Domingo 23º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

8 de septiembre de 2024
 

Oír -escuchar- para poder hablar

    Salvo algunas ideologías extremistas, hoy, en teoría, nadie niega la igualdad de todos los seres humanos; pero, en la práctica, se multiplican las situaciones en las que, por la raza, nacionalidad, sexo, ideas, orientación afectiva o cultura, las personas son discriminadas y se ven en la necesidad de luchar para defender o conquistar su dignidad. La causa de todos los que se encuentran en tal situación debe ser también la causa de todos los que no estamos -al menos totalmente- sordos para escuchar al ser humano que cada cual lleva dentro y que, por eso, no estamos sordos para escuchar al Hombre Jesús, cuyo mensaje debemos defender y proclamar sin vacilación -sin tartamudez- alguna.

 




Sordos y tartamudos

    En la época del Antiguo Testamento, los males que sufría el hombre se interpretaban como un castigo de Dios por sus pecados. Tanto las desgracias individuales (como las enfermedades, la ruina económica, la muerte violenta...; véase Jue 9,56; 2 Re 15,5) como las colectivas (hambre, epidemias, sequías, inundaciones, desastres políticos y militares; véase, por ejemplo, Nm 14,40-45; Jue 3,7-8.12-14; 4,1-2; 6,1; 2 Sm 24,1-15; Is 24,1-12; 40,2; Sal 106) eran consideradas como la señal de que Dios había vuelto la espalda a su pueblo como reacción ante sus pecados. Concretamente la sordera y la ceguera expresan siempre la resistencia del pueblo a la acción de Dios (Ez 12,2. Ver también  Is 6,9; 42,18; Jer 5,20-23; Dt 29,3).
    Al contrario, se recuperaba la alegría y el gozo,  en cuanto se salía de una situación negativa, se superaba una desgracia o un desastre, cuando de la esclavitud o de la opresión se pasaba a la libertad..., entonces los acontecimientos se vivían como signo de que Dios había concedido su perdón y estaba de nuevo cerca de su pueblo (Ex 15,1-21; Jue 3,9-10.15; 4,3.23; 6,7ss; Is 8,23-9,6; 10,24-27; 43,14-21, etc.).
    De acuerdo con esta mentalidad, cuando el profeta Isaías quiere anunciar que el pueblo exiliado en Babilonia va a alcanzar su liberación, cuando quiere indicar que Dios ha vuelto a acercarse a su pueblo, anuncia que, como efecto de esa cercanía, van a desaparecer todos los males y limitaciones que aquejan a los miembros del pueblo: «se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará» (Is 35,4-7; primera lectura). Son éstas las señales que adelantan el fin del destierro de Babilonia y anuncian la liberación: el pueblo se vuelve de nuevo a su Dios; y el Señor se muestra una vez más como su Liberador.

 

Las causas de la sordera

    También en el evangelio la enfermedad es consecuencia del pecado, pero no del pecado personal, sino del pecado social. Esto es: las enfermedades que aparecen en los evangelios representan simbólicamente los males que sufren los hombres por culpa de una sociedad injusta, organizada en contra del plan de Dios. La sordera es una de estas enfermedades.
    Dios había elegido a los israelitas para realizar un ensayo ejemplar: los sacó de la esclavitud y les dio unas normas para organizar su convivencia; si las cumplían, no reproducirían en su sociedad las relaciones de opresión que ellos habían sufrido en Egipto. La misión de Israel era mostrar que era posible organizar la convivencia humana poniendo como base de esa vida en común la justicia y ofrecer después este proyecto, ya contrastado en la práctica, como ideal para toda la humanidad. Pero los dirigentes se fueron corrompiendo y, según el testimonio de los profetas, se dedicaron a explotar al pueblo; y para distraer a los ciudadanos de sus verdaderos problemas se dedicaron a alimentar su orgullo -“somos el pueblo elegido por Dios, somos el pueblo más importante de la tierra, Dios está con nosotros, sólo con nosotros...”- hasta el punto que llegó el momento en que no eran capaces -se negaban a ello- de escuchar otra cosa. Esta es la sordera que todavía sufren los discípulos de Jesús representados en este evangelio por el sordo-tartamudo. Por eso no aceptan lo que poco antes ha dicho Jesús: que todos los hombres son iguales, independientemente de su raza, de sus tradiciones religiosas o de cualquier otra separación de las muchas que los hombres, a lo largo de la historia, han establecido entre ellos; no podían ni querían escuchar que lo que importa no es haber nacido a este o a aquel lado de cualquier frontera, que lo importante es haber nacido persona, ser imagen del Señor, estar invitado a ser hijo de Dios. La sordera de los discípulos la provoca su nacionalismo excluyente y su religiosidad fundamentalista. Para ellos era más importante ser israelita religiosamente fiel que ser persona. No quieren que el reino de Dios sea para toda la humanidad, no aceptan que Dios no sea patrimonio exclusivo de su nación; no entienden que Dios quiera ser Padre de todos los seres humanos. Y, naturalmente, sordos para oír el mensaje de Jesús, resultan mudos –o tartamudos- a la hora de expresarlo.

 

Todavía hay sordos

    En los evangelios, como en Isaías y, en general, en todos los profetas, las curaciones, la salud de los individuos, anuncian y representan el comienzo de una liberación más profunda para todo el pueblo; ahora, en el evangelio, para toda la humanidad. La curación del sordo tartamudo representa la terapia que deben seguir los discípulos: dejar que Jesús les abra los oídos, dejarse empujar por la fuerza de su espíritu. De este modo podrán comprender y aceptar el mensaje de Jesús (oídos para oír) y, tendrán una lengua suelta para anunciar a todos los hombres el mensaje de Jesús, esto es, que todos somos iguales ante Dios y, por tanto, que todos debemos ser iguales entre nosotros; que Dios quiere ser Padre de todos y que su amor de padre no discrimina a sus hijos; aunque, eso sí, siente una especial predilección por los más débiles, como nos dice el apóstol Santiago.
    Todavía, sin embargo, hay sordos en nuestro mundo. Son los que no han comprendido que el color de la piel es lo menos importante de la persona, los que se empeñan en mantener o levantar murallas entre los pueblos, los que limitan su amor a una raza, a una nación, a unas creencias... Los que, empeñados en ser “católicos”, se olvidan de tener un corazón universalista; los que, orgullosos por pertenecer a la “religión verdadera” se olvidan de ser personas de verdad. ... Los que orgullosos de ser muy “machotes” no entienden lo que significa ser hombres, ser personas; los que, satisfechos con su riqueza, no saben apreciar el valor de la solidaridad; los que, seguros de la fuerza de su violencia, son incapaces de entender la potencia del amor... Y -esto es lo que resulta más incoherente- algunos de esos sordos se llaman seguidores de Jesús.
    Y la causa última de todas esas sorderas está en la influencia, aceptada o impuesta a la fuerza, de una organización social contraria al plan de Dios: el racismo que, aunque ya no es legal en ningún ordenamiento jurídico, se da de hecho en algunos lugares como máxima expresión de esta mentalidad, no es simplemente una injusticia aislada, sino un síntoma que revela la radical injusticia de un orden en el que la persona no es el principal valor.

 

Tartamudeos culpables

    Esta sordera que aún perdura puede ser una de las causas de nuestros tartamudeos, de nuestras vacilaciones a la hora de denunciar la injusticia que empapa nuestra realidad social hasta lo más íntimo de su estructura.     El goteo -más que goteo cada vez se asemeja más a un auténtico aguacero- de muertos que el mar va arrojando en las playas de las costas africanas, canarias o andaluzas -y de otras muchas fronteras que cierran las puertas del Norte opulento al Sur empobrecido- se ha convertido en un espectáculo inmoral e infame al que ya nos estamos acostumbrando y del que nos cuesta hablar con libertad y valentía. Y la reacción de nuestros cristianos países no es otra que reforzar las fronteras y mejorar los medios de control de las mismas; es decir, tratar de frenar a los hambrientos que huyen del hambre que el injusto orden económico mundial les impone e impedir que se acerquen a nuestro mundo opulento (enriquecido gracias a la explotación y al expolio de los recursos de esos países), para poder recoger las migajas que caen de nuestras copiosas mesas.
    Nos hemos quedado sordos para oír sus desesperados gritos y, naturalmente, tartamudeamos al denunciar la radical injusticia de nuestro mundo que, contando con recursos sobrados para garantizar a toda la humanidad una vida digna, condena a muerte a decenas de miles de personas cada día: por hambre, por enfermedades que podrían curarse fácilmente, por dar a luz sin las mínimas condiciones sanitarias... por la miseria, por causas derivadas directamente de la pobreza. Y en nuestro tartamudeo, justificamos nuestra situación privilegiada y buscamos razones para mantener cerradas nuestras puertas; y somos capaces de derramar unas lágrimas de compasión ante la muerte de los que perdieron la vida y mantener cerrados los oídos ante las razones y callada la boca ante los derechos violentados de los que, todavía vivos, se acercan a nuestra puerta.
    Y ahora que las sucesivas crisis están terminando con los derechos de todos, hay muchos a los que resulta razonable que los que llegaron de lejos buscando una vida mejor y contribuyeron a que fuera mejor nuestra vida sean los primeros que sufren las consecuencias de estas crisis inducidas y/o aprovechadas por los poderosos para enriquecerse un poco más empobreciendo a los más débiles.
    Menos mal que Jesús ha abierto los oídos de algunos que, con su lucha, con su entrega, con su compromiso, nos anuncian que para los hombres con corazón de hombre (para las personas con corazón humano y, podemos decir los creyentes, con Dios en el corazón) sigue existiendo una meta: la fraternidad de todos los seres humanos; y un camino para alcanzarla: la lucha por la justicia y por la liberación, la defensa de los derechos y de la dignidad de la persona. Proclamémoslo sin miedos. Sin vacilaciones, sin tartamudeos.

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