Domingo 31º del Tiempo Ordinario
  5 de noviembre de 2017
 

 Todos hermanos: todos

     Sólo un Señor, sólo un Padre para los que se han comprometido a vivir como hermanos y a trabajar para que el mundo sea mundo de hermanos. No más padres no más señores. Al contrario, todos, sin excepciones, porque nos sabemos hermanos, libres; y porque como hermanos nos queremos, servidores -por amor- unos de otros.

 


Profanar la alianza

     El profeta Malaquías (1ª lectura) reprocha a los sacerdotes el haber sido infieles su misión. En el comienzo y el final de este reproche -bastante más largo de lo que escucharemos en la celebración de este domingo- se resumen las razones de la irritación de Dios contra los sacerdotes: no lo respetan y enseñan una doctrina que, en la práctica, resulta compatible con la opresión y la explotación de unos hombres sobre otros.
     Al principio de la profecía (1,6), Dios exige que se respete su honor de Padre y Señor del pueblo; honor y respeto violados (1,6-14) por los sacerdotes, que presentan ante Él ofrendas impuras o defectuosas para los sacrificios.
     En la segunda parte (2,1-10) los sacerdotes son recriminados porque no han enseñado lo que se esperaba de ellos como mensajeros del Señor. El objetivo de Dios era una humanidad en paz y rebosante de vida, en la que, por ser así, se apreciara y se reconociera la grandeza del Señor; pero ese objetivo no se ha podido alcanzar; la ley, la doctrina contenida en la Palabra de Dios, no ha servido de ayuda sino que, por culpa de los sacerdotes, ha sido causa de tropiezo para muchos y ha dejado sin efecto la alianza.
     El profeta termina recordando de nuevo que Dios es Padre y Señor y evocando otra vez la alianza. Pues bien, la paternidad de Dios, su señorío y la alianza son incompatibles con una sociedad en la que unos hombres explotan y oprimen a otros hombres: «¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo, profanando la alianza de nuestros padres?». O, dicho de otra manera: Dios, Señor de todo lo creado, se constituyó en Padre de un pueblo por medio de la alianza; los encargados de que esa alianza diera sus frutos han sido infieles; la alianza ha quedado profanada; y la manifestación más clara de esta profanación es que el hombre despoja a su prójimo.

Liberación integral

     Tras el fracaso de la antigua alianza, Jesús pone en marcha un nuevo proceso de liberación que debe conducir a los hombres a ser, individual y colectivamente, verdaderamente libres. El apóstol Pablo compara este proceso con el del crecimiento humano y dice que la fe en Jesús, al hacernos hijos adultos de Dios, nos hace totalmente libres (Gál 3, 23-4,7). Esto supone, según el mismo Pablo, que los que han aceptado el mensaje evangélico y se han abierto al Espíritu están preparados para y deben ser capaces de discernir por sí mismos «lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo conveniente, lo acabado» (Rm 12,1-2).
     La influencia de los fariseos sobre la gente sencilla hacía imposible este crecimiento, esta liberación. Los fariseos se cuidaban de mantener al pueblo en una permanente minoría de edad para que no tuvieran más remedio que acudir a ellos. Letrados y fariseos «se habían sentado en la cátedra de Moisés» y, desde ella, imponían a los demás lo que debían creer y las normas según las cuales se debían comportar. Con fama de «buenos», que ellos se cuidaban de fomentar, habían conseguido una enorme influencia entre la gente del pueblo; por eso era necesario desenmascararlos.
     Jesús quiere que los hombres sean libres no sólo de las cadenas externas con las que otros hombres les pueden arrebatar la libertad de movimiento, sino también de cualquier tipo de dominio interior; Jesús quiere que los hombres sean dueños de su vida, de su inteligencia, de su voluntad, de su propia conciencia; Jesús ofrece una liberación radicalmente integral que es imposible lograr si no se descubre el verdadero rostro de letrados y fariseos.


No son tan santos

     Se quieren hacer pasar por santos.... pero no lo son tanto.
     En primer lugar, están usurpando un lugar que no les corresponde: «En la cátedra de Moisés han tomado asiento los letrados y los fariseos». Moisés, por encargo del Señor, se había puesto a la cabeza de un movimiento de liberación, había guiado al pueblo desde la esclavitud a la libertad; y ellos, como los sacerdotes de los que habla Malaquías, hablan en nombre de él y en nombre del Señor para someter al pueblo y mantenerlo reducido a una permanente servidumbre.
     Pero, además, también en ellos se cumple aquel refrán que dice que «una cosa es predicar y otra dar trigo». A los demás les exigen muchas cosas; ellos, sin embargo, no las cumplen: «Por tanto, todo lo que os digan, hacedlo y cumplidlo..., pero no imitéis sus obras, porque ellos dicen, pero no hacen». La frase de Jesús es irónica. No está aprobando sin más toda la doctrina farisea, ni exhortando a cumplirla; ya la ha criticado otras veces, y en este mismo discurso volverá a desautorizarla (Mt 15,6-9; 16,12; 23,16-20); lo que Jesús quiere decir es que ni ellos mismos se creen lo que dicen, porque si se lo creyeran, lo pondrían en práctica.
     Por otro lado, «lían fardos pesados y los cargan en las es­paldas de los hombres, mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo». Esta es, en primer lugar, una cualidad de los fariseos: exigen mucho pero no ayudan nada. Y no se trata de una cuestión de carácter personal, sino que es una característica de su manera de entender las rela­ciones del hombre con Dios a partir de la Ley: Dios da sus normas, y al hombre corresponde cumplirlas; y el que no quie­ra o no sea capaz, que se atenga a las consecuencias. Y punto.
     Es ésta una religión que fomenta en el hombre la angustia por no llegar al nivel mínimo necesario y el miedo al castigo con el que amenaza un Dios implacable: una religión alienante, verdadera droga que arrebata al hombre el dominio sobre su conciencia y, por tanto, su libertad.
     Finalmente, la intención de letrados y fariseos no es agra­dar a Dios, sino alimentar su orgullo: «Todo lo hacen para llamar la atención de la gente: se ponen distintivos y borlas grandes en el manto; les encantan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame “Rabbí”». No creen en Dios, sólo creen en si mismos; no tienen ningún interés en acercar la gente a Dios: sólo quieren que la gente los venere y les tema a ellos como a dioses.

Vosotros, en cambio...

     El objetivo último que Jesús persigue con esta polémica se ve ahora totalmente claro: lo que él pretende es que estos defectos no se reproduzcan en su comunidad. Es posible que cuando Mateo escribe su evangelio, en el grupo al que él se dirige (el evangelio se dirige a todos, también a nosotros; pero en un primer momento cada evangelista tiene presente las circunstancias de la comunidad en la que está integrado y para la que escribe en primer término) algunos pretendieran erigirse en los letrados y fariseos de la comunidad; si es así, lo que es muy probable, el tono apasionado que tiene este discurso refleja la importancia que da el evangelista a esta cuestión; él sabe que si los fariseos se hacen con el control de la iglesia, harán con el mensaje de Jesús lo que hicieron con la religión de Moisés: lo dejarán reducido a un conjunto de leyes y de normas que oprimirán la conciencia de los creyentes e impedirán la relación de amor de los hombres con Dios y arruinarán la posibilidad de libertad y felicidad para los hombres mismos.
     Lo primero que dice Jesús al dirigirse a sus discípulos es que entre ellos no se pueden establecer dignidades y castas que los separen: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”, pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis “padre” unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen “directores”, porque vuestro director es uno sólo, el Mesías». En la comunidad cristiana hay un solo maestro («rabbí», que significa «señor mío», «monseñor», era el título que se daba a los maestros más importantes, los rabinos), un solo padre  (este título lo usaban también los maestros y los miembros del Gran Consejo; igualmente se daba a los mayores, de quienes se habían recibido las tradiciones y creencias que los identificaban como pueblo; (véase Hch 7,2; 22,1) y un solo director (guía espiritual): el padre, el del cielo; el único maestro y director, el Mesías; los demás, hermanos. Todos, todos hermanos.
     Eso no quiere decir que la comunidad de Jesús sea una masa informe. Por supuesto que no. Desde el principio, en las comunidades cristianas hubo «especialización» (véase, p. ej., 1 Cor 12,28-29; Ef 4,11), hubo incluso quienes desempeñaron funciones directivas; y deberá seguir siendo así. Cada uno, con lo mejor de los dones que la naturaleza le haya dado, potenciados con la fuerza del Espíritu, deberá contribuir al crecimiento de la comunidad. Pero eso no debe dar lugar a diferencias de castas, de dignidades, de categorías; tal diversidad no debe en ningún caso significar «poder», dominio de unos sobre otros (y menos dominio de unos sobre las conciencias de los demás), porque «el más grande entre vosotros será servidor vuestro». Y esto no puede reducirse a una frase vacía de un ritual de entronización.
     El evangelio de hoy termina con una frase mediante la que Jesús indica de qué parte está Dios: «A quien se encumbra, lo abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán».
     Y, recordémoslo otra vez para terminar, que el evangelio, este pasaje de hoy incluido, sigue vigente para los que nos llamamos cristianos. Incluso para los cristianos que se hacen llamar “señor mío”, “padre” y director.

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