7 Por eso supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. 8 La preferí a cetros y tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza; 9 no le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella, la plata vale lo que el barro; 10 la quise más que a la salud y la belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. 11 Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables. | | El libro de la Sabiduría, el último libro del Antiguo Testamento, es un libro escrito con el objetivo de mostrar a los gobernantes cómo deben realizar su labor. El autor hace protagonista de este libro a Salomón, rey cuya sabiduría, justicia y prudencia eran proverbiales en Israel. En este párrafo afirma que, habiendo tenido la oportunidad de elegir entre poder, riquezas y sabiduría, prefirió esta última, por considerarla mucho más valiosa. Esa sabiduría que pide a Dios, aunque él aún -en el tiempo literario- no lo sabe, le servirá después para gobernar. Qué se entiende en este contexto por “sabiduría” nos lo dice el final del capítulo anterior: «Muchedumbre de sabios salva al mundo y rey prudente da bienestar al pueblo» (Sab 6,24). La verdadera sabiduría se muestra como tal porque trae la salvación a la humanidad y procura paz y felicidad a los pueblos puesto que consiste en la práctica de la justicia: «Amad la justicia, los que regís la tierra, pensad correctamente del Señor...» (Sab 1,1). Así comienza este libro que bien podría considerarse un tratado de ética y teología política para gobernantes. Justicia y sabiduría se identifican; y juntas caracterizan el buen gobierno. |