Domingo 8º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

3 de marzo de 2019
 

El fruto muestra el corazón del árbol



    Es fácil condenar a los demás, sobre todo si el juicio lo hacemos sobre las intenciones. Jesús nos da un criterio, no para convertirnos en jueces de nuestros hermanos, sino para juzgarnos a nosotros mismos: nuestros frutos, nuestras acciones. Y el uso que hacemos de una de las facultades que nos distinguen de los demás seres de la creación: la palabra. Si actuamos y hablamos bien, nuestro corazón estará sano, si no...

 





Completar el aprendizaje


    Después de las bienaventuranzas y la exigencia de un amor que incluya a todos, incluso a los enemigos, Lucas recoge algunas enseñanzas de Jesús que tienen como objetivo el ofrecer a los suyos algunos criterios para juzgar acerca de sí mismos.
    El compromiso al que llama Jesús a los suyos es bastante exigente, realizar el ideal que él propone como meta no va a ser fácil; y esto puede llevar a muchos a actitudes no deseables.
    Las cosas resultarán difíciles y la dificultad provocará errores. Seguir a Jesús y poner en práctica las bienaventuranzas será causa de conflictos y atraerá la persecución; amar a los enemigos puede que sea motivo de burla, levantará sospechas y dará lugar a  acusaciones de traición. En medio de esta situación los seguidores de Jesús seguramente que tendrán momentos de debilidad, a veces serán incoherentes y puede que lleguen a sentir la tentación de abandonar...
    Ante estas probables dificultades, Jesús no recorta sus exigencias, pero con sumo realismo indica que el modo de vida que él propone no se aprende en un día: es necesario un proceso de crecimiento, hay que completar un aprendizaje; mientras este dure, hay que aceptar que aún no se ha llegado a la meta, aunque, en todo caso, la meta seguirá en el mismo sitio: "Un discípulo no es más que su maestro, aunque, terminado el aprendizaje, cada uno le llegará a su maestro". La meta es el mismo Jesús, el modelo único de todo creyente. la meta está alta, no hay duda. Pero ni hay que desanimarse porque aún no la hayamos alcanzado, ni rebajarla por que nos resulte difícil llegar a ella. Somos aún discípulos, nos queda mucho que aprender, pero Jesús quiere que lleguemos a ser como él, que es el maestro.



Habrá ofensas, precisaremos perdón

    El evangelio del domingo pasado terminaba con una vibrante exhortación: «No juzguéis y no os juzgarán, no condenéis y no os condenarán, perdonad y os perdonarán, dad y os darán». Estas palabras, además de animar al perdón y a la generosidad suponen que entre los que acojan el mensaje de Jesús seguirá habiendo ofensas, pues será necesario el perdón; y, por el modo de hablar, podemos deducir que todos necesitarán, en alguna ocasión, ser perdonados.
    Tener esto claro no puede suponer, en ningún caso, que dejemos de estar atentos para procurar no hacer daño a los demás; al contrario, siempre tendremos que estar en tensión buscando la ocasión de hacer el bien a todos, incluso a los enemigos.
    El ser conscientes de este hecho debe tener, sin embargo un efecto extremadamente positivo y beneficioso, pues supone aceptar la propia limitación. No somos dioses y, por tanto, no somos perfectos; por mucho que nos esforcemos, alguna vez nos equivocamos y ofendemos a los demás, quebramos la armonía en las relaciones entre unos y otros, somos infieles a nuestros compromisos... en alguna ocasión podemos dejar que el egoísmo venza en nosotros al amor. Y nunca podremos decir que se trata de la última: siempre puede haber otra ofensa, un nuevo error. Por eso siempre necesitaremos el perdón de quienes podamos ofender y el de Aquel que hace suyas todas las ofensas que se hacen a los hombres.



Ciegos, guías de ciegos

    Reconocer esto, además de ser un ejercicio de sano realismo que mantendrá alejados de nosotros enfermizos complejos de culpa, es también un ejercicio de sana humildad -la humildad sana es eso, realismo, conciencia de nuestras propias limitaciones, y nunca renuncia a nuestra dignidad, a nuestra autonomía o a nuestra libertad- que evitará que caigamos en una terrible, aunque muy frecuente, tentación: la de constituirnos en jueces de los demás. Y decimos que esa tentación es terrible porque equivale a usurpar una función para la que sólo Dios tiene competencia: juzgar el corazón otras personas. Es, una vez más, la tentación de la primera pareja humana: seréis como dios (Gn 3,5).
    En realidad, la necesidad que sentimos a veces de juzgar y condenar a los demás, responde a un intento inconsciente, quizá, puede que malintencionado algunas veces, de ocultar nuestras propias miserias; tratamos de achicar al otro para que no se note demasiado nuestra propia pequeñez: «¿Porqué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, deja que te saque la mota del ojo", sin fijarte tú en la viga que llevas en el tuyo?».
    Pero, además, si olvidándonos de lo anterior sucumbimos a la tentación y nos convertimos en jueces de nuestros hermanos, nos amenazará un peligro aún más grave: quedarnos ciegos para ver nuestras propias carencias y, con la falsa seguridad que da la soberbia, tratar de convertirnos en guías y maestros de quienes son sólo -¡y nada menos!- que nuestros hermanos. Las consecuencias serán desastrosas para todos: «¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?».



Por sus frutos se conoce el árbol...

    Y una consecuencia no menos grave: la de resultar incapaces de ayudar a los demás -«¡Hipócrita!, sácate primero la viga de tu ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano»- y quedar estériles para dar los frutos que se esperan de nosotros pues «no hay árbol sano que de fruto dañado, ni a su vez árbol dañado que de fruto sano».
    Los frutos del árbol sano serán el amor y todas sus manifestaciones: la justicia, la fraternidad, la igualdad, la felicidad, la convivencia en armonía, la paz; la alegría de participar de la alegría de los demás, el gozo de sentir que la debilidad y la pobreza de cada uno se convierte en fuerza incontenible, transformadora de la realidad, aunque no violenta, y en riqueza compartida. Y la palabra, que será buena si busca hacer el bien, si es leal y verdadera.
    La mala lengua, la que hace daño hasta cuando calla, como todo lo que injustamente provoca sufrimiento y tristeza, será siempre fruto de un árbol con el corazón podrido.
    Esos frutos deben llegar a ser el amor sin medida que a nadie excluye del que se hablaba en el evangelio del domingo pasado y deben empezar por el perdón y la comprensión de los fallos de los demás, cosas que, si no son ya un amor en plenitud, son un camino que nos llevará a él.
    Esto no excluye que los miembros de la comunidad juntos, y sin que ninguno se convierta en juez de nadie, intenten descubrir las equivocaciones de cada uno para ayudarse a superar las limitaciones individuales; tampoco queda excluido cuando alguien rompa con un hermano, que se le pidan cuentas, que se dialogue y que se intente recomponer la unidad perdida; eso sí, con el perdón ya dispuesto y preparado (Lc 17,1-4).
    En ningún caso se debe entender que Jesús pretenda que sus seguidores renunciemos a toda actitud crítica y autocrítica; al contrario: debemos revisar nuestras actitudes y nuestro comportamiento, no podemos olvidarnos de evaluar el cumplimiento de nuestros compromisos. La crítica constructiva es necesaria en la comunidad cristiana, si no queremos dormirnos en los laureles.



...y la plantación entera

    Y, por supuesto, estas palabras de Jesús no excluyen el que la comunidad sea y actúe como conciencia crítica del orden social que está empeñada en cambiar, denunciando la injusticia y la falta de amor del mundo éste.
    El criterio que debe determinar esta crítica es el también el fruto que la comunidad produce en favor de toda la humanidad.
    ¿Y, en este caso, cuáles son los frutos?
    Los frutos de una comunidad sana serán palabras, acciones y compromiso que impulsen la instauración del reinado de Dios, es decir, el mundo que se articula alrededor de los valores proclamados en las bienaventuranzas.
    Preguntémonos, por tanto: nuestra actividad, ¿está consiguiendo que los pobres sean dichosos, que se sacien los hambrientos y rían los que hasta ahora lloraban? Si esos son nuestros frutos, nuestro árbol está sano.
    Pero si nuestro comportamiento afianza y no pone en peligro los privilegios -el consuelo- de los ricos, y no deja con hambre a los ambiciosos ni provoca lamentos en quienes defienden un mundo de pobres -los demás- y ricos -ellos-... los frutos que estamos produciendo están podridos y nuestro árbol está gravemente enfermo.
    Los frutos que han de servir como criterio para juzgarnos como comunidad son también, en el orden social, el amor y sus consecuencias: libertad para los oprimidos, justicia para los pobres y, para todos la paz y la felicidad que nacen del amor.
    Y fruto es también la palabra que anuncia un mundo como éste, palabra que brotará de un corazón lleno de amor por la humanidad y por cada ser humano concreto y repleto de esperanza por un mundo en el que sólo el amor gobierne la vida de las personas: "El que es bueno, de la bondad que almacena en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal: porque lo que rebosa del corazón lo habla la boca".

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