3 de febrero 2019 |
Sólo amor y gracia
Y para todos.
Los profetas hablaban de justicia y derecho, de liberación y de solidaridad. Sus palabras molestaban, especialmente a los responsables de la injusticia y de la opresión.
También el proyecto de Jesús encontró muy pronto oposición, especialmente en los que pretendían poseer a Dios en exclusiva; incomodó igualmente a los culpables de que la sociedad fuera egoísta e insolidaria. Pero Jesús no se arrugó ante las dificultades. Él habla de justicia menos que los profetas. Pero el amor del que habla Jesús incluye necesariamente la superación de la injusticia y de todo tipo de explotación de las personas. De este modo, anunciando un Dios que es amor y gracia para todos, empezó a realizar su programa: construir un mundo de hermanos en el que todos los hombres pudieran encontrarse, como dice Pablo, en un camino excepcional: en la práctica del amor.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Jeremías 1,4-5.17-19 | Salmo 70, 1-4a.5-6ab.15.17 | 1ª Corintios 12,31-13,13 | Lucas 4,21-3 |
Profeta molesto
Un profeta siempre es molesto. Si de acuerdo con lo que le exige Dios, en cuyo nombre habla, no se calla ante nadie y le dice a cada uno y a cada grupo no lo que les agrada sino lo que Dios quiere que oigan, entonces el profeta siempre resulta inoportuno. Y parece ser que, también desde siempre, los que se sienten más molestos ante la palabra del profeta son los grandes, los ricos, los poderosos... e incluso los «buenos», los que se consideran buenos hasta el punto de sentir desprecio por los demás. Y los que se sienten incomodados por su palabra, como tienen poder, intentan callarlo por cualquier medio. Por eso la vida y la seguridad del profeta está siempre en peligro: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte... frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor».
La misión de un profeta consiste en enseñar cómo desea el Señor que los hombres lo conozcan y lo traten y de qué modo deben relacionarse entre ellos; la misión del profeta consiste en explicar, entre otras cosas, que todas las personas somos iguales y que es inviolable la dignidad de quienes son vivas imágenes de Dios. Y que Dios fue Creador del universo entero antes que Señor de Israel... o de Roma; y el profeta del Nuevo Testamento debe añadir que, en lugar de Señor de un solo pueblo, quiere ser Padre de todos y cada uno de los humanos.
Jesús, en Cafarnaún, acaba de situarse en la línea de los profetas al atribuirse a sí mismo las palabras con las que el tercer Isaías describe su vocación. Y sus palabras no han caído nada bien. Y, en este caso, no han sido los poderosos los se han sentido incómodos; ha sido todo el pueblo el que se ha sobresaltado. Y no por lo que Jesús ha dicho, sino por lo que se ha callado.
El pueblo elegido
El pueblo de Israel había nacido como tal pueblo -ese era el núcleo de su fe- gracias a una intervención liberadora de Dios: era un pueblo de esclavos, sin esperanza, hasta que Dios les abrió los ojos por medio de Moisés, que les hizo tomar conciencia de su situación y les despejó el camino hacia la libertad. Transcurrió el tiempo y en aquel pueblo hubo quien se encargó de volver a cerrar los ojos de los pobres, a veces usando como venda la misma religión, para que no se dieran cuenta de las causas de su pobreza; de este modo, los pobres fueron perdiendo poco a poco, dentro y fuera de las cárceles, su libertad (véanse, por ejemplo, Os 4,1-9; Am 2,6; 7,10-13). La misma sinagoga, en donde se debería haber recordado constantemente la actividad liberadora de Dios, se convirtió en venda para los ojos, en cárcel, en mazmorra (ver Lucas 4,31-37); y por las sinagogas comienza Jesús a realizar su tarea: continuar la actividad liberadora de Dios para que el ser humano pudiera lograrse plenamente.
La sinagoga, la religión en cuanto tal, debería haberse constituido en la conciencia del pueblo de Israel para evitar que se reprodujeran en éste las relaciones de dominio y sometimiento que habían sufrido en Egipto y que habían sido superadas gracias a la intervención liberadora de Dios; y por otro lado y supuesto lo anterior, para que Israel realizara plenamente su vocación de iluminar la realidad de los demás pueblos presentando su modo de vivir como el modelo de lo que Dios quería que fuera la vida de los hombres. De hecho, los profetas habían presentado la realidad de Israel como pueblo elegido, como la meta que un día llegarían a alcanzar todos los pueblos (Is 2,2-5; 60,1-9; Miq 4,1-3; Sal 87).
Nacionalismo exclusivista
Israel no fue capaz de realizar en ninguno de estos aspectos su vocación. Al contrario, la injusticia y la opresión fueron práctica habitual entre muchos de los reyes y los dirigentes del pueblo, como denuncian constantemente los profetas (véanse Jr 23; Ez 34; Am 4,1; 5,7-13). Y la religión fue utilizada como un instrumento de dominio de los poderosos más que como conciencia crítica de la realidad social.
Uno de los recursos que los dirigentes judíos usaron para mantener dominado al pueblo fue convertir en nacionalismo vanidoso y excluyente el gozoso don de haber sido elegidos por Dios y llevados por Él a la libertad; insistiendo en que Israel era el mejor, el más grande, incluso el más santo de todos los pueblos, distraían a la gente de sus auténticos problemas; y atizando el odio hacia los de fuera, conseguían que el pueblo no fijara su atención en lo que estaba sucediendo en su propia tierra.
La manipulación había revelado una gran eficacia: los poderosos habían conseguido que el pueblo, los pequeños, los pobres, los campesinos, se creyeran los mejores y, de hecho, los habían puesto de su lado.
Todo favor, sólo favor
Por eso, la supresión de la frase «el día de la venganza de nuestro Dios» sonó mal en un ambiente de estas características, pues esa frase la entendían como el anuncio de que un día Dios se vengaría de los enemigos de Israel; ésa esperaban que fuera, según la doctrina oficial, una de las principales tareas del Mesías, el cual, tras conquistar el poder en Jerusalén y purificar las instituciones judías, expulsaría de la tierra de Israel a los invasores extranjeros -los romanos en tiempos de Jesús- y extendería el poder, el dominio y el prestigio de la nación israelita por encima incluso de la grandeza que tuvo en tiempos del legendario rey David. Esta ideología estaba muy arraigada en Galilea, la región en la que estaba situado Nazaret, y posiblemente en la familia de Jesús (por eso la extrañeza «Pero ¿no es éste el hijo de José?»). Esta es la razón por la que los paisanos de Jesús rechazan su propuesta: es ésta la decepción de los que esperaban un Mesías nacionalista (véase comentario del domingo anterior). No podían concebir un Dios que sólo ofrece favor y gracia y que, además, la ofrece a todos; no podían aceptar un Dios que no amenaza con venganza, sino que propone y ofrece la reconciliación.
No era la primera vez
Jesús recuerda a sus paisanos que, con su propia historia en la mano, no tienen derecho a adoptar una postura que excluya a los demás hombres del favor de Dios: la viuda de Sarepta y Naamán, el sirio, eran dos ejemplos recogidos de los libros sagrados de Israel (1 Re 17,7-24; 2 Re 5,1-19) en los que se pone de manifiesto cómo Dios se preocupa de los hombres sin tener en cuenta su raza, su nacionalidad y ni siquiera su religión: «Os aseguro que a ningún profeta lo aceptan en su tierra. Pero no os quepa duda de que en tiempo de Elías... había muchas viudas en Israel y, sin embargo, a ninguna de ellas enviaron a Elías, pero sí a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y en tiempo del profeta Eliseo había muchos leprosos en Israel y, sin embargo, ninguno de ellos quedó limpio, pero sí Naamán el sirio». La cita es de la Biblia; pero está tan fuertemente arraigado en ellos el fanatismo nacionalista que provoca en los nazarenos el deseo asesino de despeñar a Jesús: «se pusieron furiosos y... lo condujeron hasta un barranco... para despeñarlo». Fue la primera amenaza de muerte. Pero la tarea sólo acababa de comenzar. Por eso Jesús «se abrió paso entre ellos y emprendió el camino».
Un amor que responda a su amor
Los asistentes a la celebración sinagogal pensaban que lo importante, lo que a ellos les hacía grandes era pertenecer al pueblo de Israel, que había sido favorecido por la elección divina; sin embargo la doctrina de los profetas enseñaba claramente que lo que hace al hombre agradable a Dios es que ponga en práctica su palabra:«Cesad de obrar mal, aprended a obrad bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces... aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve...» (Isaías 1,17-18). Y la última palabra de Dios -y la primera, aunque no nos hubiésemos dado cuenta de ello- es el amor.
Por eso Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto les dice que nada tiene valor si no es una respuesta al amor de Dios; y al amor de Dios se responde amando a los hermanos. Nada vale, ni el ser apóstol, profeta o maestro; nada vale, ni el saber, ni la generosidad, ni siquiera la fe; nada vale ante los ojos de Dios si cualquiera de esas actividades o cualidades no es fruto o compañera del amor.
El amor -buscar y hacer todo lo posible para conseguir el bien, la felicidad de los demás- tiene que ser el talante de quienes pretenden llegar a ser hijos de un Dios que es amor; y es que el amor es el único camino realmente eficaz para construir una sociedad fraterna, una humanidad solidaria en la que, establecida la justicia y lograda la liberación, Dios sea Padre de todos.
Porque «el amor no falla nunca».