10 de abril de 2022 |
No fue voluntad de Dios
No. No fue por voluntad de Dios, ni mucho menos porque fuera necesario su sufrimiento para nuestra salvación. La pasión y muerte de Jesús, en tanto que sufrimiento y muerte, no formaban parte del designio de Dios. Fueron exigencia del pecado instalado en la esencia del poder de este mundo. Y consecuencia de la fidelidad a su compromiso del hombre Jesús.
Texto y breve comentario de cada lectura | ||||
Evangelio | Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Pasión |
Lc 19,29-40 | Is 50,4-7 | 21,8-9.17-20.23-24 | Flp 2,6-11 | Lc 22,14-23,56 |
Pacífico en su fuerza
Entre los muchos «olvidos» en que incurrieron los maestros de Israel estaba el de una profecía de Zacarías: este profeta anunciaba un Mesías que «dominará de mar a mar, desde el Eúfrates hasta los confines de la tierra», pero que no haría descansar su autoridad ni en la soberbia ni en la violencia: «mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros de Efraím, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones»: el pollino era la cabalgadura de los campesinos, los reyes viajaban en mula; los carros y los caballos son, naturalmente, los que se usaban para la guerra; un rey, pues, que para dictar la paz y garantizar así la seguridad de sus ciudadanos no prepara la guerra sino que destruye sus arsenales.
Cuando, según el relato evangélico, Jesús cree llegado el momento de que se haga público que él es el Mesías, decide escenificar esta profecía para mostrar qué clase de Mesías es él: su misión es universal, su mensaje está destinado, para cambiarlo, al mundo entero, de mar a mar; su tarea es liberadora y su actividad pacífica, y su autoridad no tiene que ver nada con la soberbia y el poder de los grandes de este mundo, sino que más bien se podría asemejar a la sencillez y la nobleza de un honesto campesino.
Muy pronto mostrará que su fortaleza no se expresa ni se apoya en la fuerza de las armas ni en ningún tipo de violencia, sino en el servicio que, libremente ofrecido, es muestra de amor: «Vamos a ver, ¿quién es el más grande, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa, ¿verdad? Pues yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Esa y no otra es la realeza que el Padre le confirió.
Pacífico, pero en conflicto
Los fariseos, que engañaban al pueblo hablándole de un Mesías nacionalista, exclusivista, violento y triunfalista, no podían mostrarse de acuerdo con esta imagen de Mesías con la que Jesús se presenta y se muestran incómodos con las aclamaciones de sus discípulos. Y pretenden que Jesús les mande callar: «De entre la multitud, unos fariseos le dijeron Maestro, reprende a tus discípulos». No les importa considerarlo un maestro más... siempre que respete las normas y acepte la tradición que a ellos les interesaba conservar.
Pero Jesús no estaba dispuesto a mandar callar a nadie. Al contrario, a partir de este momento habla más alto si cabe y su enfrentamiento con el sistema se agudiza: anuncia la destrucción de Jerusalén (Lc 19,42-44), cosa que allí tuvo que sonar a blasfemia; se fue al templo, lo puso todo patas arriba y llamó bandidos a los sumos sacerdotes (19,45-46); acusó a letrados y sumos sacerdotes de ser infieles a Dios y asesinos (20,9-19); declaró que no sólo no se debía pagar tributo al César, sino que había que romper con todo lo que el César significa (20,20-26); puso en evidencia el materialismo de los grandes terratenientes y los sumos sacerdotes, unidos en el partido saduceo (20,27-38); denunció la soberbia y la avaricia de los intelectuales del régimen, los letrados (20,45-47), la falsa generosidad de los ricos (21,1-4) y el carácter opresor e hipócrita del poder (22,24-30)... No es de extrañar que todos ellos se unieran para considerarlo como un hombre sin ley.
No fue Dios
Se ha dicho -y se sigue diciendo- que la muerte de Jesús fue una exigencia de Dios como condición para conceder a los hombres el perdón de los pecados: como nosotros, humanos, no teníamos capacidad para merecer el perdón de Dios, éste envió a su Hijo para que, sufriendo y muriendo, consiguiera para nosotros los méritos necesarios para alcanzar tal perdón.
Mirando las cosas desde el corazón humano no es posible pensar que un padre exija el sufrimiento y la muerte de uno de sus hijos para perdonar a otros hijos suyos; y si hay algo claro en los evangelios es que Dios es Padre, un padre bueno. ¿Cómo se puede armonizar la imagen de un Dios justiciero implacable con el padre de la parábola del hijo pródigo -leída hace dos domingos en la liturgia-, que está esperando a su hijo para perdonarlo y que cuando llega no le permite ni siquiera que pida perdón sino que, enseguida, manda organizar una fiesta para celebrar que lo ha recuperado vivo?
Sin embargo, en los evangelios hay frases que, si se sacan fuera de su contexto, podrían servir para justificar esta forma de pensar: «Padre, si quieres, aparta de mí este trago; sin embargo, que no se realice mi designio, sino el tuyo»; éste, que pertenece al evangelio de hoy, podría ser uno de ellos.
Otros fueron los responsables
Los evangelios, y de forma especial el de Lucas, dejan muy claro quiénes fueron los verdaderos culpables de la muerte de Jesús: los poderosos, los que manipulaban la fe del pueblo para manejar a su antojo a la gente, los que habían convertido la religión en un negocio, los que estaban interesados en que los pobres tuvieran miedo de Dios para que así les temieran también a ellos: los sumos sacerdotes, los letrados, los jefes, los reyes, los que se hacen llamar bienhechores de la humanidad... ¡en beneficio propio! Y también una parte del pueblo: todos los que, por miedo, por ceguera, por estar dominados por la ambición de poder o por estar enajenados por la ideología de los poderosos, no se atrevían a ser libres, no se decidieron a ser hijos, no se quisieron arriesgar a ser solidarios, no se aventuraron a ser hermanos. Esos fueron los responsables de la muerte de Jesús. Fueron ellos los verdaderos culpables. No fue Dios ni el pueblo judío. Fue el sistema de poder establecido que contaminaba, como aún hoy lo hace, a la sociedad humana: los jerarcas judíos (22,66s; 23,1-2.13-23), denunciados directamente por Jesús (véase Lc 20,14); Herodes, cuya autoridad Jesús se niega a reconocer (23,8-12), y Pilato, que prefiere ceder a la arbitrariedad de los grandes en lugar de hacer justicia a los derechos de un pobre (23,23-25), y una parte del pueblo, totalmente dominada por sus opresores (23,13-23). Lucas, sin embargo, tiene buen cuidado de salvar a «una gran muchedumbre del pueblo, incluidas mujeres» (22,27), que siguen a Jesús por su camino hacia la cruz, aunque no se atreven a llegar con él hasta el final.
Lo que Dios si quería
¿Qué es entonces lo que Dios quería? ¿Cuál es ese designio del Padre que Jesús dice que debe cumplirse antes que el suyo propio?
Lo que Dios pide a Jesús es que mantenga su compromiso de amor hasta el final, aunque los enemigos del amor lo hagan víctima de su odio asesino; que sea solidario con sus hermanos, aunque los enemigos de la solidaridad lo intenten eliminar. Es el amor, la lealtad en el amor, lo que Dios quiere. Un amor sin límites, manifestación del amor del mismo Dios.
Jesús sabe que ese amor será rechazado por los que disfrutan o ambicionan el poder, por los que gozan de privilegios gracias a la injusticia establecida en la sociedad, y sabe que no van a ser blandos con él porque su propuesta, convertir este mundo en un mundo de hermanos, acabaría con sus injustos privilegios. Y ante el dolor y la muerte, siente miedo «como un hombre cualquiera»; y ante la incomprensión de muchos de sus seguidores, de los dirigentes y de la mayoría del pueblo de Israel, que siguen confiando de una u otra forma en la eficacia del poder y rechazan o no confían en su propuesta de fraternidad universal, experimenta una cruel soledad y una profunda sensación de frustración. Pero él, que está decidido a mantener su fidelidad hasta el fin, cuando llegue ese momento final seguirá dejándolo todo en las manos del que él sigue llamando Padre: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu».
¿Y lo de que la muerte de Jesús nos obtiene el perdón de los pecados? Pues precisamente porque es la mayor muestra de amor que un hombre puede dar por sus amigos: dar la vida. Es el amor lo que salva, lo que libera, lo que obtiene el perdón; no salvan ni la muerte en cuanto muerte ni el sufrimiento en cuanto sufrimiento. El amor de Dios que se manifiesta en el amor de su Hijo-hombre; el amor de aquel hombre que se mostró así como el Dios-hermano.
No es su muerte: es su vida. Y por eso, aunque es absolutamente real, no es muerte definitiva. Esa muerte es, en realidad, el nacimiento -cruelmente doloroso por culpa de quienes ya sabemos- de un hombre nuevo que abre la puerta a la posibilidad de un nuevo mundo en el que ya no habrá pecado, ni injusticia, ni opresión, ni muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor... (Ap 21,4).
¿Y nosotros?
En el mensaje de un Mesías sencillo y humilde, en el mesianismo que representa Jesús no hay, por tanto, nada de ese poder que poseen los poderosos de este mundo. Eso debió estar claro siempre pero...
Los primeros cristianos no fueron perfectos desde el principio, al contrario, tuvieron que superar muchas dificultades mientras crecía y se hacía adulto el hombre nuevo recién nacido en ellos. En la comunidad de Filipos (segunda lectura), había algunos problemas que preocupaban y que trata de corregir el apóstol Pablo: «En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores, y nadie mire únicamente por lo suyo, sino también cada uno por los demás» (Flp 2,3-4). Y lo hace presentando el ejemplo de Jesús mediante un himno que seguramente cantaban con frecuencia los cristianos de Filipos. En este himno se proclamaba la gloria de Dios porque quiso que Jesús, su Hijo, pasara por este mundo de los hombres «como uno de tantos... presentándose como un simple hombre». Así quiso Dios que fuera, aunque a muchos les resulte casi insultante llamar a Jesús «uno de tantos», un cualquiera.
La misión de Jesús no es convertir este mundo en un mundo de héroes, sino en un mundo de hermanos. Por eso todo lo que hace debe ser interpretado de modo que quede al alcance de «un simple hombre». No es necesario estar dotado de capacidades especiales para poner en práctica el mensaje de Jesús: el valor y la generosidad para afrontar una suerte, -una muerte, si necesario fuera- como la de Jesús no debe quedar fuera del alcance de la mayoría de los mortales. Al reflexionar sobre el sentido que la muerte de Jesús tiene para nosotros, la pregunta que debemos respondernos no es si tenemos o no capacidad para vivir y morir como Jesús sino si, cuando decimos que estamos de la parte de Jesús y que somos sus seguidores, sabemos realmente a qué nos compromete lo que decimos y estamos diciendo la verdad con el corazón y no sólo con la boca.
La muerte de Jesús no fue la muerte de un superhombre, sino la entrega de un hombre, -«uno de tantos» en palabras de Pablo-, ejemplo para que nosotros hagamos lo mismo: dar, entregar, gastar nuestra vida, convencidos de que en la entrega que un hombre débil hace de sí mismo por amor, actúa la fortaleza del amor de Dios; una fuerza que nada tiene que ver con el poder de los grandes de este mundo y que, por eso, salva, puede salvar, -aquí y ahora y para siempre- a la humanidad.