Domingo 22º del Tiempo Ordinario - Ciclo A - Primera lectura

Jeremías 20,7-9

 

 

7 Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
        me forzaste, me violaste.
Yo era el hazmerreír todo el día,
        todos se burlaban de mí.

8 Si hablo, es a gritos,
        clamando «¡violencia, destrucción!»,
la palabra del Señor se me volvió
        escarnio y burla constantes,
y me dije:
        No me acordaré de él,
        no hablaré más en su nombre.

9 Pero la sentía dentro
        como fuego ardiente encerrado en los huesos:
hacía esfuerzos por contenerla
        y no podía.

 

            A modo de lamentación, el profeta nos presenta la intensidad dialéctica de su experiencia. Su vocación y su misión le empujan a un conflicto permanente tanto con las autoridades (religiosas, en este caso 20,1-6) como consigo mismo.
             El profeta describe su vocación como una seducción, una relación de amor en parte aceptada y en parte impuesta por la fuerza. Como consecuencia de esta violación el profeta se convierte en objeto de burla para todos.
             Jeremías se queja porque su misión consiste en descubrir y denunciar permanentemente la violencia de su entorno, anunciando las consecuencias negativas que de ella se van a derivar. Es predicación frecuente en los profetas (Jer 6,7; Am 3,10; Ez 45,9; Hab 1,3, éste último también se queja porque se ve obligado a descubrir y denunciar constantemente violencia e injusticia) que, como nos dice  Jeremías es causa de conflicto, de exclusión y de desprecio.
             El combate se instala permanentemente en su interior en donde se establece una feroz lucha: para evitar una vida en permanente conflicto, desea olvidarse de Dios y de su palabra; pero no puede. La pasión original por la palabra de Dios, esto es, por el proyecto de un mundo justo y en paz, se expresa ahora como un fuego incontenible que vence irremediablemente las resistencias del profeta.