Domingo 25º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

19 de septiembre de 2021


El más grande

 

    Hay muchos que consideran que la vida sólo tiene un sentido, que sólo hay una razón para vivir: conseguir el éxito, triunfar. Pero el éxito, el triunfo...., ¿en qué consiste? Según las categorías que la ideología dominante en nuestra sociedad nos hace asimilar desde pequeños, triunfar en la vida consiste en llegar a ser el más grande, en subir lo más alto que sea posible, aunque para ello sea necesario -que casi siempre lo es, ¡y así nos luce el pelo!- pisotear la dignidad y la vida de los demás. Pero esa no es la perspectiva del evangelio.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Sabiduría 2,12-20 Salmo 53,3-6.8 Santiago 3,16–4,3 Marcos 9,30-37




El anuncio de la vida


     Por tres veces (8,31; 9,30-31;10,33), antes de que llegue su hora, Jesús anuncia a sus discípulos que su final no será la muerte, sino la vida. Cierto que morirá y que su muerte será especialmente dura: lo matarán de verdad, la cruz no será una representación; pero su muerte no será definitiva porque «... después que lo maten, a los tres días resucitará».
    Los discípulos, a pesar del reproche que se ganó Pedro delante de los demás (8,32), no consiguen entender («pero ellos no entendían aquel dicho y les daba miedo preguntarle») que no es la vida la que termina en la muerte, sino la muerte la que acaba en vida. Y no porque la muerte de Jesús sea algo querido por Dios, sino porque aquella muerte estaba tan preñada de amor que no tenía más remedio que dar a luz más vida.
    Pero los discípulos, hasta hace muy poco tiempo piadosos israelitas, no eran capaces de mirar por encima de sus narices ni de entender nada que no se les hubiera transmitido por tradición. Jesús, una y otra vez, los pone ante el hecho de la vida; pero, por lo que dice Marcos, resulta, una y otra vez, inútil: su ideología puede más que el testimonio, con hechos y palabras, de Jesús. Y así, aunque el acento de las palabras de Jesús está en el anuncio de la vida que triunfa, los discípulos siguen quedándose en el miedo al fracaso de la muerte. O quizá, como parece revelar el episodio que sigue, es que confundían “éxito” con “vida”.

 

El más grande

     Tal y como se entiende en nuestro mundo, tener éxito, triunfar en la vida es algo que sólo pueden conseguirlo unos pocos, sólo uno puede ser «el más grande». Los demás están condenados a la mediocridad, a pasar inadvertidos... o, simplemente, a servir de escalones para que suban  los triunfadores o de público para aplaudirles. La vida se confunde con una constante competición en la que, además, no puede participar más que una minoría; los más quedan excluidos incluso de la posibilidad de participar en la contienda.
    Pero esta manera de entender y orientar la vida, tiene muchas consecuencias gravemente negativas para la convivencia entre los hombres. Por un lado, los que deciden entrar en la competición para luchar por alcanzar el éxito, para triunfar, se convierten en adversarios unos de otros y sienten como enemigos reales o potenciales a todos los demás.
    Al mismo tiempo, el deseo nunca eliminado de triunfar, de ser «el más grande»  de alguna manera, en algún ámbito y la frustración por no haberlo conseguido son, quizá, los dos sentimientos más extendidos entre el género humano. De esta manera, los hombres, corriendo así tras el éxito, ni viven ni dejan vivir a sus semejantes; ni gozan de la vida, ni permiten a los demás que disfruten de ella.
    La tarea de Jesús es dar a los hombres la posibilidad de vivir como hermanos; uno de los objetivos principales del plan de Dios es que todos los hombres puedan ser felices, que todos tengan la posibilidad de dar sentido a su vida, de llenar de vida su existencia. Pero para que eso sea posible, el objetivo de la vida del hombre tiene que ser otro, no puede ser el de ser «el más grande».

 

Triunfar en la vida...

     A la expresión «triunfar en la vida» podríamos darle un significado muy distinto: triunfar en el arte de vivir, triunfar en la tarea de hacer agradable la vida de todos, ayudar a que todos triunfen de esta manera en la vida.
    El chiquillo, el criadito del evangelio, representa al seguidor de Jesús que ha comprendido este aspecto del mensaje y ha decidido dedicar su vida a servir. Naturalmente que no se trata de un servicio impuesto a la fuerza o por la fuerza de las circunstancias; al contrario, es un servicio que nace del amor, del amor al ser humano, del amor a la vida de las personas; es un servicio que se convierte en signo de fidelidad práctica al mensaje del Hijo del hombre. El que vive así, ése es «el más grande» entre los amigos de Jesús: es el que ha descubierto que no es más grande el más alto, ni el más sabio, ni el más fuerte..., ni el más grande, sino el que ha comprendido que el amor es lo único que llena de sentido una vida y, mediante el servicio libremente otorgado, practica ese amor.
    Y lo practica sirviendo. Pero no sólo ni primero a los ricos y poderosos (o a los que pretenden serlo) por miedo o por interés, sino al pueblo, a los pobres y humillados de la tierra, a los que son obligados por la fuerza de la violencia o por la violencia del hambre a servir, a éstos antes que a nadie, para ofrecerles la propuesta de liberación y el modelo de hombre nuevo que propone Jesús, para construir con ellos, y con Jesús que con ellos se identifica, un mundo  en el que quien quiera ser el primero trate de conseguirlo poniéndose al servicio de todos: es decir, un mundo en el que todos se quieren y, por eso, desean servirse. Y con ellos, a los ricos y poderosos a los que, salvo que lo hagan ellos mismos, nadie cierra ninguna puerta: también ellos podrán entrar en la casa del Padre si son capaces de entender este otro tipo de triunfo y deciden ser y vivir como hermanos, conscientes de que ese muevo mundo que Dios quiere, un mundo en paz cuyos cimientos se afirmen en una estructuras de Justicia y amor, es un mundo mejor para todos.

 

Dos ámbitos

    Este espíritu de servicio debe desarrollarse en dos ámbitos: el de las relaciones interpersonales o las relaciones internas de la comunidad y el de la construcción de un mundo más justo.
    El evangelio parece centrarse más en el primero: la comunidad cristiana debe ser una porción  de humanidad en las que se adelante la realización del reino de Dios; por eso las relaciones de los seguidores de Jesús no pueden configurarse como un escenario de lucha por el poder. Eso sucede entre los poderosos de este mundo, es decir, del orden de mal y de mentira que gobierna las relaciones de los hombres en prácticamente todas las sociedades humanas. Los demás, los hermanos dentro de la comunidad, no son competidores sino colaboradores y corresponsables en una tarea maravillosa: ponerse al servicio de la humanidad entera para ofrecerles y crear las condiciones que hagan posible la implantación del reinado de Dios.
    Este es el segundo ámbito en el que se debe desarrollar el servicio: en la lucha por la justicia, la fraternidad universal y la paz definitiva, valores -libertad, justicia, amor y paz- que configuran y deben caracterizar los grupos humanos en los que Dios gobierna.
    Esto significa que la Iglesia, la comunidad de los que se han puesto del lado de Jesús, no puede vivir para sí misma ni debe entrar en competencia con otros grupos o con otras instituciones disputándoles el prestigio, el éxito, el triunfo. La comunidad de los cristianos debe dar sentido a su existencia como servidora de la humanidad, sin intentar dominar a la sociedad humana, sin pretender imponer sus puntos de vista... sin pretender ser “la más grande”... Sólo ofreciendo, con su vida y con su palabra, a las gentes que quieran escuchar, ese modo de organizarse y de relacionarse que abre la posibilidad de ser felices al género humano y a cada uno de sus miembros.
    Este servicio es la tarea que Santiago sintetiza en esa magnífica frase: «la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz.»

 

El camino de la paz

    Si vis pacem, para bellum, si quieres la paz, prepara la guerra, decían los romanos. Y así nos luce el pelo.
    Por enésima vez, hemos podido constatar la falacia contenida en esta frase. Hace pocas semanas que el ejército de EE. UU. ha abandonado su “misión de paz” en Afganistán. Durante 20 años los ejércitos de la Alianza Atlántica (OTAN), han preparado la guerra dedicando ingentes sumas de dinero a la creación de un ejército y a la formación de sus cuadros dirigentes. Unas semanas después de que el ejército estadounidense abandonara el territorio afgano, otro ejército ha sometido o hecho huir al que habían  creado, formado y armado las fuerzas armadas de diversas naciones, entre ellas España.
    No es este un espacio adecuado para analizar el fracaso ya reconocido por algunos dirigentes occidentales; pero sí para proponer otro camino a la libertad, otro camino a la justicia, otro camino a la paz. Veinte años de ocupación militar de un país, ingentes sumas de dinero (se cuentan por billones) gastadas en preparar la guerra para acabar perdiéndola y dejando un país devastado en manos de un ejército de rigurosos fundamentalistas y -por su modo de comportarse ya conocido- extremadamente violentos.
    La frase de Santiago  «la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz» nos ofrece una alternativa:
    Dios quiere un mundo en paz. Pero la construcción de la paz no puede fundarse en la preparación de la guerra, sino en el establecimiento de la justicia, en un orden social en el que la dignidad y los derechos de las personas sean respetados y sus necesidades vitales -desde el alimento a la libertad-puedan ser suficientemente satisfechas.
    Establecer un orden de justicia y equidad será siempre un proceso conflictivo; por desgracia, eso parece indiscutible puesto que los derechos de las mayorías siempre entran en contradicción con los intereses de los privilegiados.
    Y esta es la paradoja con la que de hecho nos encontramos: la construcción de la paz siempre exigirá afrontar luchas y conflictos.
    Pero el ser humano tiene recursos para afrontar y resolver los conflictos pacíficamente. Así lo hizo Jesús de Nazaret; así lo han hecho muchos de sus seguidores a lo largo de la historia. Y así lo han hecho muchas otras personas.
    Puede que algunos digan que sin mucho éxito. Pero nadie negará que el mundo en el que vivimos es el resultado “exitoso” del para bellum.

 

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