18 de marzo de 2018 |
Queda la esperanza
Jesús está a punto de culminar su enfrentamiento con los poderes de este mundo: la jerarquía judía, el poder imperial romano... Tratarán de acabar con él pues, en su mensaje, ven un peligro para sus injusticias y privilegios. Y él, que es un hombre de bien, siente horror ante el odio y también, -¡cómo no!- ante el dolor y la muerte. Pero, a pesar de todo, mantiene su compromiso. Y, en su muerte, su amor será semilla de una nueva vida para todos.
Porque así fue su muerte, porque en ella se manifestaron la gloria y el amor de Dios, y porque su semilla sigue dando fruto, todavía podemos tener esperanza.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Jeremías 31,31-34 | Salmo 50(51),3-15 | Hebreos 5,7-9 | Juan 12,20-33 |
Una nueva alianza
En la época a la que se refiere la primera lectura, Israel estaba dividido en dos reinos, el del Norte, que conservó el nombre de Israel y el del Sur, que se llamó Judá. El profeta proclama que Dios quiere renovar su alianza con los dos reinos, lo que supone la reconciliación, la reunificación del pueblo entero: «Seré Dios de todas las tribus de Israel, y ellas serán mi pueblo» (Jeremías 31,1).
La alianza del Sinaí estaba fundada en una ley exterior al hombre, escrita en tablas de piedra, que le indicaba cómo debía ser su comportamiento, pero que no lo transformaba por dentro; esta alianza nueva estará fundada en una ley interior, inscrita en el corazón de cada hombre -«meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones...»-, por lo que los mediadores de la alianza y los maestros de la ley serán totalmente innecesarios: «Ya no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano diciendo: Reconoce al Señor...»; su fundamento será el conocimiento mutuo entre Dios y cada uno de los hombres, a partir de la experiencia del perdón, es decir, del amor de Dios: «Porque todos me conocerán... cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados».
Cabe destacar que, mientras que en otros textos proféticos la propuesta de amor de Dios se expresa con la metáfora del enamoramiento y del matrimonio, en este texto Dios se presenta además como padre que, con su amor, reconcilia a los hermanos: «Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito».
Una alianza se refiere siempre a la relación del hombre con Dios, pero no se agota ella; todas, desde la primera en el Sinaí, miran, en último término a la tierra, a la humanidad, todas ellas incluyen una propuesta en relación con la organización de la convivencia entre los hombres. De este modo, poner en orden la relación del hombre con Dios, aún en el caso de que esa relación tenga su sede en lo más profundo del corazón humano, como se anuncia en el texto de Jeremías, lleva siempre aparejado poner en orden las relaciones de los hombres entre sí; por eso, el amor y el perdón de Dios, que van a concretarse en esa nueva alianza que Jeremías anuncia, es el cimiento sobre el que se asienta la esperanza en un futuro en el que todas las tribus de Israel se reconciliarán y volverán a reunirse, a pesar de que las luchas entre los dos reinos habían dejado muchas heridas sin cerrar.
Un orden de muerte
Lesiones aún más graves son las que pretende curar el Hombre Jesús, esperanza más ambiciosa es la que su palabra, su vida, su muerte y su resurrección pretenden fundar. Se trata no de restañar las heridas entre dos reinos hermanos, sino de hacer hermanos a todos los hombres profundamente divididos entre sí; se trata de sustituir un reino de muerte por un orden -un mundo- nuevo en el que la vida de todos sea, para todos, el máximo valor.
El mundo que hay que superar es el que va a acabar con Jesús, el que lo va a llevar a la muerte: es el orden -o mejor, el desorden- impuesto por los poderosos, los fuertes, los adoradores del dinero, el orden que los dirigentes religiosos judíos pretendían hacer pasar como querido por Dios y, a la vez, perfectamente compatible, de hecho, con el que imponían las legiones romanas.
Hoy, ese orden es el neoliberalismo que nos quieren hacer pasar como algo querido, si no por Dios -¡ay! ¡hay incluso quien intenta atribuir a Dios el origen de tamaño desorden! Sí, algunos de los defensores del desorden establecido dicen que se inspiran en el humanismo cristiano... ¿será posible que nose den cuenta de la gravedad de tal blasfemia?-, sí al menos por la Naturaleza; y si no se acepta por las buenas, si algún pueblo se atreve a rebelarse contra él, se impone con la fuerza de las armas del imperio. En muchas otras ocasiones no hace falta la violencia cruenta; basta con la fuerza del dinero: la situación de los países pobres -empobrecidos, arruinados por los países ricos- en relación con su deuda externa es uno de los síntomas más agudos de lo que constituye este mundo. Recientemente se han dedicado ingentes recursos para salvar de la ruina a los grandes bancos, a las grandes instituciones financieras, a grandes empresas... mientras que la crisis alimentaria que afecta a los países menos desarrollados -crisis que no es de ahora pero que se ha agravado en los últimos años: según el último informe de la FAO el número de personas que sufren hambre en el mundo ha aumentado hasta 815 millones de personas- apenas si logra captar la atención de bienintencionadas organizaciones que no logran frenar la riada de muertes de hambre con la que convivimos, casi de manera natural, día tras día. Y en los, hasta ayer considerados países ricos, como España y otros miembros de la Unión Europea sólo la acción de los comedores sociales y las organizaciones asistenciales como Caritas están consiguiendo, por el momento, que el hambre -sí el hambre- no se convierta en una verdadera epidemia mortal.
Perder y ganar la vida
Ese orden -el del tiempo de Jesús y el de ahora, pues ambos son substancialmente el mismo-, cuyas columnas fundamentales son la egolatría -adorarse a sí mismo, creerse dios de los demás- y sus manifestaciones -el poder, la acumulación de riqueza y la desigualdad expresamente buscada e, incluso, cínicamente defendida con apariencia de conocimiento científico-, es absolutamente incompatible con la propuesta de Jesús de Nazaret cuya columna fundamental es el amor solidario; por eso, si se quiere seguir participando de ese orden, no es posible conservar la vida que Jesús ofrece; y por eso, para ser semilla de un mundo nuevo en el que el amor haga posible que todos vivan, es necesario estar dispuestos a asumir otro modo, otra clase de vida; con la confianza de que la vida definitiva está en las manos del Padre y que él la conserva para aquellos que, siguiendo a Jesús, estén dispuestos a emplear su vida, dándola del todo si fuera necesario, para organizar la humanidad como un mundo de hermanos.
Dicho de otro modo: tratar de seguir a Jesús supone renunciar a lo que el mundo este considera “tener éxito en la vida”. Esto supone, dentro de este orden, jugarse la vida; arriesgarla, pero en ningún caso perderla. Es ser semilla -el grano que cae en la tierra- de un mundo nuevo en el que reinen la justicia, la verdad, el amor y la paz; y la alegría y el gozo para todos, empezando por quienes dentro del orden este son más desgraciados y más pobres; semilla de un mundo en el que la vida sea, para todos, vida definitiva porque está en manos de Dios y no a merced del capricho de quienes se consideran y pretenden ser "dioses" de sus hermanos.
La gloria del Hombre
Jesús de Nazaret trae, en nombre del Dios de la libertad y la vida, el encargo de instaurar en este mundo un nuevo orden. Su misión consiste en hacer que brille la luz en medio de la oscuridad de este mundo (Jn 1,4-5); luz que adquirirá toda su fuerza cuando sea colocada en lo alto.
La luz que ofrece Jesús es su propia vida, la vida de Dios, su Espíritu, capacidad de amar sin ahorrarse nada. Su gloria brillará con especial intensidad cuando sea levantado, colgado de una cruz, mostrando que el compromiso asumido en su bautismo -amar a la humanidad hasta dar la vida como muestra de su amor- no era palabrería huera. Así inaugurará un nuevo mundo, la nueva humanidad de la que es el primer hombre nuevo: muriendo, no matando; dando su vida por amor, no derramando sangre inocente. Por eso su muerte es la derrota de La Muerte. Y por eso, porque está llena de coherencia, fidelidad y, sobre todo, de amor leal, es manifestación de su gloria (Jn 1,14). Y precisamente por eso está preñada de vida: «Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria del Hombre. Sí, os lo aseguro: Si el grano de trigo una vez caído en la tierra no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce mucho fruto».
Pero que nadie piense que Dios exigió la muerte de Jesús. Fue este mundo el que exigió su muerte en un desesperado intento de arruinar su proyecto. Dios no quiere que ni su Hijo ni nadie muera; la muerte de Jesús resultó inevitable por la maldad del orden este. Él sufrió -y lo sufrirán como él todos los que se comprometan en la tarea de organizar el mundo como un mundo de hermanos- el acoso de los que, en este mundo y a costa de la opresión de los demás, gozan de privilegios que defenderán incluso matando -sus privilegios son ya causa de muerte, pues su precio es la vida de los pobres-. Por eso decir que «Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva» no es una contradicción; lo absurdo es querer vivir la vida de Dios en medio de un orden de muerte, en el que sólo algunos -y sólo aparentemente- viven; y lo hacen alimentando su vida de la muerte de los demás.
Todavía hay esperanza
Jesús empezó el trabajo, pero no va a terminarlo solo; quizá podría, pero no quiere. Y pide ayuda: "El que quiera ayudarme, que me siga" La tarea no es fácil, Jesús no lo esconde, pero el triunfo -distinto de los triunfos del orden este- está asegurado: «ahora el jefe del orden este va a ser echado fuera, pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí. Esto lo decía indicando con qué clase de muerte iba a morir».
Todavía, pues hay esperanza. La hay porque la muerte de Jesús revela que es posible derrotar al jefe de este mundo: el poder del dinero no tiene fuerza si se le enfrenta al estilo de Jesús. Su fortaleza reside en la capacidad que tiene de amedrentar y seducir. Amedrentar a quienes se le oponen si éstos tienen miedo a la muerte; y seducir a quienes creen que van a encontrar en él una razón para vivir, un sentido para la vida. Jesús, al ser levantado de la tierra derrota el miedo y descubre la falsedad de tal fascinación.
Por eso la entrega de Jesús supone el comienzo de la derrota del mundo este: porque revela dónde está de verdad la vida y cuál es su verdadero sentido; por eso, y porque sigue tirando de muchos hacia él, su muerte no es una derrota, ni un fracaso; es una puerta abierta a la esperanza de los pobres, los explotados, los excluidos de este mundo; una puerta abierta a la vida de cualquier ser humano.