Domingo 23º del Tiempo Ordinario - Ciclo A

Primera lectura: Ezequiel 33,7-9

 

 

 

            7 A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. 8 Si yo digo al malvado: ¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; 9 pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, y él no cambia de conducta, él morirá por su culpa y tú salvarás la vida.

 

            El profeta, decíamos el domingo pasado comentando la vocación de Jeremías, tiene una misión incómoda: denunciar el mal. Y la incomodidad puede convertirse en miedo cuando los autores del mal son los que habitualmente denuncia el profeta Ezequiel (igual que los demás profetas), príncipes, sacerdotes, aristócratas, falsos profetas, terratenientes: «Busqué entre ellos uno que levantara una cerca, que por amor a la tierra aguantara en la brecha frente a mí, para que yo no lo destruyera; pero no lo encontré» (Ez 22, 23-31).
            La denuncia, además de reivindicar el derecho de las víctimas, se propone también la conversión del malvado quien, si «se convierte de su pecado, practica el derecho y la justicia, ... entonces vivirá y no morirá; no se tendrá en cuenta ningún pecado de los que cometió; por haber practicado el derecho y la justicia vivirá».
            Esta es la dura responsabilidad del profeta: poner delante de los malvados -que en el A.T. se identifican habitualmente con los poderosos- su maldad, para que dejen de practicarla; sólo que, muy frecuentemente, los poderosos se niegan a escuchar la denuncia y reaccionan con todo su poder -esto es, con toda su violencia- contra el profeta, quien debe asumir este riesgo o cargar con la responsabilidad de la injusticia y de sus consecuencias.

 

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