17 de mayo de 2020 |
Con la energía del Espíritu
Necesitamos su energía en medio de un mundo que camina en dirección contraria a la que señala el evangelio. Necesitamos ese valedor para atrevernos a esperar que este mundo llegue a ser un mundo de hermanos bajo el reinado del Padre, Dios de amor y ternura. Necesitamos su valor para tener la osadía de proclamar este mensaje en medio de un mundo gobernado por el dinero, dios de la absoluta rentabilidad, y por su fuerza, la violencia homicida, ya se manifieste como agresión armada o como injusticia, hambre y miseria. En una palabra: lo necesitamos porque él nos identifica, haciéndonos partícipes de la misma vida y capaces del mismo amor, con Jesús y con el Padre, de quien proceden esa vida, ese amor y ese mismo Espíritu.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Hechos 8,5-8.14-17 | Salmo 65,1-3a.4-7a.16.20 | 1ª Pedro 3,15-18 | Juan 14,15-21 |
Porque oían hablar
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que, como consecuencia de una violenta persecución que se desató en Jerusalén se dispersaron todos los miembros de la comunidad jerosolomitana, con excepción de los apóstoles; los dispersos fueron anunciando el mensaje. Felipe, uno de los siete diáconos elegidos poco antes (Hch 6,1-6: ver 1ª lectura del domingo pasado), recaló en Samaría, en donde anunció el mensaje de Jesús al tiempo que realizó sorprendentes señales que estaban entre las que había dicho Jesús que acompañarían a los que anunciaran la Buena Noticia, señales de vida y liberación (Lc 9,1; 10,17).
En apariencia, la reacción de los samaritanos fue la aceptación incondicional del mensaje: «las multitudes hacían caso unánime de lo que decía Felipe, porque oían hablar de las señales que realizaba y las estaban viendo». Sin embargo, entre los samaritanos se produce una cierta anomalía; algo no acaba de funcionar correctamente porque los que acogían el mensaje, aunque se bautizaban, no recibían el Espíritu.
Da la impresión de que los samaritanos habían recibido la predicación de Felipe como si hubieran asistido a una especie de campaña electoral, escuchando su mensaje e interpretando sus señales más o menos como los prodigios de un tal Simón -del que se habla en este episodio, aunque los versículos que se refieren a él no se leerán en la celebración litúrgica de este domingo-, un mago que asombraba a todos con sus habilidades. Felipe les resultó más convincente; y por eso se pusieron de su parte y se bautizaron en masa. Pero aquella opción no era todavía lo suficientemente honda como para cambiar sus vidas.
Esta situación tuvo que ser corregida por los apóstoles: «Pedro y Juan ... bajaron allí y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, porque no había bajado aún sobre ninguno de ellos; solamente habían quedado bautizados vinculándose al Señor Jesús». La imposición de las manos debe entenderse como un gesto de acogida personalizada en la comunidad y que, por tanto, supone la aceptación individual del compromiso de seguir a Jesús y del modo de vida que tal compromiso exige; y es precisamente en ese momento cuando cada uno va recibiendo el don del Espíritu.
«Si me amáis...»
El evangelio de este domingo nos habla de la esencia del comportamiento cristiano. Y nos conviene leer detenidamente este fragmento del evangelio y reflexionar sobre su contenido puesto que, muchas veces a lo largo de la historia del cristianismo, ha pasado como cristiano lo que no era más que la escala de valores vigente en un determinado momento histórico en la sociedad (por poner un ejemplo: muchos estudiamos en el catecismo que las virtudes cardinales eran cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza; aunque se trate de verdaderos valores, estas virtudes no son cualidades específicamente cristianas, sino que pertenecen al núcleo del pensamiento moral de un filósofo griego del siglo V-IV a. C., de Platón).
En el origen del comportamiento cristiano, además de los buenos sentimientos que de forma natural pueda tener una persona, hay un hecho fundamental: la relación del creyente con Jesús de Nazaret. Una relación que es, primero, de adhesión a su persona y a su proyecto de humanidad; y en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, una relación de amor que conduce a la plena identificación entre Jesús y el creyente; finalmente esa identificación debe llevar a la experiencia de sentirse hijos de un Dios que ya no es Señor, sino Padre.
Según esto, el comportamiento del creyente en Jesús no se rige por unas normas o leyes impuestas desde fuera, sino, muy al contrario, sus normas de comportamiento se las da él mismo, le salen de dentro como consecuencia de su identificación personal con Jesús: «El que ha hecho suyos mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama».
«...Cumpliréis los mandamientos míos»
Pero ¿cuáles son esos mandamientos?
En el capítulo anterior de su evangelio, Juan nos trasmite el único mandamiento de Jesús, un mandamiento nuevo que, por serlo, hace viejos y sustituye a los demás mandamientos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os tenéis amor entre vosotros» (13,34). Jesús, que acababa de aceptar su muerte como culminación de su entrega en favor de los hombres sus hermanos y que de esa manera llevaba su amor hasta el extremo, se pone como ejemplo y medida del amor que deben practicar sus discípulos. Y hace de ese amor el modo de vida, la norma de comportamiento y el signo mediante el cual se podrá reconocer en adelante a sus seguidores. Poner en práctica en cada caso y en cada circunstancia este único mandamiento, en eso consisten los mandamientos de Jesús.
En realidad, el mandamiento nuevo no es sino el encargo de Jesús a sus seguidores para que continúen su misión. En efecto, en el evangelio de Juan, antes de formular el mandamiento nuevo, Jesús había hablado dos veces de la misión que él tenía que desarrollar diciendo que era un mandamiento, un encargo de su Padre. La primera vez se refiere a lo que tenía que hacer: «Por eso el Padre me demuestra su amor, porque yo entrego mi vida y así la recobro. Nadie me la quita, yo la entrego por decisión propia. Está en mi mano entregarla y está en mi mano recobrarla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Jn 10,17-18). Entregar la vida voluntariamente, éste es el mandamiento que Jesús ha recibido de su Padre. La segunda vez se refiere a lo que Jesús tiene que decir, al mensaje que tiene que comunicar: «Porque yo no he propuesto lo que se me ha ocurrido, sino que el Padre que me envió me dejó mandado él mismo lo que tenía que decir y que proponer, y sé que su mandamiento significa vida definitiva» (Jn 12, 49-50). El mandamiento del Padre consiste en que comunique un mensaje que es al mismo tiempo una oferta de vida, que si la aceptamos, nos hace hijos y nos compromete a trabajar para convertir este mundo en un mundo de hermanos.
A la luz de estos mandamientos que cumple Jesús debemos entender el mandamiento que él nos deja: amar como él amó y proponer este modo de vida a quienes alcance nuestra voz.
Una moral cristiana
En consecuencia, una moral cristiana no se distingue de otras porque incluya unas normas u otras, porque, por ejemplo, condena el divorcio o, según algunos, prácticamente todo lo relacionado con el sexo. No. La moral, la ética cristiana se distingue porque nace y es manifestación de un amor hasta el extremo, un amor de la misma calidad del que puso en práctica Jesús. En todo tipo de relación interpersonal, ésta es la característica que debe distinguir el comportamiento de los cristianos: lo que hagamos debe ser siempre expresión del amor.
Pero ese amor no es el sentimiento blandengue con el que tratan de adormecernos ciertas canciones o determinadas series de televisión. El amor que a nosotros nos exige el seguimiento de Jesús debe ser de la misma calidad que el suyo. A él su amor apasionado a toda la humanidad lo llevó a enfrentarse apasionadamente con los causantes del sufrimiento y el dolor de los pobres, con los culpables de la marginación de los débiles, con los responsables del error de los que, engañados, creían que la injusticia tenía su origen en la voluntad de Dios. A Jesús su amor lo llevó a asumir un duro conflicto que lo llevó a dar la propia vida. De esa calidad debe ser el amor de sus seguidores. Todo lo que es amor, pero tendiendo a completar esa medida.
A Jesús, la lealtad a su compromiso de amor lo llevó a denunciar todo tipo de injusticia y a anunciar la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios si, tras aceptar la vida y el amor del Padre, nos comprometíamos organizar nuestra vida adoptando como pauta un amor que responda a su amor (Jn 1,17).
Espíritu de la verdad
Pero para amar de esa manera, hace falta una fuerza descomunal e inagotable; para luchar de esa forma, hay que estar muy seguros de que estamos en lo cierto. Pues bien: esa fuerza y esa seguridad nos la presta el Espíritu de Jesús. Él nos da la razón y nos da fuerza para dar razón de nuestra esperanza, para explicar por qué, en lugar de conformarnos con este mundo y de identificarnos con él, preferimos identificarnos con Jesús y su mensaje y luchamos por un mundo nuevo en el que creemos firmemente, aunque nadie lo ha visto, arriesgando tanto en el empeño.
Ese Espíritu, dice Jesús, acompañará a quienes decidan olvidarse de cualesquiera otros mandamientos para cumplir los suyos.
Jesús le llama «Espíritu de la Verdad». ¡Y bien que nos hará falta que alguien nos asegure que estamos en la verdad! Los hechos -nos dirán- demuestran que estamos equivocados, que defendemos una utopía irrealizable, que verdad es sólo lo que se puede tocar con los dedos, lo que tiene peso, lo que abre puertas, lo que despeja el camino hacia el éxito... Necesitaremos toda la fuerza de convicción de ese Espíritu para no dejarnos convencer por las lúcidas razones de los adoradores de un dios, el becerro de oro, el dinero, que parece firmemente instalado en nuestro mundo.
Espíritu de Verdad que, por eso, es también Espíritu de libertad (Jn 8,32) y, por eso, Espíritu de amor, pues sólo el que posee un espíritu verdaderamente libre es capaz de un amor como el de Jesús. En sus exigencias no hay imposición ni amenaza de castigo. Sólo fidelidad al amigo que da la vida por los amigos (Jn 15,13).
Ese amor, fruto del Espíritu, es el verdadero y único fruto de la fe, la manifestación de la vida de Dios que late en nosotros. Por eso, no es arriesgado decir que si no hubieran recibido el Espíritu, muy pronto se habría marchitado la fe de aquellos primeros cristianos de Samaría; no habría sido más que el fugaz y pasajero entusiasmo ante unos signos maravillosos, ante unas palabras hermosas que pronto mueren si no se convierten en compromiso de vida.
El Espíritu de la Verdad... y la pandemia
Los frutos principales de la acción del Espíritu deben ser la verdad, que nos hace libres (Jn 8,32) y la verdadera libertad es la tierra en la que puede brotar con más fuerza el amor (Gál 5,13).
En esta situación de angustia que estamos viviendo se está produciendo un fenómeno que, a medio o largo plazo, puede ser más dañino que la pandemia: se están produciendo virulentos brotes de odio originados y fomentados conscientemente por la falsedad y la mentira. Basta conectarse a las redes sociales para darse cuenda de cómo se propone la mentira como verdad y cómo, sobre este sustrato, nacen, crecen y se desarrollan la agresividad, la rabia y el odio.
Me preocupa mucho que ese odio cale en la gente de a pie. Me indigna sobremanera que canallas perfectamente informados estén promoviendo descaradamente ese odio. Y, además, me duele enormemente que algunos de esos que fomentan un infundado resentimiento, buscando determinados beneficios, sean los que sin complejos y sin vergüenza se proclaman creyentes y/o defensores de los valores cristianos.
Y echo de menos la voz de la jerarquía católica reprobando esas mentiras, condenando ese odio.
Cierto que no todo es negativo, al contrario: las iniciativas que revelan que hay mucha solidaridad, mucha capacidad de amor desinteresado surgen por todos lados, tanto entre creyentes -cristianos y de otras religiones- como entre no creyentes: seres humanos con corazón de carne. Constatar esta realidad suscita la esperanza de un mundo mejor.
Por tanto, no combatamos el virus que amenaza nuestra salud y nuestra vida física con otro virus que puede acabar corrompiendo nuestra vida interior, tanto a nivel personal como en el ámbito social.
Si de verdad estamos abiertos a la acción del Espíritu y nos dejamos guiar por su impulso, su influjo se manifestará en la defensa apasionada de la verdad, en la búsqueda de la concordia y la práctica constante de la solidaridad y el amor. Entonces, de alguna manera, sentiremos que se cumplen las palabras de Jesús: «... de la vida que yo tengo viviréis también vosotros. Aquel día experimentaréis que yo estoy identificado con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros.»