11 de abril de 2020 |
La cara de la cruz
La muerte de Jesús fue una muerte real. Y vista desde la perspectiva de los que lo mataron, un fracaso. Pero la cruz es sólo un lado de la moneda. El otro, la cara, es la resurrección. Dos momentos de una única y permanente manifestación de amor, que siempre lleva a la victoria a la vida. Por eso, en el último acto de esta historia nos encontramos con una invitación a la alegría. Y al compromiso en favor de lo que buscaba el que fue injustamente ajusticiado: la justicia, el amor, la felicidad... la vida. Para todos.
Texto y breve comentario de cada lectura | ||
Lecturas del Antiguo Testamento | ||
Génesis 1,1-2,1 | Éxodo 14,15-15,1 | Ezequiel 36,16-17a-18-28 |
Lectura apostólica | Salmo responsorial | Evangelio |
Romanos 6,3-11 | Salmo 117[118],1-2.15B-16.22-23 | Mateo 28,1-10 |
Del caos al orden
De la luz a la tiniebla, de la nada a la vida.
La fuerza inagotable de la vida de Dios no podía permanecer en una eterna, inmutable y desconocida soledad. Luz y orden, venciendo al caos y a la tiniebla, configuran el principio de este mundo nuestro; vida y bondad -«y vio Dios que era bueno»-, expresión del amor inagotable de un Dios bueno que quiere compartir su felicidad, un Dios que no es totalmente feliz -esto podría sonar a blasfemia, pero ésta es la manera de expresarse de la Biblia- si no ve que otros seres son también dichosos.
Y así comienza una historia de encuentros y lejanías en la que, a cada acercamiento de Dios a sus creaturas, éstas, libres a imagen y por voluntad de su Hacedor, responden con un paso adelante y muchos atrás; a cada intento de Dios por ordenar el caos e iluminar las tinieblas, replican llamando orden al disparate y esplendor a la oscuridad.
Esta es la historia que van contando las lecturas de la Vigilia Pascual: creación, elección y promesa de Abraham, liberación de la esclavitud de Egipto, declaración de apasionado amor, ratificación de la fidelidad a la palabra -palabra de amor- dada, recuerdo de las exigencias que deben hacer posible el orden de la vida, promesa del Espíritu, de más vida...
Es la historia vista desde el lado de la fe en un Dios que mantiene su fidelidad aunque la otra parte, la humanidad, el pueblo, sea también constante en su infidelidad.
Porque es eterno su amor
El paso del Mar Rojo fue para Israel la puerta de la libertad. Atrás quedaron el oprobio y el sufrimiento, y la dignidad humana pisoteada y anulada. Este compromiso de Dios con la libertad de su pueblo muestra su grandeza, su gloria, su justicia y, sobre todo, su amor: «Él dividió en dos partes el Mar Rojo ... y condujo por en medio a Israel porque es eterno su amor» (Salmo 136,13-14). Amor a aquel pueblo, que todavía no era el suyo, con el que todavía no había acordado su alianza, amor a los más desgraciados de la tierra, amor a la más extraordinaria de todas sus creaturas. Porque Dios ama al hombre, no puede soportar impasible que no se le permita desarrollar todas las posibilidades que puso en él.
Aquella experiencia, preparada por la celebración de la Pascua, se convirtió en uno de los hechos fundantes del pueblo de Israel y sigue siendo, todavía hoy, uno de los pilares básicos de nuestra fe: Dios ama al hombre y, porque lo quiere como hijo, lo quiere libre. Y ha querido comprometerse, desde siempre, con su libertad.
Ese amor lo recibimos y lo celebramos hoy manifestándose en forma de vida desbordante, como victoria sobre el odio que esclaviza tanto al que lo siente -más quizá a éste- como al que lo sufre; y como reivindicación de la justicia del injustamente ajusticiado.
La cara de la cruz
Jesús, en la última de las bienaventuranzas, precisamente cuando hablaba de las persecuciones que tendrían que sufrir para mantener su fidelidad al proyecto que en ese momento él les proponía, animaba a sus discípulos a mantener la alegría en medio de las dificultades: «alegraos y regocijaos, que Dios os va a dar una gran recompensa» (Mt 5,12). En qué consiste esa recompensa, se desvela en el mensaje del evangelio de hoy.
Es el primer día de la semana, el primer día de la nueva creación. Comienza un mundo nuevo, nace una nueva humanidad.
Jesús había hablado varias veces de su resurrección (Mt 16,21;17,9.22-23;20,19;26,32); pero sus palabras no habían calado del todo en los suyos. Por eso, las más fieles de sus seguidoras, María Magdalena y la otra María, que habían sido testigos de su muerte y de su sepultura (Mt 27,55-56.61), después de observar el descanso del sábado -no habían roto todavía con el mundo viejo que había asesinado a Jesús- parecían resignadas, convencidas de que la muerte había vencido definitivamente a Jesús. Y así, van a visitar su sepulcro, seguras de que allí estará encerrado su cuerpo. Pero a su experiencia le falta un último acto.
En el relato de Mateo hay tres hechos que establecen un lazo indisoluble entre la muerte y la resurrección de Jesús: las mujeres presentes en el momento de la muerte en la cruz y en la resurrección, los temblores de tierra y las tumbas que se abren. Todo esto nos revela algo de lo que las mujeres son testigos privilegiadas: una doble manifestación del amor de Dios que se manifiesta en los dos acontecimientos, o, si queremos decirlo de otro modo, los dos acontecimientos no son sino la manifestación única de un mismo y único Dios, que es amor; amor que se manifiesta en la entrega que hace de sí mismo un hombre, entrega que, aunque ante el mundo aparece como un fracaso, sólo puede ser causa de vida. Sólo que, la mayoría de los que fueron testigos de esa manifestación divina no fueron capaces de apreciar más que la primera parte de la misma y por eso no comprendieron absolutamente nada.
El primero de estos momentos, la muerte de Jesús en la cruz, revela hasta donde llega el amor de Dios o hasta donde debe llegar el amor del hombre que quiere amar como Dios ama: hasta el extremo, hasta la exageración, hasta el don de la propia vida. Ese mismo momento, visto desde una de las perspectivas supone un fracaso, la muerte, la derrota definitiva.
El segundo momento, la resurrección, revela la falsedad de esta última perspectiva: el amor es siempre causa de vida: muerte y resurrección de Jesús no son sino el haz y el envés de la misma realidad. La muerte de Jesús -muerte absolutamente real, porque fue causada por el odio- no es definitiva porque está preñada del amor Dios; por eso acaba dando a luz al hombre nuevo.
Alegría por la victoria de la vida
El sepulcro está vacío. La victoria, estando Dios comprometido en las acontecimientos que se narran, no podría ser más que del amor. Jesús lo había anunciado, pero nadie se lo había creído.
Y son las mujeres, que pensaban que el cuerpo de Jesús seguiría en el sepulcro, quienes son testigos y deben dar un primer testimonio de que de que la muerte no ha prevalecido; y deben convertirse en mensajeras cualificadas de la noticia.
En ellas, tras el anuncio de la resurrección de Jesús, domina la alegría -mucha- sobre el miedo; y en medio de esa alegría, mientras iban corriendo a comunicar a los discípulos la noticia, según el encargo que habían recibido, experimentan la presencia de Jesús vivo. Éste, recibe la adhesión de las mujeres y las anima a dejar que la alegría venza definitivamente al miedo y. finalmente, ratifica el contenido del mensaje que deben transmitir a los discípulos: el proyecto de Jesús sigue adelante; ya se está cumpliendo.
Así nace una nueva humanidad en la que las mujeres asumen un protagonismo impensable en aquel contexto cultural: son las únicas que viven en primera persona la victoria del amor sobre la muerte. Una nueva humanidad en la que la victoria del amor -que presupone e incluye la victoria de la justicia- garantiza que todos podrán aspirar y lograr la felicidad y la alegría en una vida en plenitud.
Vinculados a su muerte... lucharemos con él
A quienes el ángel llama “sus discípulos” Jesús se refiere cuando habla con las mujeres, como “sus hermanos”: ya ha nacido una nueva humanidad, ya hay un primer grupo de hermanos.
Pero esto no ha hecho más que empezar. Ahora son ellos quienes deben ahora asumir la tarea. Para eso los cita en el lugar en el que todo empezó, en Galilea.
Las circunstancias de nuestro mundo hacen necesaria todavía la lucha por la justicia y la liberación; la meta es la fraternidad universal bajo al amor de un Padre bueno, el fin es una humanidad nueva que vive con la vida del resucitado que, aunque ya ha empezado a ser realidad, todavía queda muy lejos de los que siguen siendo víctimas de un orden de muerte, contrario a la voluntad de Dios; por eso la vinculación a Jesús resucitado tiene que ser también solidaridad con su muerte, es decir, con las razones que lo llevaron a afrontar el conflicto, con la fidelidad con que se mantuvo hasta el final y con el amor que manifestó en la cruz. Con la confianza, con la esperanza cierta de que es posible la felicidad para todos y de que, si en la lucha perdemos la vida, será para convertirnos en resucitados.
«Esta es nuestra alternativa: vivos o resucitados». La frase es de Pedro Casaldáliga y constituye es una magnífica síntesis de la esperanza cristiana, de la fe en la resurrección de Jesús a la que nosotros estamos vinculados -definitivamente, si así lo queremos- por nuestro bautismo. Así sucedió con Jesús: pasó por la muerte, pero fue sólo para revelar con su fidelidad el inmenso amor del Padre; y enseguida le llegó, fruto natural y necesario del amor: la vida, la resurrección. Ahora el turno es nuestro. Porque nosotros, ya... «hemos pasado de la muerte a la vida; lo sabemos porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14 ).