos y siempre estarán presentes tratando de aprovechar la debilidad humana: «Manteneos despiertos y pedid no ceder en la tentación: el espíritu es animoso, pero la carne es débil.» En su evangelio, Juan traducirá esta exhortación de Jesús con lo que conocemos como el mandamiento nuevo (Jn 13,34).
Lo que hemos conocido hasta este momento nos presenta un perfil aparentemente negativo de San Juan; pero no debemos entenderlo así. Se trata del camino que debió recorrer un hombre sencillo y honrado, pero que, de buena fe, no había tomado conciencia de la corrupción que había contaminado las estructuras religiosas de Israel, por lo que tuvo que vivir un proceso de renovación muy profundo y posiblemente muy difícil hasta llegar a adoptar una actitud radicalmente distinta a la que tenía cuando, en la ribera de mar de Galilea oyó la llamada de Jesús y lo dejó todo, su futuro económico, su familia, su padre... y se fue a vivir con Jesús una aventura que sería, al mismo tiempo, difícil primero, dolorosa, después y llena de ilusión y esperanza finalmente.
En el cuarto evangelio, es decir, en el de san Juan, este apóstol no aparece ni una sola vez, con su nombre. En su lugar aparece un discípulo misterioso, al que a veces se refiere el evangelista como «el discípulo que Jesús quería» y que en las últimas líneas del evangelio se identifica con el autor del mismo: «Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es digno de fe.» (Jn 21,24).
De acuerdo con la tradición más antigua de la Iglesia [Ireneo de Lyon (Adversus Haereses II, 22, 5; Adversus Haereses III, 1, 1: siglo II); San Agustín (Comentarios al Evangelio de Juan LXI, 4: siglo IV); San Juan Crisóstomo (siglo IV), y más tarde San Gregorio y Beda el venerable] vamos a mantener la identificación del apóstol San Juan con el autor del cuarto evangelio. Porque, quizá esto sorprenda a los hermanos de la Cofradía de San Juan Evangelista, en ningún lugar del cuarto evangelio se afirma que el autor del mismo sea Juan el hijo de Zebedeo. Pero esa identificación no tiene demasiada importancia. Porque lo que el autor del cuarto evangelio pretende es presentarnos a través de ese personaje lo que debe ser un verdadero discípulo de Jesús: el discípulo amado es el modelo de discípulo.
Sin entrar en las discusiones de los especialistas, y dado que en el cuarto evangelio no se nombra a ningún discípulo de Jesús con el nombre de Juan vamos a dar por buena esta explicación: Juan no quiere aparecer con su nombre porque lo que nos quiere presentar no es su biografía, sino la nueva realidad, la nueva personalidad que ha ido configurándose en él a medida que ha ido aceptando las enseñanzas de Jesús. Tal vez por eso, la expresión que traducimos por «el discípulo amado» o «el discípulo al que Jesús quería» no aparece hasta la escena de la última cena, aunque se puede identificar con ese otro discípulo que aparece al inicio del evangelio, al que nos hemos referido al comienzo de este pregón. Es como si el autor nos quisiera transmitir esta clave de lectura del evangelio: “el discípulo amado es aquel discípulo innominado del principio, pero transformado por la vida compartida con el Maestro, reconfigurado por el contacto con Jesús y por la asimilación con su mensaje”; en una palabra: el «discípulo amado» es el modelo de discípulo en tanto que se identifica plenamente con la persona, las causas y el proyecto de Jesús, el Maestro. Esa puede ser la causa última de su anonimato: él quiere ser modelo sólo por una única razón: porque su único modelo es Jesús de Nazaret; y así debe ser en todos los que se decidan a hacerse sus discípulos. Quedaría así corregido el error del que nos habla San Marcos, cuando Juan prohibió a un desconocido expulsar espíritus inmundos en nombre de Jesús porque... «no nos seguía a nosotros».
Jn 13, 23- 25.
El discípulo al que Jesús quería aparece por primera vez en las última cena. Reclinado justo al lado de Jesús (era costumbre comer medio acostados en divanes, con lo que la cabeza de cada uno quedaba a la altura del pecho del vecino). Esa cercanía a Jesús simboliza su identificación con él. Este discípulo se caracteriza, por tanto por haberse identificado plenamente con Jesús, identificación a la que Jesús responde con su afecto, con su cariño, con su amor. Y a ese amor responde el discípulo con amor a los hermanos. Jesús acababa de anunciar que uno de los presentes lo va a traicionar. Pedro le pide al discípulo sin nombre - Juan, para nosotros- que le pregunte a Jesús quién es el traidor. Jesús lo identifica con un gesto que nadie más que este discípulo sabe interpretar. Y aquí acaba todo. El discípulo no delata al traidor, porque para un seguidor de Jesús, ni siquiera el que vende a Jesús puede quedar fuera del ámbito de su amor. Enseguida Jesús formulará el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor (Jn 13,34).
Esa calidad de amor, que como el amor de Jesús no excluye a nadie, constituye la fuerza más poderosa de la comunidad cristiana (el discípulo amado, al mismo tiempo que modelo para todos los seguidores de Jesús, es simbólicamente representativo de toda la comunidad cristiana, porque es la fuerza que nos permite hacer visible a Dios en el mundo: «A la divinidad nadie la ha visto nunca; si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.» (1Jn 4:12).
Jn 18,15-27.
Fiel, hasta el final, en medio del conflicto y enfrentándose al peligro de ser también detenido con él, sigue a Jesús hasta dentro del patio del Sumo sacerdote a donde habían lo habían conducido detenido. En realidad lo siguen dos, Pedro y ese otro discípulo del que nunca se da el nombre. Pero es este último, el único que llega hasta el final. Pedro con el que se había acercado, no se atreve a entrar hasta que el discípulo lo hace pasar adentro; pero al final, éste último, sentirá miedo y negará a Jesús. Juan, o mejor, el discípulo cuyo nombre se mantiene siempre oculto, sin embargo continuará. Y lo volveremos a encontrar de pie, junto a la cruz.
Jn 18,16-17.
Pero antes dirijamos nuestra mirada a Jesús, camino del calvario, con la cruz a cuestas.
¿Cómo es posible que alguien que pasó por este mundo haciendo el bien, según palabras de san Pedro recogidas en los Hechos de los Apóstoles (10,38), pudiera acabar, acusado por la jerarquía religiosa de su país, torturado, condenado a muerte y ejecutado como un peligroso rebelde?
En el juicio ante las autoridades judías, en casa de Anas y Caifás le preguntan a Jesús sobre su doctrina y sus partidarios (18,19). Sobre sus discípulos, Jesús responde: ya los reconocerán cuando pongan en práctica su enseñanza (Jn 13,35). En cuanto a la doctrina, dice Jesús, no era un secreto y los dirigentes la conocían bien, pues él había hablado públicamente. (Claro que conocían bien la predicación de Jesús! Y por eso lo persiguen Y por eso buscan su muerte.
En realidad, desde la perspectiva del sistema de poder establecido, Jesús había hecho suficientes méritos para verse como se veía. La cruz que carga a lo largo de la Vía Dolorosa es el resultado que cabría esperar del conflicto que provoca su palabra y su vida. Había anunciado que las antiguas instituciones de las que los dirigentes político-religiosos se sentían garantes iban a ser sustituidas: la alianza de Moisés se había quedado petrificada, reducida a una ley fría que no salva y será sustituida por una nueva alianza fundada sobre un cimiento vivo y vivificador, el amor (Jn 2,1- 11). El templo ya no es la casa de Dios: los responsables lo han convertido en una casa de negocios en beneficio propio (2,12- 22); por eso, en adelante, en templo en el que Dios se hará presente será la persona de Jesús, y la persona de todos los que escojan como modo de vida, el que propone el Nazareno (Jn 14,23). La ley, la que siempre hemos llamado la ley de Dios, tampoco vale ya para salvar al hombre; lo que salva es el amor de Dios que en Jesús, el Nazareno, ha llegado a manifestarse: «Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su hijo único, para que todo el que le presta su adhesión, tenga vida definitiva y ninguno perezca» (2,23- 3,21). Tampoco son válidos los que se habían atribuido el papel de mediadores entre Dios y los hombres; ya no son necesarios puesto que Dios ha querido hacerse presente entre los hombres con rostro y con cuerpo humano en el Nazareno (3,22- 4,3). Y, ni siquiera las ceremonias religiosas que se celebraban en el templo tienen valor alguno porque, el culto que Dios quiere recibir es la práctica del amor y la lealtad (3,4- 45). Decir todo esto en una sociedad teocrática en la que las instituciones religiosas se confundían con el gobierno y el poder político, era un descarada provocación y, por tanto, algo verdaderamente peligroso.
Pero además de decir que las instituciones antiguas que, recordemos, según la fe de su pueblo eran instituciones sagradas pues tenían su origen en Moisés y, en último término, en el mismo Dios, estaban ya caducadas, Jesús hizo cosas expresamente prohibidas por la ley; curó en sábado para enseñar que la ley mantenía enfermo y esclavizado al pueblo y que el bien del ser humano está por encima de cualquier ley (5,1- 15), identificó la tierra de Israel como tierra de esclavitud y se propuso a sí mismo como pan de vida, alimento para el nuevo éxodo, nuevo y definitivo proceso de liberación (6,1- 40); acusó a los dirigentes de convertir la religión en un negocio (2,16), les negó el derecho de llamarse hijos de Abraham o de Dios, los llamó hijos - partidarios e imitadores en sus acciones- del diablo, mentirosos y homicidas (8,31- 59) y les echó en cara que eran malos pastores pues en lugar de buscar el bien del pueblo lo explotaban en su propio beneficio (10,8- 10). Por eso, desde hacía mucho tiempo, los dirigentes buscaban la muerte de Jesús (5,16.18; 7,25- 30.32; 8,59; 10,39). De hecho, la sentencia estaba ya acordada cuando empezó el juicio. Caifás, sumo sacerdote, usando como pretexto el bien del pueblo para defender su posición, había pronunciado la sentencia: «Os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera» (11,47,53).
Sin embargo, cuando llevan a Jesús ante Pilado, no presentan ninguna de las razones que les habían llevado a buscar la muerte de Jesús: la acusación consiste en decir que es un malhechor que merece la muerte (18,30- 32), que debía morir por hacerse hijo de Dios (19,7) y que al declararse rey de los judíos se hacía enemigo del César. Esta última acusación la manejaron con habilidad los dirigentes de Israel, poniéndose del lado del rey que quitaba la libertad de su pueblo - «no tenemos más rey que el César» (19,9- 16) dijeron, renunciando así al reinado de Dios que habían anunciado ya los profetas- y poniéndose en contra de quien estaba dispuesto a dar la vida para alcanzar la plena libertad y la dignidad de hijo de Dios a todo ser humano que quisiera aceptarlas; con esa acusación consiguieron meter el miedo en el cuerpo - en la ambición- de Pilado, que podría aparecer como desleal si no castigaba tal delito (19,12). Y Pilado no quiso arriesgar su posición, su cargo, sus privilegios... Y cedió a la pretensión de los sumos sacerdotes: «Entonces, al fin, se lo entregó a ellos para que fuese crucificado. Tomaron, pues, consigo a Jesús y, cargando él mismo con la cruz, salió para el que llamaban “lugar de la Calavera” (que, en la lengua del país, se dice Gólgota).» (Jn 19,16b-17).
El evangelio narra con esta extrema sobriedad todo el “Vía Crucis”, todo el camino que Jesús tuvo que hacer con la cruz a cuestas. Y con la misma sobriedad relata la crucifixión: «allí lo crucificaron y, con él, a otros dos, a un lado y a otro; en medio, a Jesús.» (Jn 19,18).
Ya tenemos a Jesús en la cruz, acusado de un delito político: pretender ser “rey de los judíos”, según reza el cartel colgado en la cruz: Jesús, el Nazareno, el Rey de los judíos.
- En una sociedad organizada alrededor de la religión Jesús se enfrentó con los dirigentes religiosos y los acusó de que, en nombre de Dios pero en beneficio propio, justificaban y apoyaban la injusticia, la explotación de los pobres y la opresión del pueblo.
- En una sociedad organizada alrededor del dinero, Jesús se puso de parte de los pobres y proclamó que lo que Dios quiere es que compartamos solidariamente en lugar de acumular los bienes que sólo a Dios pertenecen.
- En un Mundo fundado en el poder de la violencia se presentó como rey sin ejército y con la sola fuerza de su amor.
Y no se lo perdonaron.
Y por eso lo mataron.
No se describe el dolor ni el sufrimiento. El relato de la crucifixión y muerte de Jesús es extremadamente sobrio, porque no es el sufrimiento lo que al evangelista le interesa destacar. Tampoco dice el evangelio de Juan que los que crucifican junto a él, uno a cada lado, sean dos malhechores; más bien parecen su corte, los primeros que lo siguen hasta el final.
El letrero sobre la cruz se convierte en acusación contra los jerarcas judíos, que pretenden modificarlo. Al no conseguirlo, el letrero queda definitivamente como proclamación de la realeza de Jesús; clavado por encima de la cabeza del crucificado explica el modo según el cual Dios quiere que su Hijo sea Rey, la manera en la que Dios se manifiesta como amor para toda la humanidad (la multiplicidad de lenguas -latín, hebreo y griego- en que está escrito el cartel, expresa la universalidad de esta nueva Escritura).
Jn 19,25-27.
Tenemos a Jesús ya crucificado. Y al pie de la cruz el evangelio nos vuelve a hablar de aquel discípulo predilecto de Jesús, junto con María Magdalena y María, la madre del crucificado.
Nosotros podemos identificar aquí a María con la advocación de La Dolorosa, La Virgen de los Dolores. Y si entendemos que en el sufrimiento de Jesús están representados los sufrimientos de todos los seres humanos, especialmente los que son consecuencia de la injusticia, en el dolor de María su madre sabemos que está presente el dolor de las madres de todos los crucificados de la historia.
Jesús, desde la cruz, se dirige a su madre y la dice «Mujer, mira a tu hijo» y a continuación se dirige al discípulo con estas palabras «Mira a tu madre». Y añade el evangelio: «Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa». Una doble lectura podemos hacer de esta escena. Al pie de la cruz hemos visto a Nuestra Señora Santísima Virgen de los Dolores; y a partir del momento en el que Jesús entregue el espíritu, la veremos como Nuestra Señora de la Soledad. Ahí están pues representadas dos advocaciones de vuestras hermandades. Jesús no quiere que su madre sufra; Jesús no quiere dejar a su madre sola en el mundo; y será el cariño del discípulo al que Jesús quería, el que responda a ese afecto mitigando con su amor, el dolor y la soledad de María. La tradición de Montefrío representa anticipadamente esta relación de apoyo y afecto entre San Juan y la Virgen en la escena de los “recaícos”, (1) tradición según la cual habría sido San Juan quien le dio a María la noticia de la detención y la condena de su Hijo. Esta sería la primera lectura.
Pero hay una segunda lectura. La muerte de Jesús, su eficacia salvadora, no podía dejar fuera a ningún pueblo, ni siquiera al pueblo judío. Sus dirigentes habían consumado la traición al Dios que decían representar pidiendo la muerte de su Mesías, de su enviado y declarando que no tenían más Rey que el emperador de Roma. Ellos se habían puesto frente a la persona y al proyecto de liberación y salvación que Jesús encarnaba. En los escritos de los profetas, que en múltiples ocasiones denuncian a los dirigentes y a la mayoría del pueblo por haber traicionado al Dios que los liberó de la esclavitud y haber vuelto a reproducir las estructuras injustas de las que Dios había liberado al pueblo al sacarlo de Egipto, se deja al margen de esta denuncia a un pequeño grupo, un resto, dicen, que se mantiene fiel al Señor. De ese resto procede Jesús. En muchos pasajes de los evangelios, María madre/origen de Jesús, representa a ese resto fiel. El discípulo, por su parte, decíamos antes, representa a la comunidad cristiana. La escena, por tanto, simboliza la integración del Israel fiel en la comunidad cristiana: la universalidad de la salvación que nace de Cristo crucificado -anunciada en un pasaje anterior- se completa al acoger la comunidad de Jesús -el discípulo- al resto de Israel, la Madre, el origen humano de Jesús.
Hemos visto las razones por las que sus enemigos decidieron acabar con Jesús. Pero él, ¿por qué no evitó ese trágico final? ¿Por qué aceptó la muerte?
Ya hemos dicho que no hacía falta saber mucho para darse cuenta de que Jesús, actuando como lo hacía, acabaría mal. El era consciente de ese riesgo, y conscientemente lo aceptó. Inmediatamente después del episodio del lavado de los pies, Jesús había dicho a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27): con estas palabras estaba aceptando su muerte. Y en seguida formuló su mandamiento, en el que él se ponía a sí mismo como medida del amor: «como yo os he amado» (Jn 13,34). Esa fue, pues, la razón: el amor; el amor a la humanidad, incluido Judas (Jn 13,26), incluidos también los que lo mataron. Un amor que llega hasta dar la vida en favor de aquellos que se la arrebatan.
Esta fue la razón por la que Jesús asumió el riesgo de morir a manos de aquellos a los que no les interesaba que nada cambiara: el amor a la humanidad, la necesidad de dar al hombre la posibilidad de transformar definitivamente la esclavitud en libertad, la miseria en solidaridad, la tristeza en alegría, la muerte en vida, el egoísmo en amor, la desesperación en esperanza. Por eso se dejó matar: por amor a la humanidad; para que los hombres pudieran ser, ahora y siempre, felices.
Para que este proyecto fuera posible, se dejó colgar de una cruz, el más cruel suplicio de aquel imperio. Desde la perspectiva humana, no era un trono, sino un patíbulo; no era un privilegio, sino una tortura. Y no fue consecuencia de la voluntad de Dios, sino del odio de los poderosos. Pero, a pesar de todo ello, Jesús aceptó la cruz... por amor. Por amor a la humanidad, por amor a todas las víctimas de la injusticia de toda la historia. Por eso la cruz, aceptada no por ser cruz, sino como signo del libre don de sí mismo, se convirtió en el emblema de los cristianos.
Porque hay que dejar clara una cosa: Dios no quería la muerte de Jesús, como no quiere la muerte ni el sufrimiento de nadie. El Padre de Jesús no es un dios sanguinario, sediento de sangre que exige el sufrimiento de su hijo para que merezca el perdón de todos sus hermanos; pensar o decir eso roza la blasfemia. Lo que los evangelios nos dicen, y en especial el cuarto evangelio, el de Juan, es que el Padre quiere que Jesús sea fiel a su compromiso de amor a la humanidad; y son los enemigos del amor los que lo persiguen, torturan y ejecutan; ellos son los que desean y buscan su muerte. Lo que el Padre quiere de Jesús es no es su sufrimiento, sino que muestre cual es la medida del amor.
El modo en que se refiere el evangelista a la muerte de Jesús, poniendo de relieve el carácter libre y voluntario de su entrega, y los elementos simbólicos que introduce a continuación revelan que esta es una muerte distinta, porque no es definitiva y porque es fuente de vida. Así, la sangre y el agua que manan del costado de Jesús representan, al mismo tiempo, su muerte, su entrega - la sangre- y la vida que brota del amor que en esa muerte se expresa - el agua. El don de la propia vida supone y se expresa en el don del Espíritu, que comunicará a los que lo acepten la misma vida de la divinidad y la capacidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios. Y éstos, amando con ese amor, abrirán la posibilidad de una nueva sociedad humana en la que Dios sea Padre de todos y todos sean y se quieran como hermanos. He aquí, totalmente abierta, la posibilidad de salvación definitiva para la humanidad.
Jn 19,28- 30.
Quiero poner de relieve un detalle más: al narrar la muerte de Jesús, Juan no dice que expiró, sino que «entregó el espíritu», conectando así este momento con el relato de la creación, en el libro del Génesis, en donde se dice que «el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Gn 1,2); así el evangelista nos está indicando que se ha completado la creación con el don que hace Jesús de sí mismo y del Espíritu en la última y máxima prueba de amor. Porque aquella muerte, no es tal, sino el nacimiento de un hombre nuevo, el comienzo de una nueva humanidad.
Jn 19,38-42.
La sepultura de Jesús que nosotros recordamos en la procesión del Santo Entierro, aunque los que la preparan no lo saben, será algo pasajero. Nicodemo y José de Acicatea preparan el cuerpo de Jesús como si aquella muerte fuera ya definitiva: tanto el uno -un fariseo de buena voluntad, Nicodemo- como el otro, -un discípulo secreto de Jesús, José de Acicatea-, están indignados por la injusticia cometida y quieren mostrar su protesta por esa injusticia honrando el cadáver del injustamente ajusticiado. Pero están convencidos de que en aquel sepulcro queda enterrada toda esperanza. “Atan” a Jesús con lienzos, dice literalmente el evangelio, porque consideran que la muerte de Jesús ya no tiene vuelta atrás. La derrota se ha consumado, la vida de Jesús se ha terminado, definitivamente. Eso es lo que ellos creen.
El evangelista, en cambio, mediante un bellísimo juego de símbolos, nos anuncia, desde el relato mismo de la muerte de Jesús, como hemos visto, que la muerte de Jesús no es para siempre y que su entrega no ha sido una derrota.
Ese es el sentido que tiene el situar la sepultura de Jesús no en un cementerio, sino en un huerto, que recuerda el jardín del Edén, anticipando de este modo la resurrección que será presentada como una nueva creación (Jn 20,21); por eso, dice el evangelista, que lo depositaron en un sepulcro nuevo, y por eso no dice que la tumba quede cerrada por losa alguna (ver Mt 27,60; Mc 15,46). Todas estas indicaciones señalan hacia una nueva experiencia de la muerte por la que muchos otros pasarán en el futuro: una muerte que será sólo un paso entre dos modos de vida.
Pero Dios le dio la razón
Jn 20,1-9.
Por eso el evangelista pasa sin transición alguna, de la noticia de la sepultura -«En el lugar donde lo crucificaron había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo donde todavía nadie había sido puesto. Por ser día de preparación para los judíos, como el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.» (Jn 19,41-42) al relato de la resurrección: «El primer día de la semana, por la mañana temprano, todavía en tinieblas, fue María Magdalena al sepulcro y vio la losa quitada.» (Jn 20,1).
Ya es por la mañana, pero María Magdalena, todavía está en tinieblas. De esta manera nos señala el evangelista que la comunidad de Jesús, -representada en el relato de la sepultura por José de Acicatea y en el episodio siguiente por María Magdalena, Pedro, y el discípulo predilecto-, todavía no se ha liberado del todo del miedo a la muerte, del dominio de la tiniebla, porque aún no habían entendido aquel pasaje donde se dice que tenía que resucitar de la muerte (20,9).
Primero María, después Pedro y el otro discípulo van buscando el cadáver de Jesús. Pero no lo encuentran. El sepulcro está vacío.
María, al no encontrar en el sepulcro al Señor y corrió, asustada, a avisar a los discípulos. El sepulcro estaba vacío y los lienzos con los que habían atado a Jesús después de su muerte estaban allí como testigos silenciosos de su libertad, prueba del triunfo del amor y de la vida.
Ante el anuncio de María, reaccionan dos discípulos: Pedro, el que había negado a Jesús porque en el fondo creía que la muerte es más fuerte que el amor (Jn 18,16.25- 27), y el que siguió a Jesús hasta la sala del juicio y lo acompañó hasta la misma cruz (Jn 18,15; 19,26), expresando así su que estaba dispuesto a dar la vida, por amor, con él.
Pedro todavía no se creía que el amor es más fuerte que la muerte, no aceptaba que para construir un mundo nuevo hay que romper con los valores del antiguo. Seguía sin querer abandonar del todo las creencias que compartía con los que habían llevado a Jesús hasta la muerte. Hacía muy poco que, al verse en la necesidad de dar testimonio de Jesús, había sentido miedo y negó ser uno de sus discípulos y cuando Jesús fue crucificado se mantuvo bien alejado de la cruz.
El otro discípulo, el que había seguido a Jesús hasta el último momento, el único que estuvo presente al pie de la cruz mientras Jesús estuvo colgado en ella, junto a la madre de Jesús y a otras mujeres, representa a todos los que están dispuestos a seguir hasta el final a Jesús. Allí, ante Jesús crucificado, fue testigo de que la vida cuando se entrega por amor, es fuente de más y más vida. Por eso sólo él supo interpretar los signos que tenían ante sí. Por eso al llegar al sepulcro «vio y creyó». Él su supo ver la nueva luz que alumbraba aquella aurora, para él sí que se disiparon las tinieblas de aquella terrible noche.
Desde esta nueva perspectiva seguro que comprendió íntegramente todo lo que había sucedido en los últimos días; y seguro que leyó con otra luz el cartel que Pilado había mandado colocar sobre la cabeza de Jesús. Y sin duda que comprendió de qué manera se había cumplido en toda su integridad la profecía de Zacarías: aquel rey justo, pacífico y humilde, era también un rey victorioso.
La muerte de Jesús ha sido un hecho real, doloroso, cruel, injusto y trágico; pero ya pertenece al pasado. Ha comenzado una nueva etapa - la definitiva- de la creación, de la que éste es el primer día.
Sólo uno de los discípulos, del que no se dice el nombre, descubre que lo que tienen ante sus ojos es la prueba de que la muerte ha sido vencida. Y cree.
Ese discípulo es el que ha escrito el cuarto evangelio. El cierre de la obra parece que no está escrito por su autor, sino por sus lectores, por sus destinatarios: «Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es digno de fe.» (Jn 21,24) Es la comunidad la que habla. Su experiencia, lo mucho que ha cambiado su vida gracias al encuentro con Jesús, el Nazareno es la garantía de su testimonio. Es como si dijeran: “Conocer a Jesús, el Mesías, conocer su mensaje nos ha cambiado la vida tanto, que podemos decir que lo que en este escrito se dice es auténtico, es verdad.” ¿Y qué es lo que ha cambiado tanto? En otro escrito del mismo autor, en la primera carta de San Juan, encontramos esta afirmación: «Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida: lo sabemos porque amamos a los hermanos». La comunidad de seguidores de Jesús y cada uno de ellos saben que su vida es participación de la vida del mismo Dios; y lo saben porque aman con la misma calidad de amor que se manifestó en la cruz de Cristo. Por eso nuestras procesiones y las celebraciones litúrgicas mediante las cuales representamos y conmemoramos esa muerte y los hechos que la rodearon no pueden quedarse en un simple recuerdo, ni en un homenaje a quien fue víctima de una injusticia; deben tener la misma intención que tuvo San Juan al describir estos hechos en su evangelio: «El que lo ha visto personalmente deja testimonio - y este testimonio suyo es verdadero, y él sabe que dice la verdad- para que también vosotros creáis.» (Jn 19,35).
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(1) Para los lectores que no conozcan la Semana Santa de Montefrío.
La procesión de la mañana del Viernes Santo tiene un momento en el que se quiere representar la especial relación de San Juan con Jesús y con su madre, María. Lo que en ese momento se representa es la tradición que considera que fue San Juan quien dio a María la noticia de la detención y condena de Jesús. Así describe este momnento el programa de Semana Santa de este año 2015:
Ubicados los tres tronos en sus lugares correspondientes, la acción o acto de los recaícos comienza con la aproximación de San Juan a la imagen del Jesús el Nazareno, a quien después de presentarle tres reverencias de respeto se aproxima a él y le da el recaíco, alejándose posteriormente, sin darle la espalda y volviendo a dar otras tres reverencias.
Tras esta primera acción, San Juan se dirige corriendo en busca de la Virgen de los Dolores, aproximándose a ella, le da tres reverencias y posteriormente le da el segundo recaíco, retirándose de ella con otras tres reverencias y echándose hacia un lado, para acompañarla en paralelo, mientras la Virgen se dirige hacia la imagen de Jesús Nazareno.
La Virgen de los Dolores se aproxima al Señor, le hace tres reverencias, le da un tercer recaíco y se aleja de Él haciendo otras tres reverencias, dándose de este modo por terminado el acto de los recaícos ; y las tres imágenes continúan la procesión hasta su templo de custodia.
"recaíco", como habrán adivinado, no es sino un diminutivo muy granadino, muy montefrieño, de "recado".
Nota.- Abundante testimonio gráfico de la Semana Santa de Montefrío se puede encontrar en la red, en especial en "Patrimonio de Montefrío", de donde he tomado prestadas algunas de las imágenes que ilustran este pregón, por lo que doy las gracias a los administradores de la citada página.