5 de junio de 2022 |
Fuego, agua, viento...
Tres grandes aliados de la vida, pero también tres grandes enemigos del hombre; tres fenómenos naturales que el hombre nunca ha podido dominar del todo, experimentados siempre como una terrible amenaza si se desencadenan. La tormenta los contiene a los tres, el rayo, el aguacero y el huracán, terribles amenazas de muerte.
Los tres son también símbolo del Espíritu: pero se trata de un fuego que no abrasa, un agua que no ahoga y un viento que no arrasa.
Al final, el suave soplo del Espíritu acabará por apagar esos otros fuegos, dispersará los nubarrones amenazantes y apaciguará los huracanes, dejando abierta la esperanza de una humanidad reconciliada consigo misma y con Dios.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Hch 2,1-11 | Sal 103(4),1ab.24ac.29bc-31.34 | 1ª Cor 12,3b-7.12-13 | Jn 20,19-23 |
Fuego que no abrasa
Juan Bautista había anunciado que el Mesías administraría un Bautismo «con Espíritu Santo y fuego». En su boca, la expresión resultaba amenazadora y recordaba algunos episodios del Antiguo Testamento en los que el fuego se considera instrumento de purificación y de castigo por el pecado: «Imposible escapar de tu mano; a los impíos que no querían conocerte... el fuego los devoró» (Sabiduría 16,15-16).
Cuando llega el momento de que un grupo de seguidores de Jesús recibe este bautismo, el Espíritu aparece en forma de «unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno de ellos». Pero éste no es el fuego que anunciaba el Bautista: éste es un fuego que no abrasa, que no mata. Lo que destruye ese fuego es una de las causas que han provocado más fuego mortal a lo largo de toda la historia: la incapacidad de los hombres para entenderse.
El relato de los Hechos de los Apóstoles en el que se cuenta la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos es una promesa y una propuesta de cara al futuro para quienes decidan incorporarse a la aventura de construir un mundo de hermanos. La comunicación del Espíritu tiene un efecto asombroso: los discípulos, que hablan en una única lengua, son comprendidos por todos los que los oyen, a pesar de que procedían de países lejanos y de que hablaban lenguas distintas; este hecho significa que, desde ese momento, siguiendo el impulso de ese Espíritu, las personas ya comunicarse y comprenderse. Es la otra cara de otro relato mucho más antiguo, el de la torre de Babel (Gn 11,1-8), en el que se explica la diversidad de lenguas como consecuencia del orgullo de los seres humanos que se enfrentaron a Dios y quisieron competir con él; pero acabaron por no poder entenderse unos a otros. Ahora que un grupo de hombres se ha abierto sin reservas a la acción del Espíritu de Dios, el entendimiento entre los humanos es de nuevo posible: los discípulos hablando en su idioma y los peregrinos entendiendo perfectamente lo que aquellos decían constituyen el anuncio de una humanidad nueva que empieza a brotar del amor manifestado por aquel Hombre nuevo que se reveló como Hijo de Dios.
Agua que no ahoga
Como el fuego, el agua en algunos textos del Antiguo Testamento se siente también como una amenaza: «...sabed que el Señor hará que os sumerjan las aguas del Éufrates, torrenciales e impetuosas: ... rebasan las orillas, desbordan las riberas, invaden a Judá, lo inundan, crecen y alcanzan hasta el cuello...» (Isaías 8,7-8a). Pero, en la línea de otros muchos pasajes en los que es principio de vida, también es símbolo del Espíritu (ver Juan 7,37-39; 19,34). Y esta metáfora es la que usa el apóstol Pablo para referirse a la comunicación del Espíritu en el bautismo: «También a todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, nos bautizaron con el único Espíritu para formar un solo cuerpo, y sobre todos derramaron el único Espíritu».
Si en el texto de los Hechos de los Apóstoles la efusión del Espíritu tuvo como efecto el que los hombres pudieran entenderse por encima de su diversidad de lenguas, San Pablo nos dice que ese mismo Espíritu logra superar todas las demás barreras artificiales que los hombres hemos ido creando: gracias a su impulso, se podrá superar, no sólo la diferencia de lengua o de cultura, sino también la diferencia de situación social, la diferencia de raza o religión y, por supuesto, la diferencia de sexo (Gal 3,28; Col 3,11). Y esto es así hasta sus últimas consecuencias: todos los que han sido bautizados forman «un solo cuerpo», sin que entre ellos se puedan establecer jerarquías o dignidades pues, como dice un poco más adelante el apóstol, «los miembros que parecen de menos categoría son los más indispensables». Lo que entre ellos no puede nunca faltar es la solidaridad: «Así, cuando un órgano sufre, todos sufren con él; cuando a uno lo tratan bien, con él se alegran todos».
Y viento que no arrasa
Al contrario, el Espíritu es siempre soplo de vida.
El primer libro de la Biblia se abre presentando el universo como un caos, un total desorden sobre el que se cernía el aliento -el Espíritu- de Dios (Génesis 1,2). Ese Espíritu puso armonía en aquel desorden colocando al ser humano como culminación del mundo, del orden que resultó de su actividad; ser humano al que Dios, después de hacer su cuerpo del mismo barro con el que modeló al resto de los vivientes, «sopló en su nariz aliento -espíritu- de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Génesis 2,7). Con este lenguaje, simbólico y lleno de poesía, nos está indicando que ya desde entonces -es decir, desde que apareció el ser humano sobre la tierra, sea cual sea la explicación científica de su aparición-, el hombre es lo que es porque en él alienta la vida, el Espíritu, de Dios.
Pero la creación no terminó entonces; al contrario, sólo había empezado el proceso que culminaría en Jesús de Nazaret, el Hombre en quien la humanidad llega a su plenitud porque posee en plenitud el Espíritu de Dios: ese mismo Espíritu que Jesús promete a los suyos y que entrega en el momento de su muerte («...y, cuando tomó el vinagre, dijo Jesús: -Queda terminado. Y, reclinando la cabeza, entregó el Espíritu.» Jn 19:30) como el último don de su amor por la humanidad para que los que reciban y acepten ese Espíritu puedan ser hombres -mujeres y varones- nuevos al estilo de Jesús y en ellos se complete también la creación.
Como aquel primer soplo con el que el Señor dio la vida al primer ser humano, Jesús, después de la resurrección, en uno de los últimos encuentros con sus discípulos, sopla sobre ellos y les comunica su Espíritu para que tengan la fuerza necesaria para construir un mundo en paz: «Paz con vosotros. Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros».
Será este, el mundo que nazca de las personas llanas del Espíritu de Jesús, un mundo en el que todos se entiendan sin dificultad y en el que todos sean respetados pues a todos se les deberá reconocer la misma dignidad, un mundo en el que los más débiles serán considerados los más importantes... ese es el mundo que nace del Espíritu; un mundo en el que el fuego puede ser símbolo de amor apasionado, pero no de muerte, el agua será siempre fuente de vida abundante y el viento señal de auténtica y plena libertad.
Superar los obstáculos
Para que ese mundo nuevo, esa humanidad unida sea posible hay que empezar por superar algunos obstáculos que están presentes en nosotros mismos, como estaban en los discípulos de Jesús. El primero, el miedo: el miedo a ser perseguidos, el miedo a dar la cara, el miedo a quedar mal, el miedo a no ser comprendidos. Cuando ya había empezado la nueva etapa de la historia de la humanidad («el primer día de la semana», en el lenguaje del evangelio de Juan) estaban encerrados y tenían «atrancadas las puertas del sitio donde estaban... por miedo a los dirigentes judíos». Los discípulos quedaron libres de ese primer obstáculo gracias a la experiencia de la presencia de Jesús.
Pero el miedo aún no ha sido vencido del todo. Si no se siente la cercanía de Jesús, si se «sabe» que Jesús está entre nosotros, pero no se «vive» su presencia como un hecho -de fe, por supuesto, pero hecho, experiencia- y si, por tanto, no es la presencia de Jesús el cimiento real -aunque lo sea en teoría-, que da firmeza a nuestra fe, cobran fuerza los miedos, tendemos a replegarnos, a atrancar las puertas, a ver el mundo como enemigo del que hay que defenderse y no como la realidad que, transformándola, hay que salvar (o entenderemos la salvación como una huida de ese mundo real, como evasión ante la humanidad que sufre como consecuencia de un orden injusto y lucha por salvarse implantando un orden de igualdad y justicia). Debemos abrirnos a la acción del Espíritu; él hará que seamos conscientes de que, entre nosotros, ocupa siempre un sitio Jesús (Jn 14,17.26), y apoyados en la certeza de no estar solos, perdamos el miedo y la -falsa- vergüenza, abramos las puertas, salgamos a los balcones y anunciemos al mundo que la vida tiene un sentido y que la historia puede también tenerlo; que la paz no es una palabra vacía, que la palabra sirve para algo más que para engañarse, que las personas podemos ser felices -sí la felicidad es posible- ser siendo hermanas.
Mantener la rebeldía y suscitar esperanza
Y mientras llega ese momento, el Espíritu nos debe dar coraje para mantener la rebeldía ante un mundo en el que la verdadera libertad sigue siendo perseguida, un mundo en el que la lucha por la justicia se considera, en el mejor de los casos, trasnochado romanticismo, y en el que al amor unos lo convierten en mercancía y otros en pecado. Rebeldía contra un mundo en el que la prepotencia de los poderosos y la avaricia de los ricos -los verdaderamente poderosos, los auténticamente ricos... y sus cómplices- son culpables del verdadero pecado: el que impide a la mayoría de la humanidad alimentarse adecuadamente, llevar una vida digna y aspirar a la felicidad: los muertos de hambre, los muertos por las armas con las que trafican hasta los gobiernos más «respetables», los que viven (?) dominados por el miedo, engañados por ideologías liberticidas impuestas por la brutalidad de la violencia o por la hábil y aparentemente democrática manipulación de las conciencias, deben ser razón de nuestra rebeldía y objeto de nuestra denuncia; en una palabra: debemos denunciar a todos los que, queriendo competir con Dios y viéndose a sí mismos como dioses, se imponen, como amos, a sus semejantes; y debemos, consecuentemente, estar siempre del lado de sus víctimas.
También para que seamos capaces de mantener esa rebeldía se nos da el Espíritu. Y, por supuesto, para que proclamemos que hay una esperanza firme, pues ese pecado ya está siendo vencido: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados». A medida que esa victoria se vaya logrando irá quedando realizada la esperanza de una humanidad reconciliada consigo misma y con Dios.