Ascensión de Jesús
Ciclo A

21 de mayo de 2023


Acercar Cielo y Tierra

    La Ascensión de Jesús significa que él, después de resucitar, subió a la casa del Padre y se instaló junto al Él. Con esto, estamos afirmando: que Dios está y estuvo siempre con Jesús y no estaba, ni está, con los que lo mataron; que su proyecto está respaldado por el mismo Dios pues, al resucitarlo y llevarlo junto a él, el Padre le dio la razón y se la quitó a sus enemigos y, por tanto, es un proyecto realizable; y que nuestra esperanza no está vacía, pues la presencia de Jesús junto al Padre, la avala definitivamente. Y que en Jesús la humanidad queda definitivamente divinizada y, al mismo tiempo, la divinidad, humanizada.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Hechos 1,1-11 Salmo 46[47],2-3.6-10 Efesios 1,17-23 Mateo 28,16-20




Jesús ¿se marcha o se queda?

    Parece que las lecturas de este domingo se contradicen. Por un lado la primera y la segunda hablan de que Jesús ha subido al cielo y está sentado a la derecha del Padre; por otro lado el evangelio nada dice de la subida de Jesús al cielo; al contrario, las últimas palabras de Jesús reafirman su presencia en la Tierra, con los suyos: «yo estoy con vosotros cada día, hasta el final de esta edad». Para hacer más llamativa la contradicción, el evangelio de Mateo sitúa la escena en Galilea, en el monte donde Jesús los había citado,  mientras el libro de los Hechos de los Apóstoles la ubica en Jerusalén (Lucas 24,50 dice que cerca de Betania) ciudad de la que, según el encargo de Jesús, no deben alejarse hasta recibir el Espíritu y por la que deben empezar su misión.
    Estas contradicciones desaparecen si tenemos en cuenta el tipo de literatura que estamos manejando. Los evangelios (y los Hechos de los Apóstoles podrían considerarse como la segunda parte del evangelio de Lucas), a partir de un núcleo histórico -misión, pasión y muerte de Jesús-, tratan de transmitir un mensaje y dar testimonio de un modo de vida y, además, ofrecen lo que hoy podríamos llamar recursos catequéticos o pedagógicos para que las comunidades cristianas profundicen en el conocimiento del proyecto de Jesús de Nazaret; cada evangelista tiene un plan, se dirige a unos destinatarios, tiene un estilo personal; no importan, por tanto, esas aparentes incoherencias en ciertos datos, puesto que en lo esencial, en el mensaje, todos los evangelistas coinciden. Busquemos, pues, ese mensaje.

 

La justicia de Dios

    La resurrección de Jesús fue un acto de justicia, de la justicia de Dios, que con tanta frecuencia se opone a la justicia oficial de los hombres. Jesús había sido rechazado por los sumos sacerdotes, letrados y senadores, por Pilato, y hasta por el pueblo, engañado por los dirigentes.
    Los hechos parecían quitarle la razón. Hizo lo que no estaba permitido: se rebeló contra el orden establecido, desobedeció a los jerarcas religiosos, se puso en contra de los que tienen el poder y el dinero. El que actúa así, lo acaba pagando. Y Jesús pagó con su propia vida. Había perdido, con la vida, toda la razón... Pero si la historia la hacen los hombres, es Dios quien la lleva a su término; y Dios lo resucitó, le devolvió la vida y le dio la razón: «Desplegó esa eficacia con el Mesías, resucitándolo y sentándolo a su derecha en el cielo por encima de toda soberanía y autor y poder y dominio, y de todo título...»
    Lo resucitó y, además, se lo llevó consigo. El día en que, después de dar las últimas instrucciones a los que habían permanecido fieles a su persona, subió al cielo para establecerse definitivamente junto al Padre, quedó claro quién tenía razón. Lo mataron en nombre de Dios; pero Dios no es cómplice de asesinos, no está con los señores de la muerte, aunque estos siempre han querido presentarlo a su lado; Dios está siempre del lado de la vida y, por eso, con los que, con amor, luchan por la vida. Por eso se llevó a Jesús junto a él una vez completada su tarea en esta Tierra. «Mientras los bendecía, se separó de ellos y lo llevaron al cielo».

    La ascensión de Jesús es, pues, la constatación de su triunfo: ha vencido la vida sobre la muerte, ha vencido el amor sobre el odio, ha vencido la verdad sobre la mentira, han vencido la justicia y la libertad sobre el despotismo y opresión. Dios ha vencido al mundo. Pero ¡atención!, el mundo al que Dios ha vencido no es la Tierra, ni la humanidad: Dios ha vencido a los poderes de este mundo y a su modo de organizarlo. Por eso la ascensión de Jesús es también la victoria anunciada y ya anticipada de todos aquellos por los que él luchó: los pobres, los humillados, los oprimidos, los marginados... la victoria de todo lo bueno que hay en todo ser humano.
    Porque el mundo al que Dios ha vencido no es tampoco la materia: la materia humana de Jesús ha quedado divinizada, sentada a la derecha de Dios Padre. No tiene ya ningún sentido despreciar lo material, lo carnal, lo corporal: Jesús, junto al Padre, sigue siendo el Hombre, de carne y hueso, como nosotros somos (la afirmación de que Jesús está “en cuerpo y alma” junto al Padre se debe entender en el sentido de que allí está toda su persona); y también, sin dejar de serlo, de carne y Espíritu, como nosotros estamos llamados a ser.
    La Ascensión constituye, finalmente, la reivindicación de Jesús frente a las fuerzas del mal, frente a los responsables del mal presente en nuestro mundo. Mirando atrás, recordando las razones de la muerte de Jesús, encontramos el sentido de su ascensión: Dios no lo ha abandonado; no fueron sus ejecutores los que vencieron y, por tanto, no eran ellos, sino Jesús quien decía la verdad. Y no es verdadero el dios de quienes lo mataron, sino el Padre de Jesús, con quien Jesús sigue viviendo, ese es el verdadero Dios.

 

Seréis mis testigos
                                           
    Jesús se va, pero su tarea no ha terminado. Los discípulos todavía no tienen claro cuál ha sido la misión de Jesús y esperan que vuelva a restaurar el reino para Israel. La respuesta de Jesús no la comprendieron del todo hasta que se cumplió lo que en ella les prometía: «recibiréis fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y así seréis testigos míos en Jerusalén y también en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la Tierra».
    Ser testigos. Esta es la tarea de los discípulos; y esa tarea puede entenderse en dos sentidos distintos aunque complementarios: en primer lugar, como si de un juicio se tratara, los discípulos de Jesús deben dar testimonio en favor de Jesús y en contra de sus ejecutores; en segundo lugar, ellos deben anunciar y explicar -con su palabra y con su vida- el mensaje y el proyecto de Jesús a todos cuantos estén dispuestos a escucharlo, compartiendo -dando testimonio- con todos su experiencia de cercanía y comunión con Jesús.
    La tarea de Jesús pasa ahora a los discípulos. Son estos -somos nosotros- los que deben continuarla tratando de incorporar a la misma, si libremente aceptan la invitación, a todos los seres humanos: «Id y hacer discípulos de todas las naciones, bautizadlos para vincularlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enseñadles a guardar todo lo que os mandé».
    Tendrán -tendremos- que dar a conocer a los hombres y enseñarles a guardar el mensaje de Jesús, haciéndoles saber que Dios no es poder, sino amor, no es amo, sino Padre...; y que, por tanto, lo que él quiere es que nos comportemos como hijos suyos queriéndonos y tratándonos como buenos hermanos. Habrá que proclamar que a ese Dios sólo se llega siguiendo el camino de Jesús: entregándose, por amor, al servicio de la humanidad; y sólo por ese camino se puede llevar a los que no lo conocen, al encuentro con quien quiere ser su Padre.
    Este fue el momento del primer relevo, que se produjo hace casi dos mil años. Pero la tarea continúa generación tras generación. Y hoy nos ha llegado el testigo a nosotros. La tarea es difícil, pero no estamos solos, Jesús no nos abandona  (no se va, según Mateo, o volverá al mundo, según Lucas), él sigue presente entre sus seguidores: «Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin de esta edad».

 

Mirando al suelo

    Según el relato de Hechos, los discípulos se quedan pasmados al ver a Jesús subir al cielo; pero esa -queda claro por lo dicho hasta ahora- no es la postura que Dios quiere que tengan sus hijos: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»
    Hay que volver a mirar hacia abajo, a la tierra, y seguir luchando por lo que y por los que Jesús luchó; y trabajando para que sea Dios quien reine en ella; seguir alimentando la esperanza de que es posible que los hombres vivamos como hermanos y seguir haciendo realidad, poco a poco, en medio de nuestras limitaciones y contradicciones, esa esperanza de la que Jesús, sentado junto al Padre, es la última garantía.
    No se trata de olvidar la meta, que hay que anunciarla; pero la meta es el final. Y para llegar a la meta hay que hacer, completo, el camino.
    No valen los atajos: son una trampa. No llevan a la meta: la tierra es el único camino para llegar al Cielo: hacer de la Tierra un cielo.
    No. No valen los atajos. Porque son también una traición: a Jesús, que no se ahorró ni uno solo de los pasos que tuvo que dar para ser fiel a su misión; y a los destinatarios de su mensaje, a los que tienen necesidad de justicia y tratan de encontrar la paz y aún no saben que todo se alcanzará si hacemos de este mundo un mundo de hermanos.

    Resumiendo: Jesús se va, pero no nos deja. Va a tomar posesión -también en nombre nuestro- del pedazo de cielo que le corresponde: un lugar de privilegio junto al Padre. Se va sin dejarnos; está con nosotros desde ¿...lo alto? ¿...del cielo?
    Quizá la verdad sea que toda la Historia de la Salvación no es otra cosa sino el esfuerzo de Dios por recortar la distancia entre Cielo y Tierra y que, desde que Jesús pasó por el mundo esa distancia quedó tan reducida que, desde entonces, el Cielo se puede encontrar ya en la Tierra.
    El acercamiento entre lo humano y lo divino se ha realizado en la dirección contraria a lo que la humanidad pretendió según el relato de la torre de Babel -conquistar el cielo para competir con Dios- al hacerse Dios próximo (prójimo) a la humanidad.
    A nosotros nos toca ahora seguir reduciendo aquella distancia para nosotros y para muchos otros seres humanos.