Domingo 23º del Tiempo Ordinario
 10 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

Con amor y libertad

 

         No es amor el silencio ante el mal. Libres del miedo a la muerte y libres del sometimiento a la ley, los cristianos estamos en disposición de llegar a ser plenamente personas, plenamente libres y, así, dar sentido a toda nuestra vida y a la convivencia con otros hombres por medio del amor. Pero el amor nos obliga a hablar con toda libertad y con toda lealtad, contra el odio, contra el egoísmo, contra la injusticia..., contra todo lo que hace sufrir injustamente a otros hombres. Y a favor de todo lo que los hace libres y felices.

 


    

Denuncia profética


     Realizar una obra importante es siempre causa de incomodidades. Basta pensar en la preparación de un atleta: no sólo debe evitar los excesos, sino que se debe privar de muchas cosas que son buenas y saludables para la mayoría.
     El proyecto del atleta es de índole individual. Pero cuando se trata de un proyecto que afecta a un colectivo o a la sociedad entera, las dificultades aumentan pues al esfuerzo por la construcción de algo nuevo hay que sumar la oposición de quienes desean conservar lo viejo; a la tarea de construir el bien debe preceder la destrucción del mal.
     El mal, desde el punto de vista de la Palabra de Dios, es precisamente eso, la oposición al designio de Dios sobre la humanidad, la oposición a que todos los hombres gocen de vida en plenitud, que es el contenido de ese proyecto. La misión del profeta es indicar dónde se encuentra la vida y, cuando es necesario -y lo es muy a menudo-, advertir dónde amenaza la muerte.
     El profeta tiene, pues, esta incómoda misión, denunciar el mal. Y la incomodidad puede  convertirse en peligro cuando los autores del mal son los poderosos, habitualmente objeto de la denuncia del profeta Ezequiel y de los demás profetas: príncipes..., sacerdotes..., aristócratas..., falsos profetas..., terratenientes...: «Busqué entre ellos uno que levantara una cerca, que por amor a la tierra aguantara en la brecha frente a mí, para que yo no la destruyera [la ciudad]; pero no lo encontré» (Ez 22,30; ver 22,23-31).


Anuncio profético

     La denuncia no es, sin embargo, una condena definitiva pues, además de reivindicar el derecho de las víctimas, busca la conversión del malvado, el cual, si «se convierte de su pecado, practica el derecho y la justicia, ... entonces vivirá y no morirá;  no se tendrá en cuenta ningún pecado de los que cometió; por haber practicado el derecho y la justicia vivirá».
     La denuncia del profeta abre una nueva puerta, anuncia una nueva posibilidad; en realidad, es una invitación a aceptar la vida en plenitud, más que una amenaza. Pero el que la escucha puede, haciendo uso de su libertad, rechazar la vida y abrazarse a la muerte. Esta es la dura responsabilidad del profeta. Y a nadie se le esconde el peligro y el riesgo del que hablábamos: que  los poderosos se nieguen a aceptar cualquier reproche y reaccionen con todo su poder -esto es, con toda su mortífera violencia- contra el denunciante.
 
 
A nadie debáis nada

     Además de hacerlo por medio de la predicación profética, el proyecto de Dios cristalizó en la Ley que, en su momento, jugó un papel importantísimo, pues en ella se condensaron los principales principios que deberían haber dado forma en sus comienzos, a la realización del proyecto de Dios. Pero la ley es fácilmente manipulable: ¡cuántas aberraciones se han justificado siempre y se siguen justificando legalmente! La guerra, la carrera de armamentos, la acumulación de la ri­queza en manos de unos pocos individuos o en poder de pocos pueblos...; las cruzadas, la santa Inquisición...; el hambre, la esclavitud, la pena de muerte, la violencia machista... Todos estos desastres -toda esta muerte-, son en el presente o han sido hasta no hace mucho tiempo legales, consecuencia del desorden legalmente establecido.
     En Israel, además, todas las leyes se justificaban diciendo que tenían su origen en la voluntad de Dios. Así se hacía a Dios culpable de todas las injusticias que los poderosos legalizaban.
     Pablo de Tarso, que había pa­sado gran parte de su vida obsesionado por el cumplimiento de las leyes -había sido un fanático fariseo-, cuando conoció el mensaje de Jesús se dio cuenta de lo importante que era para la felicidad del hombre la liberación de la Ley que Jesús ofrecía a sus seguidores; y entre lo mejor de sus enseñanzas se encuentra todo lo que se refiere a la libertad cristiana. La Ley, dice Pablo, nos hace esclavos, nos mantiene en un estado de infantilidad que debe quedar superado por la fe en Jesús, el Mesías: «Antes de que llegara la fe estábamos custodiados por la Ley, encerrados esperando a que la fe se revelase. Así la Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase el Mesías y fuésemos re­habilitados por la fe. En cambio, una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos a la niñera...» (Gál 3,23-25). Jesús, dice Pablo, nos ha liberado de la Ley. ¡Y se está refiriendo a la Ley de Dios!
     Jesús, insiste Pablo en la misma carta, dio su vida para hacer posible la libertad de los hombres;  por eso, si para estar a bien con Dios es necesario someterse de nuevo a la Ley, «entonces en balde murió el Mesías» (Gál 2,21). Todo esto lo sintetiza Pablo en una frase (que da título a este sitio): «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad» o en una traducción más clasica «Vuestra vocación es la libertad» (Gál 5,13). Para Pablo, según estas palabras, el cristiano es el que ha descubierto que Dios lo llama a la libertad y ha aceptado esa llamada; el cristiano es aquel cuya vocación con­siste en ser libre.
     En el contexto de esta teología paulina se debe entender la frase de la segunda lectura: «A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo, pues el que ama al otro tiene cumplida la Ley».
 
 
El orden del amor

     Entonces, si somos libres, ¿todo nos está permitido?
     Los que han sido liberados del dominio de la Ley son aquellos que han aceptado la fe en Jesús, se comportan según los impulsos del Espíritu (Gál 5,18) y, por tanto, han hecho suyo el proyecto de convertir este mundo en un mundo de hermanos. Por eso la cuestión no es si lo que podemos hacer está o no está permitido; lo que importa saber es qué es aque­llo que de verdad es coherente y conviene a la vocación que hemos aceptado, qué es lo que puede hacer posible que se realice el ideal en el que nosotros hemos puesto nuestra fe: se trata de construir una fraternidad universal, de defender la vida, la libertad y la dignidad de los seres humanos y de conseguir la felicidad propia luchando por la felicidad de los demás. Y eso sólo se consigue mediante la práctica del amor que sólo es posible en un ambiente de plena libertad. Y es que los que por la fe en Jesús han sido liberados de la esclavitud de la Ley han sido liberados también de la esclavitud del egoísmo (Gál 5,13-18). Por eso su libertad no es una libertad caprichosa y egocéntrica, sino social y colectiva, fraternal y solidaria: la libertad personalmente adquirida acaba realizándose mediante un compromiso militante en favor de la plena libertad de todos.
     Es cierto que este modo de actuar es poco eficaz en polí­tica; y ni Jesús ni Pablo pretenden aplicar este modo de vida a la organización del Estado como un proyecto político más. Este es un proyecto para la organización interna de la comu­nidad cristiana, la cual deberá influir en la transformación de la sociedad, en cuanto tal comunidad cristiana, actuando como levadura en la masa, mostrando con su propia existencia que es posible un modo de vivir alternativo al que nos ofrece el orden este, demostrando con los hechos que el hombre no es un lobo para el hombre y que es posible vivir sin leyes cuando gobierna el amor.
     Sí que nos servirá este proyecto de vida como criterio para juzgar las leyes humanas, tanto las de la sociedad civil como las de la Iglesia: los proyectos políticos y las leyes civiles serán más o menos aceptables para un cristiano en la medida en que ayuden a la sociedad a caminar en la dirección de una mayor libertad, jus­ticia e igualdad; en la medida en que se aproximen al ideal de un mundo de hermanos. La existencia de leyes eclesiásticas siempre será un dato que revele la inmadurez de nuestra fe; y sería -es- inaceptable la existencia de leyes eclesiásticas que pudieran ser contrarias a la libertad y/o al amor.
 
 
Ganar un hermano

     El amor es pues el fundamento único de una ética específicamente cristiana: una acción debe ser considerada buena o mala en tanto que esté realizada con o sin amor; naturalmente un amor de la calidad del de Jesús y que, sin excluir a nadie, tiene especial preferencia por los pobres, los pequeños, los débiles. Y, por supuesto, un amor que busca eficazmente la felicidad de los demás, no un sentimiento huero que nos adormece y tranquiliza nuestra conciencia.
     De acuerdo con ese principio, el perdón, eminente manifestación del amor más exigente, debe jugar un papel importante; pero ni el perdón ni el amor pueden ser una excusa para el silencio o para el disimulo ante la injusticia, ante el mal.
     El evangelio de hoy se refiere, en primer término a la vida de la comunidad: cuando su armonía se rompe por culpa de uno de sus miembros, éste debe ser, como primera medida, invitado a cambiar, se le debe ofrecer el perdón.
     Es de destacar que Jesús propone que sea el ofendido el que tome la iniciativa para restablecer la armonía, no el ofensor: «Si tu hermano te ofende, ve y házselo ver, a solas entre los dos. Si te hace caso, has ganado a tu hermano». Una vez más, la lógica del evangelio se revela más rigurosa que la nuestra: el ofendido no es culpable de nada, cierto; pero precisamente por eso puede apreciar mejor el valor de lo que se puede perder si no se ponen los medios necesarios y la ruptura se consolida.
     Los evangelios se dirigen a comunidades cuyos miembros han gozado de la experiencia de lo que supone vivir de acuerdo con el mensaje de Jesús, de lo que cambia en la vida de un grupo de personas cuando conocen a un Dios que es Padre y tratan de vivir como hijos suyos y hermanos de los demás hombres. Por eso, cuando la fraternidad se rompe, el ofendido puede captar mejor el peligro en el que se encuentra: perder el tesoro que había encontrado, desperdiciar lo mucho que había ganado, un hermano: «Si te hace caso, has ganado a tu hermano».
 
 
Atar y desatar

     La iniciativa de restablecer la armonía -la comunión, que dicen los teólogos- es responsabilidad, pues, del ofendido. Si se logra la reconciliación, el problema está resuelto; pero si el ofensor la rechaza, deben intervenir otros miembros de la comunidad o la comunidad en pleno, si fuera necesario: «Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos... Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un recaudador».
     Estas últimas palabras de Jesús nos han sonado siempre como una condena casi definitiva: «considéralo como un pagano o un recaudador», pero ¿no es a los paganos y a los recaudadores a los que Jesús está invitando constantemente para que se incorporen a su proyecto? ¿No son ellos los que, según leeremos dentro de unos domingos en el evangelio, van por delante en el camino hacia el reino de Dios?
     Parece claro que quien no está dispuesto a reconocer su culpa y, sobre todo, a aceptar el perdón, no puede pertenecer a una comunidad que se caracteriza por la práctica del amor fraterno. Pero aunque él se niegue a querernos no puede quedar situado fuera del ámbito de nuestro amor y, por tanto, jamás lo podremos considerar como un enemigo a perseguir; al contrario, sigue siendo un posible hermano: conseguir que vuelva a serlo debe ser un objetivo que jamás se podrá abandonar, para que se reincorpore a la tarea de hacer que el ideal de un mundo más fraterno arraigue en la tierra, empezando por la comunidad; en el momento en que dé ese paso, la comunidad lo acogerá, gozosa, de nuevo.
     Atar y desatar tienen este significado de declarar dentro o fuera de la comunidad a quienes contribuyen o no a su crecimiento en la fraternidad y en el amor; pero precisamente el amor exige que quede siempre claro lo que está de acuerdo con el mensaje de Jesús y lo que no lo está.
     Esta competencia de la comunidad se extiende también al mundo entero: también es obligación suya y de cualquiera de sus miembros el denunciar un orden que se sitúa en el extremo opuesto del ideal de convivencia que la comunidad quiere y debe intentar realizar. Conectamos así con el comienzo de este comentario: siguen estando vigentes las palabras del profeta Ezequiel: hay que denunciar el mal, aunque tengamos a veces que superar el miedo a los malvados. Y esto, decimos -dice el evangelio-, debe hacerse por amor: a los que sufren las consecuencias de la injusticia y -también- al mismo que la comete; a los primeros para que dejen de sufrir, a los últimos para que dejen de ser causa de sufrimiento.

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