Domingo 4º del Tiempo Ordinario Ciclo B |
28 de enero de 2018 |
Claro que existen los demonios
Todavía hay algunos sueltos. Y no están en el infierno, sino mucho más cerca. Pero ya es posible identificarlos y desenmascararlos. Desde que Jesús los descubrió, han perdido toda autoridad. De todos modos, ¡cuidado con ellos! Saben disfrazarse y siguen teniendo efectos letales sobre quienes caen bajo su dominio. En todo caso, sigue vigente la oferta y la posibilidad de liberación encarnada en Jesús de Nazaret.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Deuteronomio 18,15-20 | Salmo 94 (95),1.2.6-9 | 1ª Corintios 7,32-35 | Marcos 1,21-28 |
Un profeta
El tiempo, una realidad o un concepto que nos resulta difícil comprender y definir, es algo que siempre el hombre ha deseado dominar y que parece que siempre se le escapa entre los dedos. Por eso, siempre y en todas las culturas han aparecido individuos dispuestos a aprovechar en beneficio propio ese deseo de dominar el tiempo, de anticiparlo, de conocer el futuro... deseo que, en el fondo, es un síntoma de una necesidad mucho más profunda en el hombre: la necesidad de seguridad..
Con mucha frecuencia, los espabilados se han aprovechado de esta debilidad humana y se han apoyado siempre -o casi siempre- en los sentimientos religiosos de la gente sencilla para darle más firmeza a su negocio. Pero ofrecer seguridad, es siempre crear dependencia; por eso resulta totalmente coherente con el Dios de la Liberación la advertencia que encontramos en el libro del Deuteronomio: «No haya entre los tuyos... vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes» (Dt 18,10).
Como alternativa a estas prácticas, el Deuteronomio anuncia una institución que adquiere en Israel una importancia especialísima, el profetismo: «Un profeta, de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor tu Dios. A él escucharéis». Dios, pues, se servirá de hombres, los profetas, para mantener la comunicación con los hombres.
La misión de estos portavoces de Dios no es anunciar el futuro, ni ofrecer falsas seguridades. La tarea de los profetas consiste en ser portadores de la palabra de Dios; y ésta es siempre una instancia crítica ante la injusticia, la desigualdad, el desprecio de la dignidad humana, la opresión, el abuso de los fuertes sobre los débiles o, simplemente, frente al conformismo de quienes no reaccionan ante los abusos y los atropellos perpetrados por unos pocos hombres en perjuicio de la mayoría.
Por eso la institución profética implica unas exigencias muy serias tanto a quien la realiza como a sus destinatarios. Los que escuchan el mensaje de un profeta, los que escuchan su palabra deberán acogerla como palabra del mismo Dios; los profetas, por su parte, deberán ser fieles a lo que Dios les dice; jamás hablarán en nombre propio ni, mucho menos, en nombre de otros dioses.
Las palabras que leemos en la primera lectura se refieren a la institución del profetismo en general; pero se interpretaron durante mucho tiempo como el anuncio de un personaje singular, un nuevo Moisés que Dios enviaría para que fuera portavoz de su proyecto; así leídas, estas palabras se realizan plenamente en Jesús de Nazaret; y así lo entendieron desde el principio quienes escucharon su mensaje y descubrieron en él la autoridad del Dios liberador de Israel.
En la sinagoga
En Palestina no había más que un templo: el de Jerusalén. Pero cada ciudad y cada pueblo tenía su sinagoga, que era el lugar donde los israelitas piadosos se reunían para recitar salmos y escuchar la lectura de la Ley y los Profetas y la explicación tradicional de estos textos. Estando en Cafarnaún, ciudad cercana a Nazaret, situada a la orilla del lago de Galilea, el primer sábado en que tiene ocasión, Jesús se acerca a la sinagoga y se dirige a los que allí estaban reunidos.
Marcos quiere dejar claro que Jesús no va a la sinagoga a consolidar aquel sistema religioso. No dice nada de la liturgia -el ceremonial- de la sinagoga, ni -como dirá Lucas- que Jesús fuera invitado a participar leyendo y comentando las lecturas del Antiguo Testamento; al contrario, dice que el sábado, que era el día de reunión -los demás días se habría encontrado la sinagoga vacía-, entró en la sinagoga y sin que nadie lo invitara, inmediatamente, tomó la palabra y se puso a enseñar.
El evangelio tampoco dice nada del contenido de su predicación, por lo que debemos deducir que se trata del único mensaje que hasta el momento ha presentado Jesús: el reinado de Dios está cerca. Este mensaje no era extraño a la sinagoga pues la esperanza en una intervención divina para devolver su grandeza a la nación israelí estaba, como comentábamos el domingo pasado, muy arraigada en los paisanos de Jesús y tenía su fundamento en los libros que se leían en la sinagoga que narraban anteriores intervenciones del Señor y anunciaban otras para el futuro. Lo que destaca Marcos es, no el contenido del mensaje, (hablar del reino de Dios no debió resultar novedoso allí), sino la repercusión que tienen las palabras y el modo de enseñar de Jesús: «Estaban impresionados de su enseñanza, pues los enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados».
El sistema en peligro
Este asombro que provoca la enseñanza de Jesús entre sus oyentes se debe a una doble razón. Aquella forma de enseñar es nueva y se nota que el que habla lo hace con autoridad.
La autoridad de Jesús procede de dos fuentes: de su compromiso (está dispuesto a defender su proyecto, el reinado de Dios, con su propia vida); y del Espíritu de Dios, que él posee en plenitud (según se puso de manifiesto una vez que él asumió su compromiso en el bautismo: «...mientras salía del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar como paloma hasta él», Mc 1,10). Por eso, cuando Jesús habla lo hace como el profeta, habla de parte de Dios, como leíamos en el evangelio del domingo pasado (Mc 1,14).
Pero esa valoración positiva de la enseñanza de Jesús va acompañada de un juicio muy poco favorable acerca de la enseñanza de los expertos en la Ley y los Profetas, los letrados, que eran quienes enseñaban todos los sábados; éstos no enseñan con autoridad -«y no como los letrados»-, no enseñan, por tanto, de parte de Dios. Esta es la segunda causa de asombro de los oyentes de Jesús. Ellos, que habían estado asistiendo durante muchos años a la enseñanza de los sábados en la sinagoga, no se habían dado cuenta hasta ahora de que los letrados no hablaban de parte de Dios y de que sus enseñanzas eran sólo tradiciones humanas presentadas como divinas.
Si las dos fuentes de la autoridad de Jesús son, como hemos dicho, su compromiso y la presencia en él del Espíritu, la falta de autoridad de los letrados se deberá, por un lado, a que no se comprometían demasiado con su enseñanza (ver Mc 7,6-7; 12,13-17) y, en cuanto al espíritu, enseguida se verá cuál es el que ellos representan.
En cualquier caso, el asunto era grave. No se trataba de opiniones discrepantes entre maestros de la Ley; la cuestión era que Jesús, que ni siquiera era maestro de la Ley, estaba poniendo en peligro todo el sistema religioso establecido pues su enseñanza estaba dejando en evidencia a los representantes oficiales de ese sistema.
El defensor del sistema
Los letrados debían estar presentes. Era sábado y ellos, además de ser los más cumplidores, eran los responsables de la enseñanza que se impartía en las celebraciones de la sinagoga. Pero según el relato evangélico, nada dicen. No parece necesario; cuentan con un apasionado defensor: «Estaba en aquella sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo e inmediatamente empezó a gritar. -¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruimos?».
¿Quién es este nuevo personaje que aparece en el relato?
Se trata de un hombre poseído por un espíritu inmundo: un espíritu es una fuerza interior que mueve al hombre a comportarse y a vivir de una determinada manera; inmunda es aquella fuerza que resulta repugnante a Dios porque impulsa al hombre en dirección contraria a su plan a su proyecto sobre la humanidad. El poseído es una persona totalmente dominada por esa fuerza contraria a Dios.
¡Un espíritu inmundo en la sinagoga! En Jesús habitaba el Espíritu Santo, fuerza con la que realizará toda su misión de parte de Dios; en la sinagoga habitaba un espíritu inmundo, una fuerza contraria al plan de Dios. ¿Cómo no se habían dado cuenta antes? ¿Y cómo tal espíritu no había huido de allí?. Pero, además, no estaba allí de paso, ni por casualidad: él parece sentirse allí muy a su gusto, y ahora se siente amenazado por la presencia y la enseñanza de Jesús; pero, según las palabras del evangelio, lo que Jesús había puesto en peligro no era sino la enseñanza de los letrados: a ellos defiende; él es el defensor de la religión que éstos enseñaban. El espíritu inmundo, él es el defensor del sistema.
Una confesión de falsa fe
De manera engañosa, el espíritu inmundo que usaba la boca de aquel hombre alardea de conocer el origen divino de la misión de Jesús en lo que aparentemente es una confesión de fe: «Sé quien eres tú, el Consagrado por Dios». Pero en realidad se trata de una trampa.
Había aludido antes al pueblo del que procedía Jesús, Nazaret, pequeño núcleo de población de las montañas de Galilea. Los habitantes de aquella región tenían fama de revolucionarios. Al llamar a Jesús Nazareno y añadir que era el Consagrado por Dios, aquel espíritu intentaba distraer la atención de la gente para que nadie tomara conciencia del contenido de su enseñanza que tan peligrosa estaba resultando para aquella religión; aprovechando el entusiasmo del pueblo y el arraigo de las ideas nacionalistas cargadas de odio o desprecio a los no israelitas, se proponía provocar una revuelta popular procurando que Jesús fuera confundido con un cabecilla revolucionario violento: si esa revuelta se producía, los romanos se encargarían de eliminar a Jesús y devolver la tranquilidad a los responsables de la sinagoga. Pero Jesús conjura el peligro liberando al hombre del dominio de aquel espíritu.
Poder sobre los espíritus
El conflicto se resuelve con autoridad. Con una orden tajante, Jesús libera a aquel hombre del espíritu que lo dominaba y que lo estaba utilizando: «Jesús le conminó: ¡Cállate la boca y sal de él! El espíritu inmundo, retorciéndolo y dando un alarido, salló de él».
El hombre con espíritu inmundo es el símbolo de la degradación a la que había llegado la religión de Israel en aquel tiempo: representa al pueblo que, en cuanto lo escucha, reconoce en Jesús al enviado de Dios y ve en él la esperanza de una nueva y definitiva liberación. El espíritu inmundo que lo domina simboliza a los letrados, a la ideología con la que ellos lo tienen engañado y sometido haciéndole olvidar el proyecto de Dios que quiere un pueblo de personas libres. La expulsión del espíritu representa la liberación, la posibilidad para el pueblo, en aquel momento sometido a la ideología alienante de los fariseos, de llegar a ser un pueblo de personas adultas, de hombres libres; y no sólo del dominio de un imperio extranjero, (los letrados, casi todos del partido fariseo, decían que odiaban a muerte a los romanos, que dominaban la tierra de Israel en aquel entonces), sino libres de todo lo que no les permite parecerse a Dios, libres en primer lugar de una manera de entender las relaciones con Dios que hacían -¿que siguen haciendo?- a los hombres esclavos.
Aquel hombre que estaba poseído por el espíritu inmundo representa a cualquier colectividad o a cualquier persona dominada por ideologías que, o bien son causa del sometimiento y de la pérdida de la libertad del ser humano, o bien propugnan la violencia y, todas ellas, se justifican con razones de carácter religioso. Sólo dejándose liberar del dominio de tales ideologías podrá el hombre aceptar plenamente el mensaje de Jesús (por eso coloca Marcos este episodio al principio de su evangelio); sólo así podrá el hombre conquistar su libertad; sólo así podrá el hombre colaborar en la liberación de toda la humanidad. En una palabra: sólo así podrá el hombre entender, aceptar y acoger el proyecto de Jesús de Nazaret, el proyecto de Dios para la humanidad.
Cuidado, por tanto, con los demonios que todavía puedan andar sueltos.