Anteriores

Powered by mod LCA

Formulario de acceso

Viernes Santo
Ciclo C

18 de abril de 2025
 

La cruz, ¿señal del cristiano?

    La cruz es un patíbulo, un despiadado y perverso instrumento de tortura y, como tal, en términos teológicos, es un instrumento de pecado. Sin embargo, la veneramos y la consideramos el signo que representa nuestra fe: «la señal del cristiano, es la Santa Cruz», se nos ha dicho. ¿No sería lógico que la rechazáramos en lugar de exigirnos el máximo respeto a este artilugio pensado para matar de manera cruel?
    ¿Qué fue lo que hizo que este instrumento inhumano se haya convertido para nosotros en signo de vida y de liberación?

 




¿Por qué lo mataron?


    ¿Qué movió a los dirigentes judíos a condenar a muerte a Jesús? ¿Por qué Pilato confirmó la sentencia del Gran Consejo judío?
    En casa de Anás y Caifás le preguntan a Jesús sobre su doctrina y sus partidarios (18,19). Sobre sus discípulos, Jesús responde: ya los reconocerán cuando pongan en práctica su enseñanza (Jn 13,35). En cuanto a la doctrina, dice Jesús, no era un secreto y los dirigentes la conocían bien, pues él había hablado públicamente. ¡Claro que conocían bien la predicación de Jesús! Y por eso lo persiguen y buscan su eliminación.
    En realidad, desde la perspectiva del sistema de poder establecido, Jesús había hecho suficientes méritos para verse como se veía pues había entrado en conflicto con todos los poderes establecidos.
    El evangelio de Juan destaca, sobre todo, el enfrentamiento con los dirigentes judíos: había anunciado que las antiguas instituciones, de las que los jerarcas se sentían garantes, caducas e ineficaces, iban a ser sustituidas, a saber: la alianza (Jn 2,1-11), el templo (2,12-22), la ley (2,23-3,21), los mediadores (3,22-4,3), el culto (3,4-45); curó en sábado para enseñar que la ley mantenía enfermo y esclavizado al pueblo (5,1-15), identificó la tierra de Israel, la que su pueblo consideraba que Dios le había prometido y entregado, como tierra de esclavitud y se propuso a sí mismo como pan de vida, alimento para un nuevo éxodo, un nuevo y definitivo proceso de liberación (6,1-40); acusó a los dirigentes de convertir la religión en un negocio (2,16), les negó el derecho de llamarse hijos de Abraham o de Dios, los llamó hijos -partidarios e imitadores en sus acciones- del diablo, mentirosos y homicidas (8,31-59) y les echó en cara que eran malos pastores pues en lugar de buscar el bien del pueblo lo explotaban en su propio beneficio (10,8-10). Por eso, desde hacía mucho tiempo, los dirigentes buscaban la muerte de Jesús (5,16.18; 7,25-30.32; 8,59; 10,39). De hecho, la sentencia estaba ya acordada cuando empezó el juicio: Caifás, sumo sacerdote, usando como pretexto el bien del pueblo para defender su posición, había pronunciado la sentencia: «Os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera» (11,47,53).

     Ante Pilato no presentan como acusación ninguna de las razones que los habían llevado a buscar la muerte de Jesús: se limitan a decir que es un malhechor que merece la muerte (18,30-32), que debía morir por hacerse hijo de Dios (19,7) y que declarándose rey de los judíos se hacía enemigo del César. Esta última acusación la manejaron con habilidad los dirigentes de Israel, poniéndose así del lado del rey que quitaba la libertad de su pueblo -«no tenemos más rey
que el César»
(19,9-16)- y contra el que estaba dispuesto a dar la vida por dar la libertad a toda persona que quisiera aceptarla; con ella consiguieron meter el miedo en el cuerpo -en la ambición- de Pilato, que podría aparecer como desleal si no castigaba tal delito (19,12). Y Pilato no quiso arriesgar su posición, su cargo, sus privilegios... Y cedió a la pretensión de los sumos sacerdotes.
    En otras palabras:
    - En una sociedad organizada alrededor de la religión Jesús se enfrentó con los dirigentes religiosos y los acusó de ser los culpables de la opresión del pueblo, puesto que, en nombre de Dios y en beneficio propio, practicaban, justificaban y apoyaban la injusticia, la explotación de los pobres y la opresión del pueblo.
    - En una sociedad organizada alrededor del dinero, Jesús se puso de parte de los pobres y proclamó que lo que Dios quiere es que compartamos solidariamente en lugar de acumular los bienes que, porque sólo a Dios pertenecen, pertenecen a todos (Jn 6,1-15).
    - En un mundo fundado en el poder de la violencia se presentó como rey sin ejército y con la sola fuerza de su amor. Y frente a quienes buscaban ser reconocidos como señores imponiendo su dominio a los demás, propuso el servicio libremente ofrecido y practicado como medio de promover y reconocer el señorío de todos (Jn 12,12-15).
    Así denunció el sistema de injusticia establecida como algo inhumano y contrario al designio de un Dios que más que como Señor quería ser aceptado y reconocido como Padre.
    Y no se lo perdonaron.
    Y por eso lo mataron.


¿Por qué aceptó la muerte?

     No hacía falta saber mucho para darse cuenta de que Jesús, actuando como lo hacía, acabaría mal. Él era consciente de ese riesgo, y conscientemente lo aceptó. Inmediatamente después del episodio del lavado de los pies, Jesús había dicho a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27), aceptando así su muerte. Y en seguida formuló su mandamiento, en el que se ponía a sí mismo como medida del amor: «como yo os he amado» (Jn 13,34). Esa fue, pues, la razón: «consciente Jesús de que había llegado su hora, la de pasar del mundo este al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor hasta el fin.» (Jn 13,1). El amor; el amor a todo ser humano, incluso a Judas (Jn 13,26), incluso a los que lo mataron. Un amor que llega hasta dar la vida en favor de los que se la arrebatan. Por eso, por su amor a la humanidad, aceptó llegar hasta el final en su entrega.
     En la historia de la humanidad siempre ha habido -y sigue habiendo- más miseria que riqueza, más tristeza que felicidad; esto es así porque el hombre se ha empeñado siempre en ser su propio dios o, más bien, el dios de sus semejantes, usando para ello muchas veces el nombre y la palabra del mismo Dios.
    Pero el hombre, que aún no sabe del todo cómo ser humano, no sabe ser Dios, no sabe cómo es Dios.

    Al dar su vida por amor, Jesús está revelando el verdadero rostro del Padre: un Dios que es amor, amor sin medida, que ofrece su vida de Padre a los hombres para que, aceptándola, pongan en práctica un amor que responda a su amor (Jn 1,6). Un Dios por tanto que es débil en tanto que la inconmensurable fuerza de su amor sólo será eficaz si es aceptada por los seres humanos; un Dios que no se manifiesta como poder sino, en Jesús, como servicio a la humanidad; un Dios que ya no quiere ser “Señor”, sino Padre de todos aquellos que libremente quieran ser sus hijos y que como hijos ama incluso a quienes no saben o no quieren serlo.
    De este modo, Jesús ofrece una nueva posibilidad a la humanidad, un nuevo tipo de relación con Dios y de los seres humanos entre sí: una relación de amor entre Padre e hijos y entre todos los hermanos. Esta nueva posibilidad, la nueva alianza, para todos:

• su manto, es la herencia de Jesús que la reciben unos paganos y se divide en cuatro partes, en alusión a los cuatro puntos cardinales, es decir, esa herencia corresponde a toda la humanidad (Jn 19,23-24),
• incluido el pueblo judío: María, que representa al Israel fiel al Señor, va a vivir a la casa del discípulo amado, símbolo de la nueva comunidad (Jn 19,25-27),
• esa nueva posibilidad queda definitivamente abierta al llevar a término la creación con el don que hace Jesús de sí mismo y del Espíritu (19,28-30) en la última y máxima prueba de amor, Espíritu que llevará al ser humano a su plenitud.

    De este modo, al revelar a Dios como Padre, realiza y descubre qué significa ser hijo, en qué consiste la plenitud humana a la que todos, como él, estamos llamados a llegar y que se alcanza mediante el don, la entrega de sí mismo por amor.

 

Por fidelidad, por amor

     Esta fue la razón por la que Jesús asumió el riesgo de morir a manos de aquellos a los que no les interesaba que nada cambiara: la fidelidad a su compromiso con el designio del Padre, el amor a la humanidad, la necesidad de dar al hombre la posibilidad de transformar definitivamente la esclavitud en libertad, la miseria en solidaridad, la tristeza en alegría, la muerte en vida, el egoísmo en amor, la desesperación en esperanza, el odio en fraternidad. Por eso se dejó matar: por amor a la humanidad; para que las relaciones entre las personas llegaran a ser justas; para que la justicia hiciera posibles la paz y el amor entre los pueblos y las personas; para que la humanidad pudiera ser, ahora y siempre, feliz.
     Para que este proyecto fuera posible, asumió el riesgo de acabar clavado en una cruz, el más cruel suplicio de aquel imperio. No era un trono, sino un patíbulo; no era un privilegio, sino una tortura. Y no fue consecuencia de la voluntad de Dios, sino del odio de los poderosos.
    Pero con su entrega convirtió en trono ese no-trono en el que se proclamó y quedó explicada su realeza -«estaba escrito: ‘JESÚS EL NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS’»-, al tiempo que revelaba al Dios Padre de amor y la calidad de su propio amor y de su divina humanidad.
     Por eso Jesús aceptó la muerte: por amor. Por amor a la humanidad, por amor a todas las víctimas de la injusticia de toda la historia. Por eso la cruz aceptada no por ser cruz sino como signo del libre don de sí mismo, como expresión de un amor radicalmente revolucionario, se convirtió en el emblema de los cristianos.

 

La señal del cristiano

     Ahora, después de veinte siglos de cristianismo, ¿en qué ha quedado la cruz de Jesús? Hoy no parece molestar a nadie, ni a los ricos, ni a los poderosos, ni a los que la manipulan para apoyar el poder del dinero, la desigualdad, la injusticia, la opresión...
     Convertida en una joya, o en una condecoración (¡incluso por méritos de guerra!), nadie o casi nadie recuerda que la cruz es un instrumento cruel de tortura que el imperio de entonces usaba para eliminar a los que se le enfrentaban y para que sirviera de castigo ejemplarizante para todos los que tuvieran la tentación de rebelarse contra su poder. Y, por otra parte, son muchos los que valoran más y ven antes el sufrimiento del crucificado que su amor en favor de sus hermanos. Pero es el amor, no el sufrimiento, lo que da valor a la cruz.
     Por eso, cuando llamándonos cristianos renegamos de la causa de Jesús y renunciamos a transformar este mundo en un mundo de hermanos, cuando nos ponemos del lado de la injusticia, la desigualdad, la opresión..., o simplemente callamos ante ellas... cuando escatimamos el amor que puede transformar -transfigurar- el mundo por miedo a perder alguna de ventajas que nos ofrece esta vida..., cuando cometemos injusticia, despreciamos a los diferentes o nos inhibimos ante la pobreza ¿No estamos despreciando la cruz? ¿No estamos pisándolo a Jesús crucificado en uno o en muchos de sus hermanos?

 

Señal de vida y esperanza

   La cruz se ha convertido también en un signo de muerte. Quizá porque preside las tumbas de los cristianos aun cuando hemos olvidado el significado profundo de su entrega. Pero la cruz de Jesús sólo puede ser signo de vida.
    El modo en que se refiere el evangelista a la muerte de Jesús, poniendo de relieve el carácter libre y voluntario de su entrega, y los elementos simbólicos que introduce a continuación revelan que esta es una muerte distinta, porque no es definitiva y porque es fuente de vida. Así, la sangre y el agua que manan del costado de Jesús representan, al mismo tiempo, su muerte, su entrega (la sangre) y la vida que brota del amor que en esa muerte se expresa (el agua); el don de la propia vida supone y se expresa en el don del Espíritu, que dará a los que lo reciban la capacidad de llegar a ser, también ellos, hijas e hijos de Dios; éstos, amando con ese amor, abrirán la posibilidad de una nueva sociedad humana en la que Dios será Padre de todos y todos podrán ser y quererse como hermanas y hermanos.
    Esta es la razón por la que el evangelista sitúa la sepultura de Jesús en un huerto, que recuerda el jardín del Edén, anticipando de este modo la resurrección que será presentada como una nueva creación (Jn 20,21); por eso, dice el evangelista que lo depositaron en un sepulcro nuevo, y por eso no dice que la tumba quede cerrada por losa alguna (al contrario que Marcos y Mateo; ver Mt 27,60; Mc 15,46). Todas estas indicaciones señalan hacia una nueva experiencia de la muerte por la que muchos otros pasarán en el futuro, una muerte que será sólo un paso entre dos modos de vida: cuando el evangelio, después de decir que era un sepulcro nuevo, añade «donde todavía nadie había sido puesto», no se está repitiendo; está anunciando que ese tipo de sepulcro, puerta entre dos vidas, irá siendo ocupado por muchos otros después de él.

 

Señal de rebeldía, señal de solidaridad

    Además de convertirse en una joya o en una condecoración, la cruz se ha convertido en signo de los sufrimientos que causa la naturaleza débil del ser humano u otras circunstancias personales o sociales: enfermedades, conflictos personales, pobreza, fracasos de diverso tipo.
    Ante esos sufrimientos muchas personas miran a la cruz y expresan su resignación diciendo que cada uno debe aceptar la cruz que le toca en suerte.
    Pero no es “resignación” ante esas cruces lo que nos debe inspirar la cruz de Jesús, sino rebeldía, energía para una lucha pacífica -nace de un espíritu de amor- contra todo lo que aumenta el peso de esas cruces y en favor de todo lo que puede aliviarlo.
    Denunciar la carrera de armamentos, que detrae recursos y amenaza la vida de las personas, incluso cuando no de utilizan, rebelarse contra una industria farmacéutica o una sanidad enfocadas como un negocio y no como un servicio a las personas...
    Defender una sanidad que llegue a todos o una distribución justa y equitativa de los recursos necesarios para la vida, acompañar a un enfermo o dar esperanza a una persona abatida, trabajar por la paz entre los pueblos o por la armonía en la convivencia ciudadana...
    Son muchas las oportunidades que la vida nos ofrece para bajar de la cruz o aliviar el peso de las cruces que hacen sufrir a nuestros semejantes, sea en el ámbito social o el personal.
    Si hubiéramos podido... ¿no habríamos denunciado la injusticia de la cruz de Jesús de Nazaret?  ¿No lo habríamos ayudado, como el Cireneo, a soportar su peso? Si hubiera estado a nuestro alcance, ¿no lo habríamos bajado de inmediato?
    Pues hay muchos hermanos nuestros que deben soportar cruces, ya sea porque son víctimas de la injusticia de nuestro mundo, ya porque sufren debido a la condición débil y vulnerable de la condición humana: luchando contra esas cruces o aliviando su peso estamos dándole sentido a nuestra fe en la fuerza liberadora y vivificadora de la cruz de Jesús.

 

Escribir un comentario

Código de seguridad
Refescar

We use cookies

Usamos cookies en nuestro sitio web. Algunas de ellas son esenciales para el funcionamiento del sitio, mientras que otras nos ayudan a mejorar el sitio web y también la experiencia del usuario (cookies de rastreo). Puedes decidir por ti mismo si quieres permitir el uso de las cookies. Ten en cuenta que si las rechazas, puede que no puedas usar todas las funcionalidades del sitio web.