
| 1 de noviembre de 2025 |
Una propuesta, un ideal para todos
Durante mucho tiempo se consideró que las bienaventuranzas eran unas exigencias orientadas a unos pocos, a quienes no se conformaban con hacer lo mínimo necesario para obtener la salvación y elegían un modo de vida mucho más exigente, una vida que fuese camino de santidad.
Es cierto que, la elección de este pasaje evangélico de las bienaventuranzas para la festividad de Todos los Santos nos está diciendo que lo que hace que alguien sea santo consiste en poner en práctica ese ideal, en trabajar de modo constante en impulsar el proyecto de mundo contenido en las bienaventuranzas. Pero este ideal no es para unos pocos —nada en el evangelio justifica esta interpretación—, sino para todos los que nos llamamos cristianos, para todos los que nos consideramos seguidores de Jesús de Nazaret.
| Texto y breve comentario de cada lectura | |||
| Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
| Apocalipsis 7, 2-4.9-14 | Salmo 23(24),1-4a.5 | 1ª Juan 3,1-3 | Mateo 5, 1-12 |
Una nueva Alianza
La fe de Israel hunde sus raíces en los relatos de la liberación de Egipto y el camino que, a través del desierto, llevó a quienes habían sido esclavos a la libertad. Entre esos relatos hay uno fundamental: en el monte Sinaí, el Señor que los había liberado de la esclavitud y que se había comprometido a llevarlos hasta una tierra en la que pudieran vivir como hombres libres les propuso una alianza: Él se comprometía a estar siempre presente en aquel pueblo; Israel, por su parte, debería vivir según la voluntad liberadora del Dios que los había salvado: «Moisés subió hacia el monte de Dios y el Señor lo llamó desde el monte y le dijo: Habla así... a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto lo que hice a los egipcios, cómo os llevé en alas de águila y os traje hacia mí; por tanto, si queréis obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos seréis mi propiedad» (Ex 19,3-5; Dt 29,12); Moisés les transmitió esta propuesta y el pueblo respondió unánimemente: «Haremos cuanto dice el Señor» (Ex 19,8). Dios expuso a continuación a Moisés sus mandamientos (Ex 20,1-21), cuyo cumplimiento debería garantizar que la liberación obtenida por Dios no quedaría desvirtuada en las relaciones internas del pueblo.
Esta alianza, se malogró por la incomprensión —Israel confundió lo que era un ensayo, destinado a servir de modelo para toda la humanidad, pues lo consideró un privilegio exclusivo—, y por la repetida infidelidad del pueblo; y ahora Jesús va a promulgar una alianza nueva y definitiva.
A un monte, como antes hizo Moisés para hablar con Dios, sube Jesús en quien Dios está ya presente -es Dios con nosotros (Mt 1,23)- y con él se acercan sus discípulos, los que han empezado a ponerse de su parte; ante ellos, él directamente va a proclamar las condiciones de la nueva y definitiva alianza.
La presencia de Dios en Israel hacía de éste un pueblo sagrado, un pueblo santo: «seréis un pueblo sagrado, regido por sacerdotes» (Ex 19,6; véase también Dt 7,6; 14,2; 26,19; 28,9). Ahora Dios se ofrece para ser él mismo el Rey. El resultado de su reinado, si lo aceptamos, será una humanidad feliz; porque las exigencias de este nuevo pacto no son leyes, sino las condiciones necesarias para construir un mundo más humano y, por eso, más de acuerdo con la voluntad de Dios, Padre que quiere que todos sus hijos sean felices; por eso son una repetida invitación a la felicidad, en Mateo, sin amenazas ni maldiciones (véase Dt 27-28), en primer lugar, para aquellos que decidan personal y libremente asumir el compromiso de construir el mundo que Dios quiere, invitación que se dirige no a una nación o a un pueblo, sino a toda la humanidad.
La decisión fundamental: contra la pobreza
La primera bienaventuranza ("Dichosos los que eligen ser pobres,) y la última ("Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad"), se refieren a la decisión fundamental que deben tomar los seguidores de Jesús: la pobreza. Para seguir a Jesús hay que elegir la pobreza; pero no porque, en sí misma, sea un valor, sino porque supone romper con el deseo y la acumulación de riqueza, causa de la injusticia y, por tanto, causa de la mayoría de los sufrimientos de la humanidad. En realidad, la primera bienaventuranza es una opción contra la pobreza: contra ese hecho racionalmente absurdo y éticamente insoportable que es la pobreza que existe en un mundo en el que hay recursos más que suficientes para satisfacer las necesidades de todos.
La ambición nos lleva a endiosar al dinero y, como lo consideramos un dios, con tal de tenerlo con nosotros nos atrevemos a hacer cualquier cosa; especialmente somos capaces de empobrecer a muchos apropiándonos de lo que ellos necesitan, para adueñarnos de lo que no necesitamos, pero que nos hace sentirnos poderosos. Así nos sentimos super-dioses, señores de una gran parte del dios en el que creemos y al que, en realidad, nos sometemos servilmente: el dinero.
Pero Dios, el verdadero, el Padre, no quiere que a nadie le falte lo necesario para vivir. El mismo evangelio de Mateo explica esta bienaventuranza poco después: se trata de elegir entre un mundo organizado de acuerdo con los valores que propone la palabra de Dios o un mundo en el que gobiernan las leyes del dinero. Porque esos dos modelos de mundo, son absolutamente incompatibles: «Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Esta es la explicación que ofrece el mismo evangelista de la primera bienaventuranza: el dominio de los corazones de los hombres se lo disputan dos señores, Dios y el dinero; los ricos son los que han entregado su corazón y su alma a este último; y muchos pobres aspiran a darle culto cuanto antes. Las consecuencias se ven con sólo mirar al mundo que tenemos: hambre, miseria, injusticia, violencia, guerras. Antes y ahora, ¿no es el dinero la causa de tanto sufrimiento? ¿No nace tanta desgracia de la ambición insaciable de poseerlo y del hecho de subordinar todos los valores, incluidos la dignidad y la vida humana, a la posesión de la riqueza?
Dios no quiere la pobreza; pero no la quiere para nadie. Y puesto que la causa de la pobreza de la mayoría es la riqueza de unos pocos (véanse, por ejemplo: Job 24,2-4; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; Am 5,12; 8,4; Prov 30,14; 31,9; Sal 10,2.4.7-10; 12,4-6; 35,10), Jesús propone a quienes lo escuchan que, por decisión propia (eso significa pobres de espíritu), abandonen al dios dinero y se vuelvan al Padre; que elijan ser pobres significa, pues, que renuncien a ser ricos y se pongan a trabajar para construir un mundo en el que no haya pobres, para que la pobreza desaparezca del mundo. Ese será el mundo organizado según la voluntad de Dios, esto es, el reinado de Dios.
Los riesgos
Hay, pues, que elegir porque no hay posibilidad de poner de acuerdo el amor del Padre Dios y la crueldad homicida del capital. El Padre quiere que elijamos ser pobres no porque quiera ver a sus hijos pasando necesidad, sino porque no quiere verlos haciendo sufrir a otros hermanos quitándoles de la boca el pan que estos necesitan para saciar su hambre. Pero "el dinero" no se va a dejar arrebatar por las buenas su influencia en el mundo; y a los que discutan su divinidad, a los que decidan que no vale la pena vivir para buscar la riqueza, a los que descubran ante todos que la ambición es una tendencia embustera y homicida, a ésos los perseguirá sin piedad con todos los medios a su alcance.
Por eso elegir esta pobreza rebelde y revolucionaria supone aceptar el riesgo de ser perseguido por mantenerse fiel a esa elección. Por eso el conflicto con el “orden este” será inevitable.
A éstos, a los que realicen la primera opción por la pobreza y la mantengan en medio de las persecuciones, Jesús les promete que Dios será su Rey, es decir, que vivirán de tal manera que la preocupación por el comer y el vestir desaparecerá: «...no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Son los paganos quienes ponen su afán en esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero que reine su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,31-33). Buscar que reine la justicia de Dios es comprometerse en la tarea de impulsar el reinado de Dios, en organizar nuestro mundo según el modelo contenido en el proyecto de Jesús y trabajar para que las relaciones entre las personas y los pueblos se rijan por criterios de solidaridad y de justicia, y para que muchos otros se convenzan de que dejarse gobernar por tal rey significa vivir -todos- como príncipes, como hijos de un rey. Por eso, en un mundo así de justo el alimento, el vestido y el techo están garantizados: esa es la consecuencia, —la añadidura—, de la justicia propia del reinado de Dios.
Lo que hay que cambiar...
Las bienaventuranzas segunda, tercera y cuarta concreta lo qué hay que cambiar, qué cambiará si Dios reina sobre la humanidad:
Los que sufren (porque son pobres, porque están marginados, porque les falta el cariño de otros hombres...) van a recibir el consuelo al saber que no son huérfanos, sino que tienen un Padre que los quiere y que muchos otros hijos de ese Padre son sus hermanos; su sufrimiento desaparecerá porque, sin llegar a ser ricos, se alejarán de la miseria, y el amor de los hermanos los integrará en un círculo de solidaridad y amor en el que serán dichosos.
Los sometidos, al incorporarse a un grupo en el que nadie actúa como señor ni como padre, pues todos tratan de vivir como hermanos, se sentirán liberados y, en un mundo sin opresores ni oprimidos, todos serán señores de la creación, tal y como Dios lo planeó desde el principio (Gn 1,28) y así también ellos, serán dichosos.
Los que tienen hambre y sed de esa justicia, es decir, los que se dan cuenta de los sufrimientos de las personas tienen su origen en la falta de justicia —justicia por cuya implantación trabajan—, sentirán la alegría de ser gobernados por el único rey verdaderamente justo y, al experimentar por sí mismos cómo se vive y convive en su reino, quedarán saciadas sus hambres de pan y de justicia; y serán dichosos.
... y lo que cambiará
Las tres restantes señalan los valores que han de ser las columnas sobre las que se sostenga el mundo nuevo en el que Dios reine: la solidaridad (los misericordiosos, los que prestan ayuda), la honradez a carta cabal (los limpios de corazón) y el compromiso con la paz; la felicidad de quienes pongan en práctica estos valores nacerá al experimentar que Dios les ayuda, al sentirlo presente entre ellos y al verlo reflejado en ellos mismos puesto que, como todos los hijos, reproducirán los rasgos más característicos de su Padre. Y serán felices.
Estos son los valores de los hombres nuevos; en ellos la felicidad no es ya ausencia de desgracias, sino plenitud del amor de un Padre que es Dios y del amor de unas hijas e hijos que viven y se quieren como hermanas y hermanos.
En resumen: cuando grupos de mujeres y hombres vayan aceptando que Dios sea su rey, el mundo empezará a cambiar porque estos trabajarán con empeño para que se realice el programa de las bienaventuranzas; el resultado irá siendo que los que hasta entonces fueron desdichados empezarán a ser dichosos, la tierra será patrimonio de todos, incluso los que han estado sometidos a la opresión y a la esclavitud, los que tienen hambre y sed de un mundo más justo, encontrarán hartura, habrá sinceridad y lealtad entre las personas, que trabajarán para conquistar y construir la paz acompañados por el Dios que ha decidido hacerlos hijas e hijos suyos y que hará sentir con fuerza su presencia, ayudándoles a soportar las persecuciones que sufrirán si mantienen con fidelidad su opción contra la pobreza y el compromiso de romper con el dios-dinero.
Los que trabajan por la paz
Las cuatro primeras bienaventuranzas nos hablan, nos proponen un compromiso de lucha por un mundo más justo y fraterno; la penúltima nos habla de paz, de los que trabajan por la paz. ¿Son incompatibles aquellas propuestas con esta? ¿Es compatible la lucha con la construcción de un mundo en paz? La situación presente, en la que la humanidad sufre terribles guerras, genocidios, terrorismo, y otras manifestaciones de violencia contra la vida de las personas, nos exige hoy plantearnos esta cuestión.
La última bienaventuranza habla precisamente de esa lucha, de cómo esa lucha afectará a los que quieran ser fieles a su opción por el reinado de Dios en lugar de someterse a las leyes del dinero: Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por causa mía.
El esfuerzo por construir un mundo justo y fraterno hará inevitable el conflicto, pero ¿cómo se debe, desde el punto de vista cristianos, afrontarse?
Por supuesto que la respuesta no puede ser la aceptación pasiva y resignada ante esas persecuciones, ni el hacer todo lo posible para evitar el conflicto. Jesús de Nazaret no lo evitó y a sus discípulos les dijo que era inevitable: No penséis que he venido a sembrar paz en la tierra: no he venido a sembrar paz, sino espada; porque he venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con la suegra; así que los enemigos de uno serán los de su casa (Mt 10,34-36).
La lucha por la justicia genera división (eso es lo que simboliza “espada”; cuando lo prendieron en Getsemaní, Jesús recriminó a uno de los suyos que sacó un machete para defenderlo, diciéndole que quien a hierro mata, a hierro muere, Mt 26,52). Pero nunca debería generar violencia contra las personas.
No se trata de negar a la persona o al pueblo que sufre violencia o injusticia su derecho a defenderse; y, ni mucho menos, de equiparar la violencia del agresor con la del que se defiende y defiende una causa justa, sino de proponer una alternativa mejor: lucha por la justicia, sí; pero no violenta. Conscientes, por supuesto, de que la paz es incompatible con la injusticia, de que no se alcanzará, si no se funda en un orden justo.
Una alternativa que, quizá, es más urgente en este momento que en cualquier otro de la historia.
Uno de los escritos más breves del Nuevo Testamento, la carta de Santiago, resume este mensaje en una breve y bellísima sentencia: Y la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz (St 3,18).
¿Una utopía? Sin duda. Pero, hasta ahora, el dicho latino “si vis pacem, para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra), no ha dado resultados demasiado brillantes.