25 de julio de 2021 |
Una propuesta ultrarrevolucionaria
El hambre es la la enfermedad que causa más muertes: decenas de millares de niños cada día, decenas de millones de seres humanos cada año. Pero el hambre no es una enfermedad: para el que todavía no ha muerto, es la primera esclavitud. Y es la demostración de la irracionalidad de este injusto sistema que condena a millones de personas a muerte por carencia de lo que sobra en el mundo. No, no es una enfermedad sino explotación, esclavitud, injusticia, homicidio... Jesús nos indica el camino para salir de ella. No es su propuesta una revolución más: su proyecto es más ambicioso, va más allá, que cualquier revolución.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
2 Reyes 4,42-44 | Salmo 144,10-11.15-18 | Efesios 4,1-6 | Juan 6,1-15 |
Un nuevo éxodo
La Pascua era la fiesta de la liberación de Israel. En ella se recordaba la última noche de esclavitud pasada en Egipto, con la certeza de que ya la libertad estaba cerca (Ex 12,1-14). Pero la Pascua que se iba a celebrar había perdido gran parte de su valor al ser integrada por un sistema religioso que, aunque seguía invocando con la boca al Dios liberador, se había convertido en instrumento de opresión y de esclavitud del pueblo. Por eso Juan marca las distancias y llama a la Pascua, la fiesta de los judíos; es la fiesta oficial de aquel sistema que, recordando las palabras del evangelio del domingo pasado, había extraviado al pueblo, que vagaba desamparado «como ovejas sin pastor» (Mc 6,34). Son, el del domingo pasado y el de éste, dos textos en los que se muestra el camino para salir definitivamente de la esclavitud, en los que se propone un nuevo éxodo, un nuevo proceso de liberación, abierto ahora para toda la humanidad y en el que, por medio de Jesús, también participa el Señor que liberó a los israelitas de aquella antigua, pero aún no vencida, esclavitud.
La dirección de la marcha es ahora la contraria a la del primer éxodo: entonces las tribus de esclavos se encaminaron hacia la tierra de Canaán; ahora sale (éxodo significa salida) de esa tierra una gran multitud, que busca, al otro lado del mar, en tierra de paganos, a Jesús, quien, sentado en el monte (lugar de la presencia de Dios; véase Ex 3,1; 4,27; 18,5; 24,1.9.12-13.15.18; Nm 10,33; 1 Re 19,8; Is 2,2-5; 11,9; Ez 28,14.16; Sal 24,3; 68,16-17), les dará a conocer el camino de la definitiva libertad.
Romper con este sistema
La plata, el dinero, no resuelve el problema.
Felipe no sale bien de la prueba a que lo somete Jesús: «¿Con qué podríamos comprar pan para que coman éstos? (Lo decía para ponerlo a prueba, pues él ya sabía lo que iba a hacer)». No encuentra el camino para saciar el hambre de aquella gente. No conoce otro medio que la compraventa, y por ese camino sólo se sacia el hambre de unos pocos a costa del hambre de la mayoría: «Doscientos denarios de plata no bastarían para que a cada uno le tocase un pedazo.»
Andrés, sin embargo, parece que sí intuye la solución -«Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces»: esta consiste en que los que, siguiendo a Jesús, han decidido ponerse al servicio de la humanidad (a ellos, al grupo de Jesús, a la comunidad cristiana, representa el muchacho que tiene los panes y los peces), compartan todo lo que tienen, aunque sea poco, aunque sólo sean cinco panes y un par de pescados. Pero a Andrés le falta confianza; la comunidad es pobre y no está seguro de que sólo compartiendo se pueda resolver completamente el problema: «¿qué es eso para tantos?»
El Señor, el único dueño
El nuevo éxodo empieza con una comida, como el antiguo. Pero en éste la libertad ya se empieza a gozar en la justicia y la solidaridad.
Ahora los que comen lo hacen recostados, como personas libres. La enseñanza es clara: si los seres humanos, en lugar de acumular egoístamente lo que a otros les falta, comparten -solidaria, amorosamente- lo que tienen, nadie tendrá que convertirse en esclavo para poder ver satisfechas sus necesidades más primarias. La justicia, el amor y la solidaridad son siempre fuente de vida y libertad, de vida en libertad.
Pero para que esto sea posible es necesario aceptar que el Señor es el único dueño de lo que los humanos necesitan para vivir (lo que implica el que nadie se puede hacer dueño de algo que a alguna persona le hace falta para vivir). Eso es lo que reconoce Jesús cuando, con el pan y los pescados en la mano, pronuncia una acción de gracias: la vida y el alimento necesario para la vida son regalos de Dios. Los panes y los peces no son de aquel muchacho, no son propiedad de la comunidad: son fruto del amor de Dios, y el amor de Dios, si no se comparte con los demás, se rechaza.
La Tierra entera es un regalo de Dios a toda la humanidad. Él la entregó a los hombres para que todos disfrutaran de sus frutos. Por eso nadie tiene derecho a acumular lo que a otros les falta; y, por eso, cuando se comparte lo que se tiene, hay para todos y sobra. Y Dios, el Padre, se compromete para que eso siempre sea así.
A pesar de la propaganda de sus voceros, éste -el gobernado al dictado de los intereses del capital- no es ni puede ser el único sistema posible: no es justo y ni siquiera racional un sistema económico que, a pesar de que sobran recursos para que todos vivamos con dignidad, condena a la miseria y a la muerte a millones de seres humanos. Y, por supuesto, no es compatible con la Buena Noticia de Jesús.
El compromiso de la iglesia
La doctrina parece clara. Desde los antiguos profetas de Israel hasta los últimos documentos de la jerarquía católica, parece clara la condena de la injusticia que se identifica como la causa principal del hambre, de la miseria y, en definitiva, de la esclavitud y la muerte de los pobres. Nadie, ningún miembro de la comunidad cristiana, se atrevería a negar que el compartir es una propuesta clara del mensaje de Jesús. Pero, además de la ambigüedad que introducen ciertos documentos eclesiásticos en los que se condena la rebeldía en contra del desorden establecido y se recomienda a los pobres que se resignen con la situación que, dicen, es el resultado de voluntad de Dios, hay gestos que parecen desmentir las maravillosas palabras contenidas en esos documentos: aunque afortunadamente no es lo que sucede en el momento actual con el Papa Francisco, hemos visto muchas veces a los dirigentes de la comunidad eclesial del lado de los banqueros, de los potentados y de los poderosos de este mundo, con miedo a que se identifique la teología cristiana como propuesta de liberación; y con todavía más miedo a colaborar con los que luchan contra la injusticia... gestos que parecen desmentir la opción en favor de los pobres y en contra de la pobreza que está en los cimientos del proyecto de Jesús.
Dios no actúa en el mundo de los hombres -varones y mujeres- más que por medio de los hombres. El “milagro” de la multiplicación de los panes que nos cuenta el evangelio no es en realidad un milagro sino una lección mediante la que Jesús pretende enseñarnos a hacer nosotros el milagro de acabar con el hambre y la miseria, acabando con la ambición, la injusticia y la desigualdad. Es más: esta lección es una de las más importantes que nos ofrece el evangelio; su relación con la eucaristía realza aún más su importancia.
Por eso es absolutamente incoherente, más aún, escandaloso, que la Iglesia aparezca identificada con los poderosos de este mundo, aunque sea con el pretexto de defender valores tradicionales de nuestra cultura y aunque estos se declaren creyentes; y no hay ninguna indicación en el evangelio que nos impida dejarnos ver junto a no-creyentes trabajando juntos por un mundo fraterno. Al contrario, «...quien no está contra nosotros está a favor nuestro.» (Mc 9,40).
Más que cualquier revolución
Si los cristianos nos tomáramos todo esto verdaderamente en serio el resultado sería algo más, mucho más, que cualquier revolución.
Ahora, que nos dicen que las revoluciones ya no son posibles, que la historia ha terminado con la victoria del capitalismo, ahora que la globalización se está convirtiendo en la excusa para justificar una durísima vuelta de tuerca en favor del capital y en contra de todos los demás, ahora que, a pesar de que los medios de comunicación tratan ocultarla, el hambre sigue mostrando y demostrando el fracaso de un sistema que es una solemne mentira porque lo único que en realidad se está mundializando es la exclusión, la precariedad y la miseria, mientras que los beneficios se concentran mucho más y están cada vez en menos manos...
Ahora que cada crisis nos vuelve a mostrar la verdadera cara del capitalismo, por mucho que intenten maquillarla, incluso en los países desarrollados...
Ahora es necesario que levantemos la vista hacia ese horizonte utópico que nos muestra el evangelio y gritemos al Mundo que es posible otro mundo, que se debe esperar activamente la justicia y que es justo luchar por un mundo de personas libres e iguales, por un mundo solidario y en paz. Y que Dios, el Padre, está comprometido en ese proyecto que, de acuerdo con el ideal que propone Pablo a los Efesios, deberá ir realizando la comunidad cristiana, cada una de las comunidades cristianas, adelantando, con la fuerza del Espíritu, la utopía de una humanidad fraterna en la que Dios quiere ser Padre de todos.
Eso sí, todo esto tendremos que hacerlo sin triunfalismos, sin buscar el aplauso fácil, sin pretender sustituir a los líderes de los pueblos y de los colectivos humanos, sin pretender que nuestro proyecto se convierta en un simple sistema socioeconómico y que nuestra revolución se pervierta y se reduzca a un simple instrumento para la conquista del poder: después de repartir panes y peces, Jesús, «dándose cuenta de que iban a llevárselo por la fuerza para hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo». No quiso recibir el aplauso de los que habían saciado su hambre; no quiso convertirse en jefe, en líder, en rey.
El milagro que hoy necesitamos
La lucha contra la injusticia y el empeño en la construcción de un orden económico mundial justo en el que los derechos de las personas estén siempre por encima de los intereses del dinero es un compromiso que, para quienes se sienten cristianos, debe concretar la aceptación del mensaje contenido en el relato de la multiplicación -o mejor, el reparto- de los panes y los peces.
Y este compromiso tiene que comenzar por desenmascarar a quienes se llaman cristianos o se dicen herederos de la tradición cristiana occidental o deudores del humanismo cristiano y practican o defienden políticas inhumanas, en las que no importa que sufran los pobres, los más débiles, los excluidos de los beneficios sociales, si ese sufrimiento sirve para que los beneficios de los potentados -la macroeconomía capitalista no tiene otra perspectiva más que esa- crezcan indefinidamente.
En segundo lugar ese compromiso nos debe llevar a dar pasos concretos en la práctica de compartir los bienes materiales con quienes a nuestro alrededor o lejos de nosotros no tienen lo suficiente para vivir con dignidad.
Finalmente, la comprensión y la aceptación del mensaje del relato del reparto de los panes y los peces nos tienen que impulsar a buscar y promover modos de vida, modelos de organización económica, sistemas de convivencia social en los que la dignidad y la libertad de las personas estén por encima de cualesquiera otros valores y, por supuesto, por encima de los valores y los intereses económicos.
Este será el milagro. Esta será la verdadera revolución.
Y, con toda seguridad, la meta que nos señala el evangelio, siempre nos quedará más allá: pero ya, ahora y siempre, nos servirá para marchar en la dirección adecuada.