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Domingo 15º del Tiempo Ordinario

Ciclo C

13 de julio de 2025
 

 

Los nuestros son... los que más nos necesitan
                                           
 

  La parábola del buen samaritano tiene un sentido claro: el prójimo no es quien está cerca de mí por alguna circunstancia; soy yo quien puedo hacerme prójimo si soy capaz de descubrir y de acercarme a quien me necesita. A la luz del evangelio, la pregunta del jurista —«Y ¿quién es mi prójimo?»— debería formularse así: ¿Quién se hace hoy prójimo de los cientos de millones de personas que están faltas de solidaridad? ¿Quiénes son hoy los samaritanos? Porque, en la lógica del evangelio —y esa debe ser la lógica de quienes nos decimos cristianos, tanto a nivel individual como colectivo—, los primeros no deben ser los nuestros sino los que más lo necesitan.

 



Los sabios y entendidos


    Cuando volvieron los setenta enviados, Jesús, para celebrar el éxito de la misión, dio gracias al Padre con estas palabras: «¡Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque si has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla!» No se deben entender estas palabras como un desprecio de la inteligencia o un elogio de la ignorancia. Dios no nos quiere ignorantes y sumisos; la famosa “fe del carbonero”, defendida desde la perspectiva de los que se creen inteligentes, es una tomadura de pelo, una excusa para que unos pocos controlen las conciencias de quienes no han llegado a una fe verdaderamente adulta (por supuesto, el máximo respeto para quien, de buena fe, cree de esa manera).
    Para entender lo que quiere decir el evangelista, hay que tener en cuenta que en las palabras que Lucas pone en boca de Jesús resuenan otras mucho más antiguas, palabras de denuncia del profeta Isaías: «Dice el Señor: Ya que este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios mientras su corazón está lejos de mí..., fracasará la sabiduría de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes» (Is 29,14): los sabios y prudentes a los que se refiere Isaías son los que justifican y dan soporte teórico a una religiosidad vacía, consistente en una palabrería huera que no se traduce en obras, en hechos, que no cambia la vida de los creyentes ni contribuye a mejorar la de todos.
    Uno de estos sabios, un jurista experto en la Ley de Moisés, es quien se acerca a Jesús y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, con la intención de «ponerlo a prueba» (¿quizá porque Jesús no trataba con demasiada frecuencia el tema de la otra vida? ¿Pensaba quizá el jurista que Jesús había olvidado la dimensión vertical de la fe?).
    Los judíos piadosos como aquel jurista recitaban cada día algunos pasajes de la Biblia; la respuesta de Jesús no es sino decirle a su interlocutor que recite una vez más lo que él tan bien sabe de memoria, lo que tantas veces proclama con su boca: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... Y a tu prójimo como a ti mismo». Ese es el camino para la vida verdadera: «Haz eso y tendrás vida», le dijo Jesús. El sabio había quedado al descubierto: ¿qué sentido tenía preguntar acerca de algo que todo buen israelita sabía? ¿De qué le servía ser “sabio y entendido”?

 

Y ¿quién es mi prójimo?

    Cuando el letrado aquel intentó enmendar su patinazo, lo empeoró, pues puso de manifiesto que él era uno de esos sabios que honran a Dios sólo de boquilla. Y Jesús aprovechó la ocasión para proponer una bellísima parábola mediante la cual, primero hace una dura crítica a la religión judía, que, a pesar de las muchas denuncias de los profetas (véase, por ejemplo, Is 1,10-19; 58,1-12; Am 5,18-27), seguía haciendo compatible el culto a Dios con la falta de amor al ser humano y, en segundo lugar, presenta una propuesta para superar las fronteras y las creencias y unir a las personas en un abrazo de solidaridad universal.

    Un hombre fue asaltado por unos ladrones; un hombre, sólo un hombre, sin nombre; probablemente judío y quizá piadoso, pues venía de Jerusalén; pero al evangelista sólo le interesa resaltar que era un ser humano. No sólo le robaron, sino que lo golpearon hasta dejarlo abandonado, tendido junto al camino, sintiendo cómo se le escapaba la vida sin poder valerse por sí mismo; sólo la solidaridad de otro ser humano podría salvarlo. Al principio tuvo mala suerte, porque no pasaron hombres corrientes, sino un sacerdote y un clérigo -un levita. Seguramente iban o venían de dar culto a Dios, pero no se detienen; no parece que sus devociones los impulsaran a la solidaridad; no escuchaban los gritos de aquella sangre derramada, de aquella vida que se iba... que seguramente Dios sí que estaba oyendo (véase Gn 4,10).
    Pero su suerte cambió cuando por aquel paraje pasó... un hereje, un samaritano. Y este hombre que, si suponemos que el herido era judío pues “bajaba de Jerusalén”, estaba por religión y por raza lejos de él, se le acerca, se le aproxima, se hace su prójimo. Se siente responsable de que aquella vida se recupere definitivamente y, por eso, no se limita a curarle las heridas, ni a levantarlo, ni a buscarle techo sólo para una noche... Y salva su vida.
    El jurista había preguntado «y ¿quién es mi prójimo?»; después de la parábola Jesús le pregunta: «¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
    La cuestión, por tanto, no es ayudar al que tengo cerca, sino acercarme al que necesita ayuda.

 

Haz tú lo mismo

    La recomendación final no es sólo para el jurista. Ese haz tú lo mismo es válido para cualquier persona con corazón humano y, por supuesto, para cada uno de los que creemos en el proyecto de Jesús. Por eso nos podemos y nos debemos preguntar: ¿Quién es hoy mi prójimo?
    O mejor, ¿quién está dispuesto a hacerse prójimo de tantos hombres y mujeres que están tendidos a lo largo del camino de la vida, apaleados por tantos bandidos? De los que mueren de hambre que hoy se puede saciar, de los que mueren de enfermedades que es posible e incluso fácil curar, de los que mueren por ignorancia que habría sido posible enseñar, de los que mueren llamando a las puertas de nuestra sociedad opulenta, porque no les permitimos entrar... ¿Estoy yo dispuesto a hacerme su prójimo?
    Cierto que hoy, aunque lo hagamos, aunque sea urgente y necesario hacerlo, no basta con dar una limosna o regalar unas medicinas; hoy podemos y debemos ser prójimos de pueblos enteros, de toda la humanidad; hoy la parábola del buen samaritano tiene que tener una dimensión política: promover e impulsar un nuevo orden económico nacional e internacional que esté basado en la justicia y no en la prepotencia de los ricos, en la solidaridad y no en la ambición.
    ¿Quién estará haciendo hoy los papeles del sacerdote y el clérigo y quién el del buen samaritano? ¿Qué papel queremos representar cada uno de nosotros?

 

Los samaritanos, hoy

    El hombre herido en el camino representa hoy a los millones de empobrecidos del mundo. ¿Quiénes son los bandidos que los han reducido a ese estado? ¿Quiénes son los sacerdotes y levitas que pasan, indiferentes, a su lado? ¿Y quiénes se harán samaritanos, prójimos de esos millones de hermanos?

    De hecho hoy podemos encontrar muchos samaritanos que se aproximan a quienes están necesitados de ayuda: los que se acercan a los inmigrantes y refugiados a quienes nuestras instituciones rechazan, los que se acercan a impedir un desahucio que deja en la calle a familias empobrecidas por esa crisis que en realidad fue un estafa, los que arriesgan su libertad para defender los derechos y la dignidad de los trabajadores y de los jornaleros del campo, los que dedican su tiempo a cuidar a las personas dependientes, enfermos, ancianos, etc., y los miles de voluntarios repartidos por el mundo que trabajan en favor de los más desfavorecidos: esos, sean o no cristianos, sean o no creyentes, están reproduciendo la parábola del buen samaritano, están poniendo en práctica el mensaje de Jesús que podríamos sintetizar de esta manera: la vida se asegura cuando se dedica solidariamente a trabajar y a luchar para garantizar una vida digna a quienes ven peligrar su dignidad y su vida.

 

Los nuestros, ¿primero?

    Hace ya algunos años que en diversos países crecen constantemente movimientos, partidos políticos, ideologías de carácter supremacista que, en un ejercicio desvergonzado de demagogia, afirman que hay que ayudar a quienes lo necesitan, pero... ¡los nuestros, primero!
     En realidad, se trata de una trampa para hacer creer a los pobres que sus enemigos son... los que son más pobres que ellos.
   Y, lo más grave, es que, al menos en nuestro país, muchos de los que defienden esta perversa ideología, se declaran creyentes, católicos, seguidores de Jesús de Nazaret, defensores de nuestra cultura cristiana amenazada, dicen, por quienes llegan de lejos con otra cultura, con otras creencias, con otras necesidades
     Y lo peor de todo es que ese modo de pensar está llegando a los dirigentes de los países que se declaran cristianos quienes, muy preocupados de palabra por nuestra “cultura cristiana” implantan políticas insolidarias, recortando cada vez más las ayudas a los pueblos empobrecidos).
    Confesarse cristiano y defender o poner en práctica esa ideología y esas políticas o es perversa hipocresía, o es no tener idea de lo que dijo, de lo que predicó y de lo que practicó Jesús de Nazaret.
    Como hemos dicho, el asaltado y herido, tendido junto al camino, era probablemente judío; el samaritano pertenecía a otra cultura, y defendía otra tradición religiosa: era, para el judío, un renegado, un hereje. Pero todas esas barreras quedaron superadas por su humanidad, por su corazón solidario. No se preocupó de saber si el hombre aquel era o no “de los suyos”. Sólo se fijó en su necesidad; y la percepción de esa indigencia la convirtió en solidaridad.
    Por eso Jesús lo puso como ejemplo porque tampoco para él ni era ni es aceptable el lema “los nuestros, primero”, salvo que al decirlo estemos diciendo que los nuestros no son los que pertenecen a nuestra raza, a nuestra clase social, a nuestro país o a nuestra religión sino que son los que más nos necesitan.

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