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Formulario de acceso

Domingo 30º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

23 de octubre de 2022
 

¿Amigos de Dios?

    ¿Quiénes? ¿Los buenos? ¿Los que cumplen las leyes y las normas? ¿Los piadosos? Puede que sí; pero no por su piedad o su observancia. Quienes quieran ser amigos del Padre necesitan cumplir algunas condiciones: que sientan necesidad de esa amistad, que la acepten como un regalo, que no desprecien a quienes no son como ellos, que no se crean los únicos amigos de Dios.
    Pero, además, hay que saber que, para acercarse a Dios no hay que alejarse de este mundo, no hay que subir al cielo: Él ha decidido bajar hasta nosotros. Basta con que queramos acogerlo y hacerle un sitio entre nosotros poniendo en práctica unas justas relaciones con el prójimo.

 




¿Otras formas de rezar?


    Las lecturas de hoy enlazan perfectamente con los contenidos de las del domingo pasado y, en concreto, con el tema de la oración.
    La primera lectura se refiere a la reclamación de los que sufren la injusticia. No se habla explícitamente de oración pues las protestas de los pobres más bien parecen un puro grito de dolor sin que se muestre de forma expresa la intención de pedir ayuda de Dios: los pobres gritan porque sufren, pero su queja tiende a buscar, da la impresión de que por sí misma, de modo casi natural, a Dios. Lo que nos dice el libro del Eclesiástico es que Dios es especialmente sensible al sufrimiento que produce la injusticia porque, solidario, está siempre del lado de los pobres y oprimidos y constantemente atento a sus sufrimientos.
    Al comienzo de la lectura se designa a Dios como «juez justo... que no es parcial contra el pobre». Así es la justicia de Dios, o el peculiar modo de ser juez del Señor de Israel: Dios no es un juez neutral, precisamente porque no es parcial. Mantenerse neutral ante la desigualdad, la injusticia o el abuso de los poderosos sobre los oprimidos sería ponerse del lado de los que poseen la fuerza y atropellan a los débiles. Dios es justo juez precisamente porque toma partido en favor de los que no pueden defenderse por sí mismos, asumiendo él su defensa, siendo él su -única- justicia.
    El Sirácida, en la primera lectura, no nos habla de cómo tenemos que orar, sino de cómo Dios escucha y está pendiente de las necesidades de los hombres; pero nos enseña algo muy importante en la oración: podemos orar con confianza si lo que pedimos es justicia para los pobres. Y nosotros ya sabemos que esa confianza debe ir acompañada de un firme y sincero compromiso de lucha por la justicia.
    El evangelio, por su parte, contempla la oración desde el lado del hombre y presenta dos maneras de rezar que reflejan dos modos de situarse el hombre ante Dios y ante sus semejantes.

 

Una parábola dedicada

    Al introducir esta parábola, Lucas quiere dejar claro que va dirigida a desenmascarar a los fariseos, a denunciar su falsa religiosidad; y por una razón muy precisa: «Refiriéndose a algunos que estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás, añadió...» Si a alguno le extraña que Jesús discuta tanto con los fariseos, en esta definición de “fariseo” encontrará algunas de las principales razones de esta permanente polémica.
    Puesto que los evangelios se escribieron después de la muerte de Jesús,  la insistencia de los evangelistas en algún asunto significa que éste sigue siendo importante en las comunidades a las que se dirigen. Esto nos lleva a concluir que, o bien en el mismo grupo de los discípulos de Jesús o en las comunidades para las que los evangelistas escriben, -o en uno y en otras-, la influencia de las doctrinas y de las actitudes de los fariseos era un peligro que acechaba de cerca.
    Y no olvidemos que el evangelio tiene un valor permanente; en donde se den circunstancias semejantes, sigue siendo válidas hoy la dedicatoria y la definición con la que se introduce esta parábola. En cualquier caso, debe quedar claro que Jesús no ataca a las personas, a los individuos concretos; son las actitudes fariseas lo que el evangelio combate.

 

Separados

    En el siglo segundo antes de Cristo, dominaba en Palestina la dinastía griega de los seleúcidas cuyos reyes, especialmente Antioco IV Epífanes, intentaron introducir en sus dominios la cultura griega. En esas circunstancias se formaron distintos grupos que tenían un único objetivo: salvaguardar la identidad religiosa y la pureza de la fe y las costumbres judías. De uno de estos grupos derivó lo que en tiempos de Jesús eran los fariseos.
    La palabra “fariseo” significa “separado”. Los fariseos pensaban que el camino adecuado para lograr sus objetivos era la más rigurosa observancia de la ley; y llevaban hasta tal punto el rigor de sus exigencias que a la gente sencilla le resultaba prácticamente imposible cumplirlas pues para ellos era mucho más urgente buscar el alimento de cada día ¡que nunca era una tarea fácil!
    Por eso ellos, que gozaban de un sólido prestigio en aquella sociedad, se consideraban un grupo aparte, “separado” del resto; a los demás los despreciaban con expresiones como “pueblo maldito”, pueblo al que culpaban de los pecados que habían merecido que Dios castigara a Israel con la invasión primero de los griegos y después de los romanos.
    Separados también, aunque por razones y de modo muy distinto, eran los recaudadores: estos se dedicaban a cobrar a comisión los impuestos en nombre del Imperio Romano y, siempre que podían, cobraban de más para aumentar su beneficio. Por esto y, sobre todo, por su colaboración con los invasores, eran despreciados por la mayoría y considerados
pecadores, con los que lo mejor era no tener trato alguno.
    Separados unos, porque despreciaban a los demás; otros, también separados, porque eran despreciados por todos.

 

Los fariseos

    La parábola que nos trasmite el evangelio de Lucas destaca tres características de los fariseos.


    La primera es su autosuficiencia: «estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios». Se consideran «los buenos». Se sienten seguros, «plenamente convencidos», y se atribuyen a sí mismos el mérito de su santidad, que consideran fruto de su propio esfuerzo. Ellos -no los demás, ni siquiera Dios- son el centro del Cosmos. Los demás deben compararse con ellos para saber si están haciendo las cosas como Dios quiere: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás...» Ni siquiera la ley es el punto central de referencia del fariseo: él va más allá, paga todos sus impuestos al templo y ayuna con más frecuencia de lo que está mandado -en la Biblia sólo se manda ayunar el día de la expiación (Nm 29,7; véase Hch 27,9) y en alguna época probablemente otros cuatro días más (Zac 7,3-5; 8,19)-: el fariseo, en cambio... «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano».


    La segunda característica es consecuencia de la primera: «...y despreciaban a los demás». Lógico. Si ellos con su propio esfuerzo han logrado llegar a perfección tan alta, los demás -es decir, el resto de la humanidad-, que siguen hundidos en el fango del pecado, son totalmente culpables de su situación y, por tanto, despreciables. Ésta es una de las características de los fariseos que menos casa con el mensaje de Jesús, que propone a los hombres que se quieran, que amen incluso a sus enemigos (Lc 6,27-38); y los fariseos excluyen de su amor no ya a sus enemigos, sino a todos los que no son, no piensan o no actúan como ellos. Y, además, piensan que todos éstos deben quedar excluidos también del amor de Dios.

 

    La tercera característica es reducir la relación con Dios a un intercambio mercantil. Más que dar gracias a Dios, el fariseo le pasa factura. Si él, por sus propios méritos, ha llegado a ser tan bueno, Dios no tiene más remedio que pagarle por su esfuerzo. En realidad, convierte a Dios en su deudor.
    El fariseo es un hombre lleno de sí mismo, ombligo de todo su mundo, que quiere hacer girar a Dios y a la humanidad entera alrededor de sí mismo; es una persona que, en el fondo, se cree dios pero que sólo se atreve a decir que está por encima de los demás seres humanos y muy cerca de Dios. Su pecado es el mismo pecado original -«seréis como dioses»- renovado y camuflado de religiosidad. Como aquel, al tiempo que supone la ruptura con Dios, lleva aparejada la ruptura de la armonía en las relaciones humanas, porque el hombre que trata de ser como Dios no alcanza a ser más que un ídolo para sí mismo, siempre cruel con los demás, que se siente grande empequeñeciendo a sus semejantes.
    Quizá entendamos ahora por qué los evangelios dedican tanto espacio a denunciar la ideología de los fariseos: su mentalidad es el más peligroso enemigo del proyecto de Jesús pues, con el nombre de Dios en la boca, se oponen al reinado de Dios entre los hombres, ya que son ellos los que pretenden reinar como dioses sobre las conciencias y la dignidad de sus semejantes.

 

Nada que cambiar

    Pero, además, el fariseísmo es una ideología que hace imposible cualquier tipo de cambio profundo en la persona y en la organización de la sociedad. El fariseo de la parábola se acerca a Dios a decirle que está muy satisfecho de sí mismo. Su “acción de gracias”  está vacía de contenido, no es expresión de verdadero agradecimiento. Más bien parece que es Dios quien debe estarle agradecido a él que, siempre hablando en primera persona y sin referirse para nada a una posible ayuda -a la gracia, en términos clásicos- de Dios, relata sus méritos plantado  delante de Él y mirando al recaudador por encima del hombro, convencido de su indiscutible superioridad: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano».
    Él nada tiene cambiar; si acaso, será Dios el que deba dejar de ser tan blando con los otros, los pecadores, y aplicarles castigos más severos. Con esa actitud el fariseo hace imposible el nacimiento de un hombre nuevo y de una nueva humanidad.
    Es curioso que sus méritos son, por un lado, los pecados de los otros, «no soy como los demás», y por otro, el cumplimiento de algunos deberes religiosos: «Ayuno... pago el diezmo...» Nada sobre las palabras de los profetas que exigían justicia y solidaridad con el prójimo como condición previa para acercarse a Dios: «...buscad el derecho, enderezad al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid y litigaremos -dice el Señor-. Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como la nieve...» (Is 1,17-18). Esto decía el profeta Isaías muchos siglos antes de Jesús. Pero esos asuntos  -la justicia, el derecho de los pobres, la liberación de los oprimidos- de los que nos habla la primera lectura no eran religiosos y no interesan demasiado a los fariseos.

 

A bien con Dios

    El recaudador, por su parte, reconoce su limitación, su pecado; tiene conciencia clara de que en su vida hay muchas cosas que cambiar. No intenta disimular sus errores comparándose con otros más pecadores que él (que sin duda los había). Sólo se atreve a pedir perdón. Su confianza está en Dios, sólo en Dios. Se limita a invocar la misericordia de Dios, a rogarle que le dé gratis su amor: «¡Dios mío, ten piedad de este pecador!» No se atreve a prometerle nada, ni siquiera que se va a enmendar; pero en su actitud se refleja el deseo de cambiar de vida y la necesidad que tiene de que Dios le ayude a realizar este cambio.
     Estar cerca de Dios no depende de nosotros, que no tenemos capacidad para ello, sino de Dios que se acerca a nosotros. Por eso, si pensamos que situándonos por encima de los demás nos acercaremos más a Dios, estamos muy equivocados, «porque a todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja lo encumbrarán».
    Y es que Dios, -el Altísimo, ¡qué paradoja!- no está en las alturas, sino con los de abajo: con los pobres, los marginados, los despreciados... ¡incluso con los pecadores! Y allí hay que encontrarlo.
    La conclusión de la parábola -«Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no.»- sorprendería a cualquier observador imparcial: al recaudador, que en realidad se quedaba con lo que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; el fariseo, que se pasaba en el cumplimiento de la ley, no consigue la amistad con Dios. Y es que Dios ve el corazón. Y el fariseo lo tenía de piedra, como las tablas de su ley: había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien negocia, y de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia. El cobrador de impuestos era consciente de su falta de amor. Pero siente su necesidad. Por eso Dios lo rehabilita, le concede su amistad y lo capacita para amar. Y es que sólo el ansia de amar (que incluye el reconocimiento de que no se ama lo suficiente), nos puede poner a bien con Dios.

 

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