Viernes Santo
Evangelio: Juan 18,1-19,42
18,1-14:
La jerarquía religiosa judía quiere eliminar a Jesús; para ello hace uso de un delator, Judas, que conduce a sus enemigos hasta él. Jesús sale al encuentro de los que lo buscan, no se esconde; sólo pide que dejen libres a los suyos. Pedro, que sigue pensando que la misión de Jesús es conquistar el poder en Jerusalén, intenta defenderlo usando la violencia.
Pero ni Jesús, ni el Padre necesitan que nadie los defienda de ese modo. El intento de imponer el proyecto de Jesús mediante la violencia supone poner al mismo nivel el proyecto de Jesús y el orden de injusticia y de violencia con que se gobierna el mundo este. Un mundo -un orden- nuevo sólo será posible haciendo lo que va a hacer Jesús: entregarse a sí mismo por amor a la humanidad.
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18,15-27:
Pedro, precisamente porque aún no había comprendido a Jesús ni, por tanto, se había comprometido plenamente con su proyecto y porque confiaba todavía en el valor y en la eficacia de la violencia, se asusta, se queda fuera y reniega de su condición de discípulo. Jesús, por el contrario, se reafirma, libre frente al poder que lo amenaza, en su enseñanza. Jesús, sin embargo, no está sólo: el otro discípulo del que no se da el nombre pero que representa a todo el que sigue de verdad a Jesús, le acompaña en silencio.
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18,28-32:
Todos quieren la muerte de Jesús, pero ninguno se atreve a asumir la responsabilidad de decidirla.
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18,33-40:
Jesús, ante Pilato, asume su realeza, pero declara que ésta no se parece a ninguna de las de este mundo. Los reyes de este mundo fundamentan su fuerza en la capacidad de violencia con la que cuentan; Jesús es un rey desarmado; sólo cuenta con la verdad; acoger su gobierno sólo será, por tanto, consecuencia de una decisión libre.
Las autoridades judías optan por la violencia, simbolizada en Barrabás. Los nacionalistas fanáticos eran enemigos de los sumos sacerdotes; pero eso ahora no importa: para ambos resulta un grave peligro el don de la vida que Jesús ofrece al hombre.
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19,1-16:
Los soldados tratan de ridiculizar el mesianismo de Jesús, pero no lo consiguen. Porque su realeza consiste en realizar en plenitud el proyecto de Dios sobre el hombre, en ser realmente aquello de lo que lo acusan: Hijo de Dios, plenamente libre para dar su vida por amor y, así comunicar amor y vida. Los jerarcas judíos siguen aferrados a la Ley, que les permite legitimar su práctica opresora y homicida.
Para lograr su objetivo, la muerte de Jesús, manipulan a Pilato, que opta pragmáticamente por conservar su poder y reniegan de su Dios, rey de Israel según los salmos (5,3; 29,20; 44,5;47,3.7), y aceptan como rey de la tierra prometida al emperador que les sometía y profanaba la tierra que Dios entregó a sus antepasados.
19,17-22:
El rey de los judíos es colocado en su trono, la cruz. No se describe el dolor ni sufrimiento. No se dice que los que acompañan en la cruz a Jesús sean dos malhechores; más bien parecen su corte, los primeros que lo siguen hasta el final.
El letrero sobre la cruz se convierte en acusación contra los jerarcas judíos, que pretenden modificarlo. Al no conseguirlo, el letrero queda definitivamente como proclamación de la realeza de Jesús; clavado sobre el crucificado explica el modo según el cual Dios quiere que su Hijo sea Rey, la manera en la que Dios se manifiesta como amor para toda la humanidad (la multiplicad de lenguas expresa la universalidad de esta nueva Escritura).
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19,23-27:
La ropa de Jesús que se reparte en cuatro lotes, representa los cuatro puntos cardinales; su manto, que no se divide, la unidad de la comunidad que nace de la cruz del Mesías; en esa comunidad se integra el Israel fiel, representado en María. Quedan así superadas todas las divisiones (raza, religión, género) entre los seres humanos.
19,28-30:
La muerte de Jesús es la máxima muestra de su amor, que es el mismo amor del Padre. Así es Dios; y así quiere que sean los hombres. Por eso la muerte de Jesús es el nacimiento del Hombre nuevo, de la nueva humanidad que nace del don del Espíritu.
En realidad la muerte de Jesús se presenta como un sueño: reclinando la cabeza... Y como el don de su propia vida, -entregó el Espíritu-, don voluntario y libre que culmina su fidelidad a un amor doble: amor al Padre y amor a sus hermanos. Por eso su muerte, por estar preñada de tan alto grado de amor, será siempre fuente de vida.
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19,31-37:
La sangre y el agua que manan del costado de Jesús representan, al mismo tiempo, su muerte, su entrega -la sangre- y la vida que brota del amor que en esa muerte se expresa -el agua; el don de la propia vida supone y se expresa en el don del Espíritu, que dará a los que lo reciban la capacidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios; éstos, amando con ese amor, abrirán la posibilidad de una nueva sociedad humana en la que Dios sea Padre de todos y todos sean y se quieran como hermanos. He aquí la única posibilidad de salvación para la humanidad.
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19,38-42:
Último homenaje a Jesús. Los que lo entierran piensan que su muerte es definitiva; pero lo entierran en un sepulcro nuevo, símbolo de una nueva clase de muerte, que en realidad es la puerta de una vida nueva. Por eso no dicen que cierren la puerta del sepulcro con una losa, de la que sólo se hablará para decir que no está cerrando la puerta del sepulcro (20,1).
Era el día de preparación para una Pascua que, como tal, ya nunca llegará, sustituida por una nueva, por el paso de Jesús del mundo este al padre (Jn 13,1).