Pedro tomó la palabra y dijo:
    - Vosotros conocéis muy bien el hecho acaecido en todo el país judío, empezando por Galilea después de que Juan predicó el bautismo, el hecho de Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo tanto en el país judío como en Jerusalén. Lo mataron, colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino de los testigos que Dios había designado de antemano, de nosotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la muerte. Él nos mandó predicar al pueblo dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. Sobre esto el testimonio de los Profetas es unánime; todo el que le da su adhesión obtiene el perdón de los pecados.

     Pedro, en su discurso ante Cornelio y toda su familia, resume en unos cuantos rasgos la predicación sobre Jesús: enviado por Dios e impulsado por la fuerza del Espíritu, pasó haciendo el bien y ofreciendo la liberación a los sometidos a toda clase de opresión causada por los poderes del mal contrarios al designio de Dios (eso es “el diablo”); esa liberación de los oprimidos significa el triunfo de Jesús sobre esos poderes y, a la vez, es signo de que Dios estaba con él. Pedro habla en nombre de los discípulos, a quienes presenta como testigos directos de esa actividad liberadora. Su compromiso fue causa de conflicto con los poderosos que acabaron con su vida; pero Dios no permitió que el odio y la muerte vencieran a la fuerza de la vida de quien se entrega por amor a los demás luchando en favor de todos.
    Pedro y otros seguidores de Jesús también fueron testigos privilegiados de la victoria de la vida. Enriquecidos por esa experiencia han recibido el encargo, la misión de compartir su testimonio, de dar publicidad a esta buena noticia, abriendo así la puerta de la salvación a toda la humanidad.