10 de noviembre de 2019 |
Es el amor lo que atestigua la vida
Después de justificar la absurda ley del celibato de muchas absurdas maneras, se encontró en el evangelio de este domingo una hermosa argumentación: puesto que en la otra vida varones y mujeres no se casarán, los que en esta vida renuncien al matrimonio anuncian ya la vida futura. Y es verdad. Con una sola condición: que, en cada caso, esa renuncia sea absolutamente libre y consecuencia de su amor al estilo de Jesús.
Porque es el amor, no la renuncia, lo que anticipa esa otra vida. Y ese amor puede estar presente en todas las opciones de vida de las personas.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
2 Macabeos 7,1-2.9-14 | Salmo 16,1.5-6.8.15 | 2ª Tesalonicenses 2,16-3,5 | Lucas 20,27-38 |
Teologías de la opresión
En la época en la que vivió Jesús, los saduceos eran el partido conservador, la derecha; sus miembros eran los terratenientes (los senadores) y los máximos dirigentes religiosos (los sumos sacerdotes, los que habían hecho un negocio excelente con la religión). El poder político que les dejaban los romanos lo controlaban ellos, y a ellos iban los beneficios de la tierra y el templo, las dos fuentes de riqueza más importantes de Palestina. La Tierra había constituido la prueba palpable de la fidelidad de Dios a su palabra y a sus compromisos, a la Alianza: se la prometió a los israelitas cuando eran esclavos en Egipto (Ex 3,8.17) y, después de liberarlos de la esclavitud, se la entregó, como les había prometido (Jos 1,2-4.6;21,14). Con el reparto de la tierra (Jos 13-21) se completó el proceso de liberación iniciado con la salida de Egipto; la tierra se sorteó para que nadie gozara de privilegios; el lote que correspondiera a cada familia no podía ser vendido ni enajenado de ningún modo, pues era el don de Dios a todas las generaciones; pero ahora la tierra estaba en manos de unos pocos que habían conseguido darle la vuelta al plan de Dios. Y, no contentos con esto, se habían adueñado del Templo, lugar privilegiado de la presencia del Dios de la liberación y habían introducido en él al máximo rival del Señor, el dinero. Los saduceos, además, negaban la resurrección y presentaban su posición de privilegio como una muestra de la predilección que Dios sentía por ellos.
Los fariseos, al contrario, creían en la resurrección; pero la opresión y la injusticia la atribuían a los pecados personales de los israelitas que no respetaban ni ley de Dios ni las tradiciones religiosas. En cuanto a los que sufrían las consecuencias de la injusticia sin ser culpables de nada -ellos, los fariseos-, ya los premiaría Dios en a otra vida (véase Lc 16,14-31). Con esta explicación, apuntalaban también la injusticia establecida.
Unos y otros coincidían en atribuir a Dios la causa de la injusticia presente: unos y otros eran, de diversa manera, teólogos de la opresión , pues la justificaban en nombre de Dios. Por eso es perfectamente lógico que la presencia de Jesús, teólogo de la liberación, en el centro neurálgico del sistema, fuera causa de agudos conflictos.
En conflicto con los dirigentes
Jesús está ya en Jerusalén. Lucas ya ha dado cuenta de la entrada de Jesús en la ciudad santa.
El enfrentamiento de Jesús con la institución religiosa anunciado mucho antes («Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran a lo alto, también resolvió ponerse en camino para encararse con Jerusalén» Lc 9,51) está llegando a su punto culminante. Nada más entrar en la capital, se ha ido derecho hasta el templo de donde ha desalojado a los que habían convertido la religión en un negocio (19,29-46); y diariamente enseña a cuantos se acercan al templo, mientras que «los sumos sacerdotes y los letrados trataban de acabar con él, y lo mismo los notables del pueblo, pero no encontraban modo de hacer nada, porque el pueblo entero lo escuchaba pendiente de sus labios» (19,47-48); entonces le exigen que explique con qué autoridad actúa (20,1-8); pero, en lugar de responder dócilmente a sus preguntas, les propone la parábola de la viña y los viñadores, con la que los acusa de ser infieles a la tarea que deberían estar realizando, denuncia sus instintos homicidas y les advierte que acabarán estrellándose contra él, piedra que ellos, los constructores ya habían desechado pero que sería, por designio divino, piedra angular de la nueva casa de los hijos de Dios; les anuncia también que Dios establecerá su reinado en otros pueblos (20,9-19); y al responderles a la cuestión que le plantean acerca la legitimidad del tributo al César, los desenmascara y muestra que su oposición a los invasores es sólo de palabra, de boquilla, pues en lo que les interesa, el dinero, no dudan de dar su adhesión al César (20,20-26).
El evangelista dice al final de este episodio que, a pesar de que lo intentaron, «no lograron cogerlo en nada delante del pueblo y, sorprendidos por su respuesta, se callaron». «Se le acercaron entonces unos saduceos que niegan la resurrección y le propusieron este caso».
Tener hijos
En Israel existía una ley que establecía que si un hombre moría sin hijos, uno de sus hermanos, empezando por el mayor, tenía la obligación de casarse con su viuda para darle descendencia, pues el primer hijo que naciera de esta unión se consideraría legalmente como hijo del difunto: «Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel» (Dt 25,5-6). Esta costumbre sirve a los saduceos para plantear a Jesús una pregunta sobre la resurrección, en la que ellos no creían.
La manera de hacer la pregunta revela su ideología, su concepto del matrimonio: una pura relación legal destinada a la reproducción de la especie. Y es precisamente esa manera de entender el matrimonio lo que hace que su argumento no tenga valor alguno. En la vida futura -responde Jesús-, después de la resurrección, las relaciones interpersonales no estarán determinadas por la necesidad de perpetuar la especie, pues la vida de los individuos «que han sido dignos de alcanzar el mundo futuro y la resurrección» es definitiva, y como ya no hay muerte, no hay peligro de que desaparezca la humanidad: la relación entre ellos consistirá en un amor gratuito, una relación de hermandad.
Un Dios de vivos
Jesús termina su respuesta con un argumento que debió de dejar aún más desconcertados a los saduceos: «Y que resucitan los muertos lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al señor "el Dios de Abrahán, y Dios de Isaac, y Dios de Jacob". Y Dios no lo es de muertos, sino de vivos; es decir, para él todos ellos están vivos».
A ellos no les interesa un Dios de la vida, sino un Dios de la muerte; prefieren que los pobres piensen que «es mejor que Dios no se acuerde de nosotros» y que los desgraciados sientan desconfianza ante un Dios que justifica la injusticia de los fuertes. No les va un Dios al que sólo le interesa la vida, la presente y la futura. No les conviene un Dios que propone a los hombres que vivan y ayuden a vivir, amando a los demás sin límites; a ellos, que vivían a costa de la vida de los pobres, no les interesa un Dios que, presente en el mundo en un hombre pobre del pueblo, asegura la vida definitiva a todos los que se preocupen por la vida -ya por la vida presente- de sus semejantes. No son partidarios de una teología de la vida y de la liberación. Su teología es teología de opresión y muerte. Pero el de Jesús es un Dios de vivos: Dios del amor y de la vida.
Nacidos de la resurrección
De acuerdo con esto, el problema con el que pretenden cazar a Jesús se revela como un falso problema. Los hombre y las mujeres tienen hijos porque en este mundo la vida dura poco. Además, en la otra vida sólo habrá una clase de amor: el amor de hermanos porque los «nacidos de la resurrección» (literalmente hijos de la resurrección, expresión única en el Nuevo Testamento) son hijos de Dios. Varones y mujeres, padres e hijos, todos se amarán como hermanos en la casa del Padre.
Pero no hay que esperar tanto: según el evangelio de Lucas, no hay que esperar a la otra vida para ser hijo de Dios: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bondadoso con los desagradecidos y malvados» (Lc 6,35).
La consecuencia es clara: el compromiso por la justicia y la liberación que nace del amor que una persona siente por quienes él sabe que son sus hermanas y hermanos o que están llamados a serlo, es un signo que anuncia el mundo futuro; el amor al estilo de Jesús -y todo auténtico amor humano puede llegar a serlo- anticipa, hace presente, adelanta al momento presente, la vida futura: «Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida; lo sabemos porque amamos a los hermanos» (1ª Jn 3,14).
Nosotros ya hemos nacido -eso es el bautismo- de la resurrección. ¿Qué sentido tiene entonces vivir preocupados y hacerse preguntas sobre cómo será la vida futura, si ya, en el presente, gozamos de ella?