Domingo 5º de Cuaresma - Ciclo B


Salmo responsorial: 50(51),3-15

 

 

3 Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
            por tu inmensa compasión borra mi culpa.
4 Lava del todo mi delito,
            limpia mi pecado,
5 pues yo reconozco mi culpa,
            tengo siempre presente mi pecado.
6 Contra ti, contra ti solo pequé,
            cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás la razón,
            en el juicio resultarás inocente.
7 Mira, en la culpa nací,
            pecador me concibió mi madre.
8 Te gusta un corazón sincero,
            y en mi interior me inculcas sabiduría.
9 Purifícame con el hisopo: quedaré limpio;
            lávame: quedaré más blanco que la nieve.
10 Anuncíame el gozo y la alegría,
            que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta de mi pecado tu vista,
            borra en mí toda culpa.
 
12 Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
            renuévame por dentro con espíritu firme;
13 no me arrojes lejos de tu rostro,
            no me quites tu santo espíritu;
14 devuélveme la alegría de tu salvación,
            afiánzame con tu espíritu generoso.
15 Enseñaré a los malvados tus caminos,
            los pecadores volverán a ti.

 

            El salmo 50, uno de los más conocidos del salterio, es la continuación o respuesta al salmo anterior que constituye una dura requisitoria o acusación de Dios contra el hombre que recita constantemente los mandamientos pero no los cumple. Al final el salmo abre la puerta a la esperanza: «confesar el pecado es sacrificio que me honra, al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios» (49/50,23).
             En el salmo 50(51) encontramos, pues, la respuesta del hombre que es, en primer lugar, una apelación al amor de Dios -«Misericordia, Dios mío, por tu bondad...»-, seguido del reconocimiento de la propia culpa; a continuación se pide algo verdaderamente insólito: ser objeto de una re-creación: un corazón puro, un espíritu firme... Esa nueva creación implica continuar gozando de la presencia, de la cercanía de Dios y de la fuerza de su Espíritu; sólo así el salmista sabe que podrá mantener su fidelidad. Finalmente se solicita el cumplimiento de la promesa con que acababa el salmo anterior: «devuélveme la alegría de tu salvación...», a la que el orante responderá dando testimonio del amor/perdón recibido, convirtiéndose así en invitación para que otros pecadores se conviertan y entonando himnos de alabanza y reconociendo la justicia de Dios (vv. 14-16).
             Después de recibir el perdón, el salmista lo celebra litúrgicamente, entonando himnos de acción de gracias; no obstante, reconoce el salmista, el culto -los sacrificios- no son del agrado del Señor si no se apoyan en una conversión interior sincera.

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