James Tissot, La Voz desde el cielo, 1886-1894, Brooklyn Museum

Domingo 5º de Cuaresma
Ciclo B

17 de marzo de 2024
 

Nos anima la esperanza

    Jesús está a punto de culminar su enfrentamiento con los poderes de este mundo: la jerarquía judía, el poder imperial romano... Están decididos a acabar con él pues, en su mensaje, ven un peligro para sus injusticias y privilegios. Y él, que es un hombre de bien, siente horror ante el odio y también, -¡cómo no!- ante el dolor y la muerte. Pero, a pesar de todo, mantiene su compromiso. Y su amor, manifestado en su entrega, será semilla de una nueva vida para todos.
    Porque eso fue su muerte, porque en ella se manifestaron la gloria y el amor de Dios, y porque esa semilla sigue dando fruto, siempre seguirá viva la esperanza.

 



Una nueva alianza


    En la época a la que se refiere la primera lectura, Israel estaba dividido en dos reinos, el del Norte, que conservó el nombre de Israel y el del Sur, que se llamó Judá. El profeta proclama que Dios quiere renovar su alianza con los dos reinos, lo que supone la reconciliación, la reunificación del pueblo entero: «Seré Dios de todas las tribus de Israel, y ellas serán mi pueblo» (Jeremías 31,1).
    La alianza del Sinaí estaba fundada en una ley exterior al hombre, escrita en tablas de piedra, que le indicaba cómo debía ser su comportamiento, pero que no lo transformaba por dentro; esta alianza nueva estará fundada en una ley interior, inscrita en el corazón de cada hombre -«meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones...»-, por lo que los mediadores de la alianza y los maestros de la ley serán totalmente innecesarios: «Ya no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano diciendo: Reconoce al Señor...»; su fundamento será el conocimiento mutuo entre Dios y cada uno de los hombres, a partir de la experiencia del perdón, es decir, del amor de Dios: «Porque todos me conocerán... cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados».

     Cabe destacar que, mientras que en otros textos proféticos la propuesta de amor de Dios se expresa con la metáfora del enamoramiento y del matrimonio, en este texto Dios se presenta además como padre que, con su amor, reconcilia a los hermanos: «Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito».
    Una alianza se refiere siempre a la relación del hombre con Dios, pero no se agota en ella; todas, desde la primera en el Sinaí, miran, en último término a la tierra, a la humanidad, todas ellas incluyen, en último término, una propuesta en relación con la mejora de la convivencia entre los seres humanos, en las sociedades humanas. De este modo, poner en orden la relación del hombre con Dios, aún en el caso de que esa relación tenga su sede en lo más profundo del corazón humano, como se anuncia en el texto de Jeremías, lleva siempre aparejado poner en orden las relaciones con los demás; por eso, el amor y el perdón de Dios, que van a concretarse en esa nueva alianza que Jeremías anuncia, es el cimiento sobre el que se asienta la esperanza en un futuro en el que todas las tribus de Israel se reconciliarán y volverán a reunirse, a pesar de que las luchas entre los dos reinos habían dejado muchas heridas sin cerrar.

 

Un orden de muerte

    Lesiones aún más graves son las que pretende curar el Hombre Jesús, esperanza más ambiciosa es la que su palabra, su vida, su muerte y su resurrección pretenden fundar. Se trata no de restañar las heridas entre dos reinos hermanos, sino de hacer hermanos a todos los humanos, profundamente divididos entre sí; se trata de sustituir un reino de muerte por un orden -un mundo- nuevo en el que la vida de todos sea, para todos, el máximo valor.
    El mundo que hay que superar es el que va a acabar con Jesús, el que lo va a llevar a la muerte: es el orden -o mejor, el desorden- impuesto por los poderosos, los fuertes, los adoradores del dinero, el orden que los dirigentes religiosos judíos pretendían hacer pasar como querido por Dios y, a la vez, perfectamente compatible, de hecho, con el que imponían las legiones romanas y, sobre todo, el que garantizaba los privilegios de las clases dirigentes.
    Hoy, ese orden es el neoliberalismo -el neoliberalismo es la muerte, decía Pedro Casaldáliga- que algunos nos quieren hacer pasar como algo permitido, si no querido por Dios. Hay incluso quien intenta atribuir a Dios el origen de tamaño desorden directa o indirectamente, considerando que el orden económico es consecuencia de la naturaleza de las cosas. ¿Será posible que no nos demos cuenta de la gravedad de tal afirmación? Y si no se acepta por las buenas, si algún pueblo se atreve a rebelarse contra ese mal llamado orden, se impone con la fuerza de las armas o con la fuerza del dinero. Porque, en muchas ocasiones, no hace falta la violencia cruenta; basta con la fuerza del dinero: la situación de los países pobres -empobrecidos, arruinados por los países ricos- en relación con su deuda externa es uno de los síntomas más graves de lo que constituye este mundo, este desorden.

      En nuestro mundo en el que sobra de todo, en él se desperdicia un tercio de los alimentos que se producen [ver aquí) y «Se estima que el hambre afectó a entre 691 millones y 783 millones de personas en todo el mundo en 2022. Considerando el punto medio del rango estimado (unos 735 millones en 2022), en 2022 padecieron hambre 122 millones de personas más que en 2019, antes de la pandemia.» Y «...en 2022, un 29,6 % de la población mundial (2.400 millones de personas) padecía inseguridad alimentaria moderada o grave, lo cual quiere decir que carecía de acceso a una alimentación adecuada» según el último informe de la FAO.
    Este panorama se oscurece aún más si tenemos en cuenta que una cantidad inmensa de recursos que podría acabar de inmediato con esa situación se dedica a preparar o a causar la muerte: «El gasto militar mundial aumentó por octavo año consecutivo en 2022 hasta la cifra estimada de 2,24 billones de dólares, el nivel más alto registrado por el
SIPRI» (un aumento interanual del 3,7%); con estos recursos dedicados a la muerte sobraría para resolver el problema del hambre y la pobreza de toda la humanidad.

 

Perder y ganar la vida

    Ese orden -el del tiempo de Jesús y el de ahora, pues ambos son substancialmente el mismo-, cuyas columnas fundamentales son la egolatría -adorarse a sí mismo, creerse dios de los demás- y sus manifestaciones -el poder, la acumulación de riqueza y la desigualdad expresamente buscada e, incluso, cínicamente defendida dándole una  apariencia de conocimiento científico-, es absolutamente incompatible con la propuesta de Jesús de Nazaret cuya columna fundamental es el amor solidario; por eso, si se quiere seguir participando de ese orden, no es posible que en él brote y se pueda conservar la vida que Jesús ofrece; y por eso, para ser semilla de un mundo nuevo en el que el amor haga posible que todos vivan, es necesario estar dispuestos a asumir otro modo, otra clase de vida; con la confianza de que la vida definitiva está en las manos del Padre y que él la conserva para aquellos que, siguiendo a Jesús, estén dispuestos a emplear su vida, dándola del todo si fuera necesario, para organizar la humanidad como un mundo de hermanos, como hizo Óscar Romero, de cuya definitiva entrega celebraremos el próximo día 24, Domingo de Ramos, el 44º aniversario.
    Dicho de otro modo: tratar de seguir a Jesús supone renunciar al modo de vida que nos propone este mundo y optar con construir un mundo nuevo, de acuerdo con la propuesta de Jesús en el evangelio. Esto supone jugarse la vida; arriesgarla, pero en ningún caso perderla definitivamente. Es ser semilla -el grano que cae en la tierra- de un mundo nuevo en el que reinen la justicia, la verdad, el amor y la paz; y la alegría y el gozo para todos, empezando por quienes dentro del orden este son más desgraciados y más pobres; semilla de un mundo en el que la vida sea, para todos, vida definitiva, que procede y  está en manos de un Dios que se ofrece a ser Padre y no a merced del capricho de quienes se consideran y pretenden ser “dioses” de sus hermanos.

 

La gloria del Hombre

    Jesús de Nazaret trae, en nombre del Dios de la libertad y la vida, el encargo de instaurar en este mundo ese nuevo orden. Su misión consiste en hacer que brille la luz en medio de la oscuridad de este mundo (Jn 1,4-5); luz que adquirirá toda su fuerza cuando él sea colocado en lo alto.
    La luz que ofrece Jesús es su propia vida, la vida de Dios, su Espíritu, la capacidad de amar sin ahorrarse nada. Su gloria brillará con especial intensidad cuando sea levantado, colgado de una cruz, mostrando que el compromiso asumido en su bautismo -amar a la humanidad hasta dar la vida como muestra de su amor- no era palabrería huera, vacía. Así inaugurará un nuevo mundo, la nueva humanidad de la que es el primer hombre nuevo: muriendo, no matando; dando su vida por amor, no derramando sangre inocente.  Por eso su muerte es la derrota de La Muerte. Y por eso, porque está llena de coherencia, fidelidad y, sobre todo, de amor leal, es manifestación de su gloria (Jn 1,14). Y precisamente por eso está preñada de vida: «Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria del Hombre. Sí, os lo aseguro: Si el grano de trigo una vez caído en la tierra no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce mucho fruto».

     Pero que nadie piense que la muerte de Jesús fue una exigencia del Padre. Dios no quiere el sufrimiento de ninguno de sus hijos. Fue este mundo el que exigió su muerte en un desesperado intento de arruinar su proyecto. Dios no quiere que ni su Hijo ni nadie muera; la muerte de Jesús resultó inevitable por la maldad del orden este. Él sufrió -y se arriesgan a sufrirlo como él todos los que se comprometan en la tarea de organizar el mundo como un mundo de hermanos- el acoso de los que, en este mundo y a costa de la opresión de los demás, gozan de privilegios que defenderán incluso matando -sus privilegios son ya causa de muerte, pues su precio es la vida de los pobres-. Por eso decir que «Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva» no es una contradicción; lo absurdo es querer vivir la vida de Dios en medio de un orden de muerte sin intentar cambiarlo, un orden en el que sólo algunos -y sólo aparentemente- viven; y lo hacen alimentando su vida de la muerte de los demás.

 

Todavía hay esperanza

    Jesús empezó la tarea, pero no va a terminarla solo. Y pide ayuda: "El que quiera ayudarme, que me siga" La empresa no es fácil, Jesús no lo esconde, pero el triunfo -distinto de los triunfos del orden este- está asegurado: «ahora el jefe del orden este va a ser echado fuera, pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí. Esto lo decía indicando con qué clase de muerte iba a morir».
    Todavía, pues hay esperanza. La hay porque la muerte de Jesús revela que es posible derrotar al jefe de este mundo: el poder del dinero no tiene fuerza si se le enfrenta al estilo de Jesús. Su fortaleza reside en la capacidad que tiene de amedrentar y seducir. Amedrentar a quienes se le oponen si éstos tienen miedo a la muerte; y seducir a quienes creen que van a encontrar en él una razón para vivir, un sentido para la vida. Jesús, al ser  levantado de la tierra derrota el miedo y descubre la falsedad de tal fascinación.
    Por eso la entrega de Jesús supone el comienzo de la derrota del mundo este: porque revela dónde está de verdad la vida y cuál es su verdadero sentido; por eso, y porque sigue tirando de muchos hacia él, su muerte no es una derrota, ni un fracaso; es una puerta abierta a la esperanza de los pobres, los explotados, los marginados, los excluidos de este mundo; una puerta abierta a la vida en plenitud de cualquier ser humano.
    Y es para empujar hacia la plena realización de esa esperanza para lo que nos convoca hoy el mensaje del evangelio.

 

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