Domingo 24º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

15 de septiembre de 2024
 

Hasta donde lo pida el amor

     Entregar la propia vida para conseguir que la vida sobreabunde para todos. Eso es lo que significa cargar con la cruz para seguir a Jesús. No se trata de valorar el sufrimiento; porque lo que da valor a la cruz es el amor que en ella se manifiesta. Cargar con la cruz significa estar dispuestos a amar a la humanidad y luchar por la dignidad, la vida, la libertad, la felicidad de la persona hasta donde sea necesario, hasta donde lo exija el amor.

 



Una sordera persistente


     Persistente la sordera de Pedro y los discípulos. A pesar de la insistencia de Jesús, siguen pensando que lo que se ha dicho siempre es lo único que vale. Por eso Jesús les manda callar. No basta con que afirmen que Jesús es el Mesías, porque, como se verá en seguida, el Mesías de Pedro no es el Mesías de Dios, sino el de los hombres.
    En el Mesías tenían puesta su esperanza los nacionalistas israelitas para alcanzar la liberación de su pueblo. Pero no era esa la tarea del Mesías. Y no porque a Dios no le importara la opresión de su pueblo: Él había dejado claro a lo largo de la historia que estaba en favor de la libertad de los hombres y de los pueblos. Pero había llegado ya la hora de todas las gentes, de todos los pueblos. Para los discípulos de Jesús, en cambio, la liberación que, de nuevo, Dios ofrecía debía ser, creían, sólo para ellos. Todavía no habían descubierto, ni ellos ni quienes compartían su mentalidad, que el proyecto de Jesús es algo totalmente nuevo y definitivamente universal, que supone una ruptura radical con cualquier actitud excluyente; por eso, y a pesar de que Jesús les ha limpiado ya los oídos, siguen sin entender su mensaje. ¡No hay peor sordo que el que no quiere oír!

 

El camino del Mesías

    Por eso a Pedro le parece una barbaridad que Jesús diga que va a ser rechazado, perseguido y llevado a la muerte por los dirigentes del pueblo, senadores, sumos sacerdotes y letrados. No es ése el camino que debía seguir el Mesías según las tradiciones que ellos habían recibido; al contrario: el itinerario del descendiente de David debía ser el del triunfo y la gloria para sí y para el pueblo que Dios se había elegido en propiedad.    Es posible que Pedro tuviera una actitud crítica frente a los dirigentes de su nación; por eso, ellos esperaban que el Mesías juzgara y castigara severamente a los dirigentes que no hubieran sido fieles a la Ley de la Antigua Alianza; pero dejarse vencer precisamente por ellos... ¡eso sí que no podía ser!
    El hijo de David (el mesías que se esperaba, descendiente de David que devolvería a su nación el antiguo esplendor) no deja sitio para el Hijo del Hombre. La mentalidad nacionalista de los discípulos de Jesús excluye la idea de un Dios que no se dedica a justificar el dominio de unos pueblos a otros, sino que ofrece a todos la posibilidad de vivir como hermanos. Por eso Pedro no entiende otro camino que el de la conquista del poder, el del éxito, el de la gloria humana y no entiende que el don, la entrega de la vida por amor, no es una derrota, no es muerte definitiva. Por eso el anuncio de la muerte suena tan fuerte y tan mal a sus oídos que le impide escuchar las palabras que se refieren a la resurrección.
    La propuesta de Pedro equivale a una tentación, como las que Jesús superó en el desierto; por eso Jesús llama Satanás a Pedro. Y le insta a que rompa de una vez por todas con sus ideales humanos y se ponga a seguirlo a él: «¡Ponte detrás de mí, Satanás!, porque tu idea no es la de Dios, sino la de los hombres.»

 

Satanás: enemigo del hombre

    El amor por «lo suyo» convierte a Pedro en enemigo del hombre (Satanás no aparece nunca en la Biblia como el adversario de Dios, sino como el acusador, el adversario o el enemigo del hombre). Y precisamente porque su «idea no es la de Dios, sino la humana».
    A muchos puede parecerle una contradicción: la idea de Dios es más favorable a los hombres que la idea de los hombres mismos. Lo que Dios quiere para el hombre es mejor que lo que los hombres esperan de él, mejor que lo que los hombres quieren para sus semejantes. Pero a nadie debe resultarle extraño: basta ver la historia de la humanidad para comprender que los seres humanos, cuando dan la espalda al proyecto de Dios (y esto lo han hecho sin dejar de afirmar como verdad teórica su fe en la divinidad, como nos recuerda Santiago en su carta), no producen otra cosa que muerte y destrucción.
    Pero no se debe entender esta distinción como una oposición entre lo divino y lo humano, sino entre el proyecto que Dios quiere para la humanidad y el diseñado por los poderosos de este mundo: la idea de Dios sobre cómo el Mesías va a desarrollar su misión no es compatible con la idea de los hombres poderosos sobre cómo debe organizarse el mundo.

 

Si uno quiere venirse...

    Por eso, para que la vida, una vida digna, sea posible para todos en el mundo de los hombres, hay que romper con este mundo tan mal organizado que los hombres nos hemos dado; por eso, para defender la vida de verdad, no hay otro camino que el camino del Mesías: la entrega de la propia vida por amor... y sin reservas, la lucha por un mundo justo y fraterno, dispuestos a ser considerados reos de muerte («... que cargue con su cruz...») por los que se empeñan en mantener un mundo en el que sólo unos pocos viven mientras que los demás malviven, un mundo hecho según la idea de los hombres.
    En medio de ese mundo en el que cada cual va a lo suyo, poner en práctica la Buena Noticia (es decir, comprometerse y trabajar, dedicar la vida a construir un mundo en el que todas las personas tengan la posibilidad de ser felices), es la única garantía de que todos puedan gozar de una verdadera vida, una vida definitiva que nos hace hijos de Dios y que no se acaba nunca.
    Y, ¡ojo!, que no se trata de que para conseguir la vida eterna haya que sufrir para hacer méritos: que Dios no nos pide sufrimientos para darnos como premio la vida eterna; que Dios regala gratuitamente su vida. Lo que Jesús nos dice de parte de Dios es que el egoísmo lleva a la muerte. Y que sólo la solidaridad que, como dice Santiago en la primera lectura, realiza el amor es garantía de vida verdaderamente humana y, por eso, divinizada... aquí y luego.

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