11 de marzo de 2018 |
No hay temor en el amor
No nos debe dar miedo de Dios; si hay que temer a alguien es a nosotros mismos. No es Dios el que puede amargarnos la vida -ni ésta ni la futura-. Lo que nos puede perder es nuestra insensatez, nuestra resistencia a acoger lo que nos ofrece y el negarnos a aceptarlo tal y como él se quiere manifestar: como amor sin límite.
Nuestra insensatez y la crueldad de los poderosos, los que con su inmensa capacidad de violencia se constituyen en dioses y pueden provocar, cuando quieren, conmoción y terror.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
2º Crónicas 36,14-16.19-23 | Salmo 136(137),1-6 | Efesios 2,4-10 | Juan 3,14-21 |
Prefirieron las tinieblas...
Después de instalarse en la tierra prometida, los israelitas pasaron por situaciones muy diversas. El libro de las Crónicas, al que pertenece la primera lectura, se refiere hoy a sucesos que tuvieron lugar en el siglo sexto antes de Cristo, cuando el pueblo que se sentía liberado por el Señor volvió a perder su libertad.
El autor del relato resume los acontecimiento de muchos años en sólo unas pocas líneas. Primero se refiere al estado en que se encontraban las relaciones del hombre con Dios: el pueblo se negaba a escuchar su palabra, se burlaba de sus mensajeros, se reía del mensaje de sus profetas. En ese contexto, Nabucodonosor, emperador de Babilonia, invade Palestina, conquista Jerusalén y deporta a muchos judíos a Babilonia.
El relato se escribe según el esquema pecado - castigo - restauración, simplificando los acontecimientos históricos para que se adapten a esta perspectiva.
La primera parte de la lectura (vv. 14-16) describe el pecado del que se hace responsables a las autoridades de Judá, los sacerdotes y el pueblo: es decir todo el pueblo, con sus dirigentes a la cabeza. A pesar del pecado inicial, Dios no abandona a su pueblo y, porque lo sigue amando, le envía mensajeros; pero éstos son acogidos con la burla y el desprecio.
La segunda parte (19-21) refiere el castigo. Sujeto de las acciones que se describen son Nabucodonosor y su ejército, que destruyen el templo y la ciudad de Jerusalén y deportan a sus habitantes. Los acontecimientos, decimos, están simplificados; en realidad no todos fueron deportados a Babilonia y la tierra de Palestina siguió cultivándose. El pueblo quedó dividido en tres grupos: los que quedaron en Palestina, campesinos pobres; algunos que consiguieron huir a Egipto y la mayoría de los dirigentes e intelectuales que fueron deportados a Babilonia. Sin duda, éste es uno de los momentos más trágicos de la historia de Israel: la esclavitud que sus antepasados habían sufrido se hace de nuevo presente en la vida -más bien en la muerte- del pueblo.
El escritor interpreta esos hechos como un castigo de Dios, aunque ahora, a la vista de lo que dice el evangelio, podemos entenderlo mejor: «la luz ha venido al mundo y los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque su modo de obrar era perverso»; el castigo no procede de Dios: han sido ellos, los israelitas quienes, al apartarse de Él, al alejarse del Dios de la liberación, han vuelto a caer en la esclavitud. Ellos lo interpretan como un castigo que Dios les manda, pero en realidad no es más que la consecuencia lógica de sus actos: apartarse de Dios significa alejarse de la justicia, de la solidaridad... Alejarse de Dios es acercarse a los dioses falsos; y éstos son siempre causa de esclavitud. Precisamente en eso se nota que son falsos.
Al final, como conclusión de los libros de las Crónicas (22-23), se anuncia una nueva intervención liberadora de Dios y el restablecimiento de las buenas relaciones con Él, que volverá a hacer sentir su presencia en medio de su pueblo.
Dios ama al hombre
La segunda lectura, de la carta a los Efesios, parte también de la constatación de una situación negativa, de alejamiento de los hombres respecto a Dios. Pero en este caso no se habla de castigo sino solamente de vida y salvación. Porque, cuando el hombre estaba alejado de Dios, cuando estaba sumido en el mal, -el mal consiste precisamente en eso, en estar lejos de Dios y esa lejanía es considerada por San Pablo semejante a la muerte- Dios derrama todo su amor para cambiar la muerte por vida: «cuando estábamos muertos por las culpas nos dio vida con el Mesías -estáis salvados por pura generosidad-, con él nos resucitó y nos hizo sentar en el cielo, en la persona del Mesías Jesús».
El amor de Dios es totalmente gratuito. Dios ama al hombre sin que éste lo merezca: su amor no supone como condición previa la bondad del hombre, sino que la produce; Dios no ama sólo a los que son buenos porque son buenos; Él ama porque es bueno y su amor hace bueno a quien se deja querer, al que lo acepta libremente1.
Entre la muerte y la vida de las que habla la carta a los Efesios, se produce un hecho: el don de sí mismo de Jesús de Nazaret, la solidaridad de Jesús con quienes en ese momento eran pecadores es causa y fuerza de vida y salvación. Esto es lo que explica Jesús a Nicodemo, aunque éste no parece que lo entendiera demasiado bien, quizá porque su mentalidad estaba todavía de acuerdo con la manera de pensar que se refleja en la primera lectura.
Nacer de nuevo
Nicodemo, el personaje a quien Jesús dirige las palabras del evangelio de hoy, era un fariseo. El partido fariseo era adversario del saduceo, al que pertenecía la mayoría de los sumos sacerdotes, los jerarcas religiosos que gobernaban el templo de Jerusalén y a los que los fariseos consideraban ilegítimos. Por eso Nicodemo, después de la expulsión de los mercaderes del templo, vino a negociar con Jesús para establecer un acuerdo. Él estaba dispuesto a aceptar que Jesús era un «maestro venido de parte de Dios», pero quería que todo se desarrollara «dentro de un orden», dentro del orden que establecía la Ley. Nicodemo propone a Jesús que realice su misión de acuerdo con ellos, actuando como maestro de la Ley de Moisés, que era, según las doctrinas fariseas, fuente de vida y norma de comportamiento para el hombre.
La respuesta de Jesús fue tajante: no es sólo una reforma de las instituciones religiosas lo que él propone; según el proyecto de Dios, hay que «nacer de nuevo»
Levantado en altoo
La Ley, explica Jesús a Nicodemo, ya no puede desempeñar las funciones que se le atribuían en la doctrina de los fariseos. De hecho, no había cumplido esas funciones en el pueblo de Israel, pues no había sido capaz de impedir que la más importante de sus instituciones, el templo, se hubiera convertido en instrumento de muerte y de opresión de los pobres ¡en nombre de Dios mismo!
La vida de Dios llegará por un cauce totalmente distinto: por un ser humano, el Hombre «levantado en alto», colgado en una cruz a la que lo llevará la fidelidad y la lealtad en el cumplimiento de su compromiso de amor con toda la humanidad. De este modo, «todo el que lo haga objeto de su adhesión», todo el que decida asumir esa forma de vivir y de morir (morir por amor, consumir la vida amando), nacerá de nuevo y obtendrá la «vida definitiva». Y, de ese modo, el Hombre «levantado en alto», el Mesías crucificado, será la norma de comportamiento para todos los que quieran caminar iluminados por Dios, para todos los que elijan la luz y abandonen la tiniebla, que consiste en un mundo organizado en contra de la voluntad de Dios y de la felicidad del hombre.
Así manifestó su amor
El hombre «levantado en alto» «así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca»».
El Padre, en lugar de prometer un cielo para los que se porten bien y de amenazar con un infierno para los que se porten mal, envía a su hijo para que nos descubra el infierno en que hemos convertido la Tierra, y nos enseñe a construir el cielo aquí y ahora. Y dimite de su función de juez supremo y nos traspasa a nosotros la responsabilidad de decidir y de escoger entre salvar y condenar nuestra vida y nuestro mundo: «Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve. El que le presta adhesión no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en calidad de Hijo único de Dios».
Ese amor gratuito de Dios llena de vida al hombre que lo acepta, pero no se detiene en quien lo recibe: éste, el hombre que acepta y experimenta el amor de Dios debe convertirse en cauce de ese amor, para que llegue y llene de vida a otros hombres: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero. El que diga «Yo amo a Dios» mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo.» (1Jn 4,19-20). Esa es la línea de conducta, el bien que Dios nos asignó de antemano para que lo realizáramos, según dice el apóstol Pablo a los Efesios: el amar gratuitamente a quienes nos rodean para que, por medio de nuestro amor, les alcancen a ellos también la vida y el amor que Dios nos regaló por medio de Jesús Mesías.
Otro orden
Para mantener el desorden que nos empeñamos en llamar orden (la ley y el orden, que dicen algunos) es necesario un dios que mande mucho y que amenace más; para que sus amenazas produzcan efecto y los hombres obedezcan sus leyes algunos necesitan un dios que meta miedo; pero por lo que Jesús le dice a Nicodemo, Dios no va a estar por la labor: Él no va a imponer su punto de vista; sólo lo va a exponer... «levantado en alto». Allí lo podrán ver todos y podrán comprobar que Dios es amor. Y podrán escoger y ponerse del lado del crucificado o de sus asesinos; y elegir, para sí mismos y para el mundo, la salvación del amor de Dios o la ruina que representa el orden este. Sin miedo. Ya lo dice Juan en su primera carta: «En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; quien siente temor aún no está realizado en el amor» (1Jn 4,18). Sin miedo: ¿qué miedo va a dar un Dios que se manifiesta en un hombre clavado en una cruz? Sin temor. Pero asumiendo cada cual su responsabilidad, no sólo por el lado en el que se coloque, sino por la imagen de Dios que anuncie a los demás, pues sólo una es válida: la que revela el Hombre aquel, el Hijo único de Dios... levantado en alto.
1.Esto no quiere decir, en ningún caso, que la bondad sea exclusiva de los creyentes sino que, desde la perspectiva creyente, allí donde hay bondad está brillando el amor de Dios.