Santa María, Madre de Dios
Ciclo C

1 de enero de 2022


Nacido de mujer

para que seamos hijos libres de Dios

 

    Jesús nació de una mujer para que todos los nacidos de mujer  pudiéramos ser hijos de Dios: Jesús fue niño para que pudiéramos llegar a ser adultos, Jesús nació y vivió sometido a la Ley, para hacernos radicalmente libres. Celebrar la Navidad, el nacimiento de Jesús equivale a celebrar nuestra mayoría de edad. Alegrarnos porque María es la madre de Dios supone saltar de gozo porque Dios quiere ser Padre nuestro. Para aquella mujer -tan pequeña y tan grande- nuestro amor agradecido.

 




Pero ¡que madre!

    Así es la madre que  escogió Dios para su Hijo. Acostumbrados a verla disfrazada de reina barroca, es posible que nos cueste trabajo imaginarla como mujer y como madre; una mujer joven, muy joven -alrededor de quince años podría tener cuando nació Jesús; insegura, como cualquier otra primeriza en los días anteriores y durante el parto mismo; inexperta al poner sus primeros pañales al niño recién nacido, con la mirada dulce y tierna al contemplarlo por primera vez, temblorosa, quizá, al tomarlo en sus brazos... Una mujer de pueblo, sencilla, sorprendida por todo lo que estaba pasando, sin entender demasiado bien cómo el que había sido anunciado como el Mesías de Dios, el liberador de Israel, el que daría cumplimiento definitivo a las promesas del Señor, venía al mundo de aquella manera, entre gente tan poco importante a los ojos de la mayoría... Una mujer que, sin embargo, porque mantenía su confianza en Dios, estaba bien dispuesta para escuchar y creer, y era capaz de creer y de poner por obra aquello que creía. Por eso su sorpresa primera se transforma en escucha atenta del mensaje que le ofrecen los hechos que está viviendo, hechos que quedan en su memoria para el recuerdo y que provocan la contemplación y la meditación: «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto meditándolo en su interior.»
    Y cuando llega el momento de darle un nombre a aquel recién nacido, mostrando una vez más su fe firme en que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte de Dios (véase Lc 1,44), el nombre elegido es el de Jesús (Lc 2,21), que significa «Dios salva»; porque, aunque parezca que desde el principio todo amenaza el desastre, ella, insegura quizá en los asuntos humanos, está totalmente segura de la palabra de Dios.

 

¡...y que Dios!

    Sí, ¡qué Dios el que así se manifiesta! Es posible que no hayamos reflexionado seriamente sobre este particular. Porque la afirmación de que María es Madre de Dios no es sólo un problema para que los teólogos demuestren su talento resolviendo cuestiones difíciles (cómo Dios puede ser hijo de una mujer, cómo una mujer puede ser Madre de Dios); esa afirmación tiene un significado muy importante para nosotros: si María es Madre de Dios es porque Dios ha querido tener cara de hombre, rostro humano. Y, desde ese momento, porque así lo ha querido él, sólo el rostro del Hombre1 lleva a conocer el rostro de Dios.
    Este es el que llamamos «misterio de la encarnación», el hecho que estamos celebrando estos días: que Dios se ha querido manifestar en la carne de un hombre. Si hasta este momento alguien pensaba que existía alguna competencia entre Dios y el hombre, si algún grupo de hombres o alguna religión habían visto a Dios como enemigo del hombre, a partir de este hecho esa pretendida enemistad, esa competencia, se muestra vacía de sentido: los intereses del Dios de Jesús ni son incompatibles ni entran en competencia con los de la humanidad, puesto que lo que Dios quiere, aquello en lo que Dios ha mostrado su máximo interés es el bien del hombre. Y, además, si alguien quiere acercarse a Dios no tendrá -ni podrá- alejarse de lo humano; al contrario: es en el Hombre en donde Dios primero se nos manifiesta, es el Hombre el camino más corto -y tal vez el único- para llegar a Dios.

 

No es una diosa

    Todo esto quedaría vacío de contenido si dejamos de ver a María como una mujer para considerarla una especie de diosa; en tal caso, el misterio de la encarnación no tendría ningún sentido. Jesús seguiría siendo el Hijo de Dios, pero no sería «el Hombre»: la «encarnación» no pasaría de ser una bella metáfora. Y Jesús no sería para nosotros el guía de nuestra propia raza que nos va indicando el camino, el hombre que nos descubre la verdadera esencia de la humanidad, el hermano que nos enseña a vivir como hermanos. Una vez más, las cosas se habrían arreglado desde arriba y Dios seguiría lejano e inaccesible para los hombres.
    Esta no es una falsa preocupación. Durante mucho tiempo se ha considerado a Dios como un ser terrible, implacable en la aplicación de la justicia, amenazando siempre con un duro castigo... Y se ha sentido la necesidad de colocar entre un Dios tan lejano y temible y los hombres una figura amable y tierna que, revestida también de un gran poder, amortiguase la violencia del encuentro entre el hombre irremediablemente pecador y un Dios absolutamente inflexible: éste es el papel que se le puede haber adjudicado a María en muchas ocasiones. Pero si ha sido así -y algunas manifestaciones de la religiosidad llamada popular y algunos títulos como «Reina» o «Mediadora» mal entendidos podrían interpretarse en ese sentido-, se estaría ocultando algo verdaderamente importante: que, precisamente por ser mujer y no diosa, proporciona a Dios la carne de hombre y el rostro humano a través de los que el mismo Dios quiere ser conocido.

 

Hijos adultos por el Espíritu

    Otra consecuencia directa del misterio de la encarnación es que, en Jesús, todos hemos sido llamados a ser hijos de Dios (Gal 5,13).
    En la organización patriarcal de la familia, vigente en la Palestina de los tiempos de Jesús, convivían en la misma casa, en la casa del padre, tanto los hijos como los siervos. Todos estaban sometidos a la autoridad del padre, pero mientras unos, los hijos, eran considerados hombres libres, otros, los siervos, tenían un grado de libertad prácticamente inexistente. A estos últimos, a los siervos, compara Pablo los hombres sometidos a la Ley -se refiere a la Ley de Moisés-; los hijos son los que ya no están sometidos a ella. El paso de una situación a otra coincide con la adhesión a Jesús y a su proyecto, esto es, con la adopción de la fe cristiana, con la acogida del don del Espíritu, con el ser recibidos como hijos en la casa del Padre Dios: el Espíritu, recibido y aceptado libremente, convierte al hombre en hijo de Dios, llevando así a término la tarea de Jesús: «rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos»: la encarnación se reproduce, la divinidad vuelve así a humanizarse en cada uno de los que aceptan la vida del Padre.
    Pablo, fariseo fanático, esclavo, por tanto, de la ley, derribado del caballo en el camino de Damasco (Hch 9,1-9), descubrió que no podía ser voluntad de Dios un modo de vida, -el que él llevaba hasta ese momento-, que convertía al hombre en un esclavo. En ese momento empezó un largo proceso -que terminaría en Roma, cuando estaba en la cárcel- a lo largo del cual fue abandonando sus antiguas convicciones y asumiendo lo que él mismo llama la nueva mentalidad (Rm 12,2), los valores del mensaje evangélico.
    Uno de los primeros valores que explicó con total clarividencia, fue el de la libertad cristiana: el seguidor de Jesús no está sometido a la Ley, su comportamiento no se rige por un código legal exterior a él; y esto porque la relación del hombre con Dios no es la del Señor-súbdito, sino la de Padre-hijo adulto: «De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...»
    Y, precisamente porque es hijo, lo que impulsa a un seguidor de Jesús a comportarse de un modo determinado no es una norma externa, sino el impulso vital de Dios -el Espíritu- la vida del Padre de la que ha sido hecho partícipe: «la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior al Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!».

 

Liberador solidario

    ¿Cómo entonces Jesús se sometió, a veces, durante su vida a la Ley? La verdad es que, en los evangelios, el sometimiento de Jesús a la Ley en cuanto tal aparece casi exclusivamente en los relatos referidos a su infancia; pero, en cualquier caso, y de acuerdo con la interpretación del apóstol Pablo, Jesús se sometió a la Ley como muestra de solidaridad con los sometidos a la Ley: igual que se hizo humano con los humanos para hacerlos hijos de Dios y pobre con los pobres para acabar con la pobreza, se hizo siervo para lograr la libertad de todos los que vivían como esclavos: «Cuando se cumplió el plazo, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos».

 

Creadores de valores


    La consecuencia de todo lo anterior resulta bastante comprometedora: ser hijos de Dios nos sitúa por encima de todas las leyes, incluida la Ley de Moisés. Pero, ¡atención! Por encima, no necesariamente en contra; y, además, el ser libres de la Ley es para no ser esclavos de nada ni de nadie; si somos libres en nuestras relaciones con Dios, no tendría sentido pasar a depender de ídolos o dioses falsos: «Antes, cuando no sabíais de Dios, os hicisteis esclavos de seres que por su naturaleza no son dioses. Ahora que habéis reconocido a Dios, mejor dicho, que Dios os ha reconocido, ¿cómo volvéis de nuevo a esos elementos sin eficacia ni contenido?» (Gal 4,8-9); como tampoco tiene sentido esa libertad si acabamos sometiéndonos a nuestros peores impulsos: «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad; solamente que esa libertad no dé pie a los bajos instintos» (Gal 5,13).
    ¿Libres, entonces, para qué? Para dejar que toda la creatividad que el Padre ha puesto en nosotros potenciada por la fuerza del Espíritu se exprese en la creación de un mundo de valores verdaderamente humanos: «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad; solamente que esa libertad no dé pie a los bajos instintos. Al contrario; que el amor os tenga al servicio de los demás, porque la Ley entera por la acción del Espíritu, queda cumplida con un solo mandamiento, el de «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,13-14).
    La Ley puede ser útil para corregir el comportamiento de los que todavía, o bien porque son siervos de otros dioses -el dinero, el poder...- o bien porque están sometidos a su propio egoísmo -ellos mismos son su propio falso dios-, no son capaces de comportarse plenamente como personas adultas.
    Por eso, para los que han llegado a ser hijos adultos de Dios..., la Ley no sólo está de más sino que es un verdadero peligro pues, de nuevo según Pablo, «los que buscáis la rehabilitación por la Ley, habéis roto con el Mesías». (Gal 5,4): porque quedarse en el nivel que determina la ley supone descartar la riqueza que nace de haber sido integrados, como hijos, en la familia de Dios.

 

 

 

1.  Reitero lo que ya he explicado en diversas ocasiones: uso el término “hombre” en su sentido específico, reservando para los usos genéricos los términos “varón” y “mujer”.

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