Domingo 15º del Tiempo Ordinario - Ciclo A - Segunda lectura

Romanos 8,18-23

            18 Sostengo además que los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros.
                        19 De hecho, la humanidad otea impaciente aguardando a que se revele lo que es ser hijos de Dios; 20 porque, aun sometida al fracaso (no por su gusto, sino por aquel que la sometió), esta misma humanidad abriga una esperanza: 21 que se verá liberada de la esclavitud a la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios.
                        22 Sabemos bien que hasta el presente la humanidad entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto. 23 Más aún: incluso nosotros, que poseemos el Espíritu como primicia, gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de hijos, del rescate de nuestro ser.

 

             Los cristianos, acaba de decir Pablo (8,15-16), han recibido el Espíritu de Hijos, que los hace libres y que los impulsa a relacionarse con Dios como Padre.
             A continuación (v.17) añade que, como consecuencia de nuestra filiación divina, «el compartir sus  [del Mesías] sufrimientos es señal de que compartiremos también su gloria». En los vv. siguientes, los que constituyen la lectura de hoy, explicita lo que acaba de decir: la gloria que va a revelarse será mucho mayor que los sufrimientos del tiempo presente.
             Esa gloria de la que habla el apóstol consistirá en la manifestación y realización de lo que significa ser hijos de Dios, es decir, el cumplimiento del proyecto de Jesús: que todos los hombres pueden llegar a ser hijos de Dios y hermanos entre sí; que todos los seres humanos pueden realizarse siguiendo el modelo de hombre encarnado en Jesús de Nazaret.
             Por eso toda la humanidad espera impaciente, porque toda ella se verá beneficiada, alcanzando la liberación de toda esclavitud.
             Los sufrimientos del presente son, desde esta perspectiva, los dolores de parto que preceden a una vida nueva: la vida propia de los hijos de Dios, de los que han recibido el Espíritu y han sido hechos hermanos unos de otros.
             El Espíritu recibido, sin embargo, es sólo primicia, anticipo de un mundo nuevo, aún por llegar, en el que serán superados todos los obstáculos que impiden a los hombres ir haciéndose hijos de Dios al vivir como hermanos.

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