²⁶ Pues por la adhesión al Mesías Jesús sois todos hijos de Dios; ²⁷ porque todos, al bautizaros vinculándoos al Mesías, os revestisteis del Mesías. ²⁸ Ya no hay más judío ni griego; esclavo ni libre, varón o mujer, pues vosotros hacéis todos uno, mediante el Mesías Jesús; ²⁹ y, si sois del Mesías, sois por consiguiente descendencia de Abrahán, herederos conforme a la promesa.

   En la pedagogía divina, la ley de Moisés representa un instrumento necesario para la época que San Pablo considera como la infancia de la humanidad. Pero sólo para esa época.
   La edad adulta llega con la fe, con la adhesión al proyecto y a la persona de Jesús Mesías. Los que han acogido la propuesta de Jesús y se han comprometido a hacerla realidad son, por esa misma fe, hijos de Dios, hijos y no siervos; hijos adultos y, por tanto, autónomos, no sometidos a la niñera que guió a la humanidad durante su infancia: no sometidos a la ley, a la ley de Moisés, a la que hemos llamado siempre “ley de Dios”: el que se ha identificado con Jesús por medio del bautismo se mueve por la fuerza del Espíritu y no necesita -al contrario, le estorba- la coacción de la norma.
   La identificación con Jesús y la consiguiente filiación tiene otra consecuencia: nos hace a todos hermanos y, por tanto, iguales. Ni la religión, ni la nación, ni la posición social, ni la diversidad de género pueden justificar diferencias que afecten a la dignidad de los que son -o están llamados a ser- hijos de Dios y herederos de aquella promesa hecha a Abraham y de la que fue depositario el pueblo de Israel, pero que ya es patrimonio de cualquier persona que la quiera aceptar a través del Mesías Jesús.