Festividad de Santiago Apóstol
Ciclo B

25 de julio de 2021


Frente a voluntad de poder,
                          espíritu de servicio.

    ¿Quién no ha deseado alguna vez ser el primero en algo? ¿Quién no ha pensado en lo bien que estaría el mundo si él tuviera el poder de configurarlo? Santiago y Juan querían ser los primeros en el reino del Mesías. Pero Jesús les rompe su ilusión: ni él va a ser rey como los de esta tierra, ni sus seguidores deben aspirar al poder ni siquiera para mejorar el mundo. Será el servicio, libremente otorgado, el que hará de este mundo un mundo nuevo, un mundo mejor, un mundo de hermanos.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Hch 4,33;5,12.27-33;12,2 Sal 66,2-8 2 Co 4,7-15 Mt 20,20-28



Voluntad de poder

     Nietzsche, filósofo del siglo XIX, definió la vida como “voluntad de poder”. Este concepto, en los escritos del filósofo, es bastante complejo y no se puede, ni mucho menos, reducir a la ambición de ocupar el poder político. Se trata de un deseo de permanente superación de sí mismo y de crear y definir valores, de lo que es o debe ser apreciable. Esa voluntad de poder no supone el sometimiento de los demás, aunque no lo excluye en la medida en que, considera, el sometimiento de otros aumenta la sensación de poder.
    Es cierto que en el mundo animal e, incluso, en el vegetal, la vida se afirma como voluntad de poder puesto que es la ley del más fuerte la que gobierna el proceso de la evolución: los más débiles perecen frente a la fuerza de los más poderosos que son los que prevalecen; pero ¿debe ser así entre los seres humanos?
    Si esa voluntad de poder fuera sólo deseo de superación de sí mismo, sería un valor indiscutible; pero lo que realmente sucede, no es muy diferente de lo que acontece en el reino animal: la lucha por el poder, tanto en ámbito de las relaciones interpersonales como en el social, económico y político, es el pan nuestro de cada día. Hemos convertido la vida en una permanente competición: las personas, desde su adolescencia, incluso desde su infancia, se ven forzadas a competir por obtener la mejores calificaciones, para poder optar a los estudios más prestigiosos, para obtener los mejores puestos de trabajo, para alcanzar el máximo de riqueza, para poder... poseer, gozar, decidir, mandar...
    Y esa permanente competición en la que nos movemos tiene como consecuencia la exclusión y el sometimiento de muchos que no pueden, que no tienen poder, para decidir por sí mismos, que no pueden disfrutar de la vida, que no pueden mandar porque a ellos lo que les toca es obedecer. Siendo así las cosas, si la vida la definimos como voluntad de poder, para conseguirla en plenitud habría que luchar para impedir que otros la vivan.
    ¿Podrá el ser humano superar alguna vez la ley de la selva?

 

Los hijos de Zebedeo

    Santiago y Juan compartían con el resto de los discípulos la mentalidad tradicional de su entorno: aparecería en algún momento un enviado de Dios que se pondría al frente del pueblo y, enfrentándose a sus enemigos, lo llevaría primero a la victoria, después al dominio y sometimiento de los demás pueblos y, por este camino, a la gloria. Ese enviado de Dios, el Mesías, acabaría como rey de una nación fuerte y poderosa cuyo esplendor sería la muestra de la grandeza y del poder del Señor.
    Santiago y Juan presentían que no tardaría en lograrse plenamente ese objetivo pues estaban convencidos de que el Mesías esperado era Jesús y que pronto lo verían convertido en rey; y no quisieron que nadie se les adelantara.
    Por medio de su madre se dirigen a Jesús con una petición, con una pretensión: ser ellos dos los funcionarios más importantes de ese futuro reino: «Dispón que cuando tú reines estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.»
    La respuesta de Jesús se dirige a los dos hermanos: «No sabéis lo que pedís». Y les pregunta si están dispuestos compartir con él los malos momentos que en el camino que está a punto de completar le irán saliendo al paso: «¿sois capaces de pasar el trago que voy a pasar yo?». Por supuesto que ellos están dispuestos a soportar con Jesús todas las dificultades y penalidades que sean necesarias... para conseguir la meta que se han propuesto. Jesús, por el momento, no niega que su objetivo es llegar a ser rey -después les hará ver que su reinado es de otro tipo- pero les aclara que los primeros puestos de ese reino será el Padre quien los decidirá.

 

No eran los únicos

    Naturalmente, si ellos conseguían los dos mejores asientos, los demás tendrían que conformarse con otros de menos calidad. Es lo que decíamos antes de la competición permanente: llegar a ser el primero supone siempre dejar a los demás más abajo; querer ser el primero exige hacer todo lo posible para que los demás se vayan quedando atrás. Por eso, los demás discípulos, que compartían con lo Zebedeos la misma esperanza mesiánica y la misma ambición, se enfadaron: «Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos.»
    Los discípulos, los Doce que Jesús había escogido como el Israel mesiánico, no acababan de entender el mesianismo de Jesús y, como sucede en cualquier competición, descubrieron que eran, unos para otros, adversarios. Y eso Jesús no lo podía consentir, no lo podía dejar pasar.

 

Otro mundo es necesario

    Jesús sale al paso de esa mentalidad y de esa pretensión con una doble enseñanza.
    La primera explica como funcionan las cosas en este mundo: sobre los que ostentan el poder en el mundo... una cosa es lo que dicen y otra los que resulta de sus acciones. Nos dicen que les mueve el espíritu de servicio a la sociedad -¿quién no ha escuchado a alguno de los poderosos que gobiernan el mundo decir que están al servicio del pueblo?-, que su función es necesaria para engrandecer al pueblo, que su riqueza sirve para crear más riqueza de la que todos se benefician, que el sometimiento que exigen a sus inferiores es necesario para mantener el orden y para que las cosas funcionen adecuadamente.    Pero Jesús no está de acuerdo: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen.» Esta es la realidad. Lo era en tiempos de Jesús y lo sigue siendo en nuestra época, aunque algunos países han puesto algunos límites a ese dominio y a esa opresión. Porque, incluso en los estados democráticos ¿no se impone la autoridad -digamos los intereses- de los más poderosos? ¿No es cierto que, incluso en los países más ricos y desarrollados hay amplias capas de la población cuya vida no puede considerarse una verdadera vida, una vida verdaderamente humanan, verdaderamente digna? ¿No es cierto que las leyes de la mayoría de los países tienen como objetivo mantener este estado de cosas? ¿No es cierto que hay leyes en los países democráticos que benefician descaradamente a los fuertes y perjudican sin contemplaciones a los más débiles?

 

Otro mundo es posible

    La segunda enseñanza contiene una alternativa a ese mundo. Sustituir la voluntad de poder por el espíritu y la práctica del servicio: «No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera hacerse grande sea servidor vuestro, y el que quiera ser primero sea siervo vuestro.»
    Una aclaración previa: servicio no es igual a servidumbre. La servidumbre es un servicio impuesto desde el poder, la servidumbre es la eliminación de la libertad de quien se ve sometido a ella.
    El servicio que propone Jesús es, por el contrario, una actividad libre que nace de lo que, por su propia naturaleza, es expresión de un espíritu libre: el amor. Y por eso es, además, liberador.
    El evangelio de Juan nos trasmite la misma enseñanza que este evangelio con otro relato: el lavatorio de los pies (Jn 13,1-20). El gesto de Jesús, ponerse a lavar los pies a sus discípulos, significa que él adopta libremente el papel de servidor y así reconoce el señorío de los discípulos; y le dice que esa debe ser la actitud y la actividad de sus seguidores: convertir a todos los seres humanos en señores. De este modo, ni los servidores estarán sometidos, porque su servicio es libre, ni los señores serán amos que tiranizan, porque su señorío no procederá de un poder opresor, sino del amor que reciben.

 

Como el Hijo del hombre

    Jesús se propone a sí mismo como modelo de esta actitud, de esta actividad. Su tarea es precisamente esa: ponerse al servicio de los demás, dedicar y entregar su vida como servicio por la liberación (rescate) de todos: «Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos.»
    “Hijo del hombre” es una de las denominaciones que usan los evangelios para referirse a Jesús. Destaca el carácter humano de Jesús pero, además, presenta a Jesús como la plenitud del ser humano porque posee el Espíritu en plenitud; y, como tal, es el modelo de humanidad.
    “Hijo del hombre”, en Jesús, es también “Hijo de Dios”: es él que nos revela el verdadero ser de Dios, el que nos descubre que el poder de Dios no es otro que su infinito amor que se revelará plenamente cuando el Hijo del Hombre entregue su vida para la liberación de todos.
    Esta inversión de los valores hará real ese mundo posible y necesario: un mundo de mujeres y hombres, de personas emancipadas de toda opresión, libres de toda servidumbre entre quienes sobreabunda la vida.
    Porque frente al concepto de vida de Nietzsche, lo que realmente da y potencia la vida no es el poder que poseemos, sino el amor que recibimos.

 

Estaban muy bien vistos

    La victoria de la vida es el tema central de la predicación de los apóstoles. La primera lectura comienza dando noticia de ese anuncio que se concreta en la proclamación de la resurrección de Jesús.
    Ese primer versículo está fuera de contexto pues está incluido entre dos afirmaciones que nos descubren el apoyo vital de la afirmación de fe: el testimonio sobre la resurrección se inserta en medio de la descripción de una vida fraterna, de una comunidad de hermanas y hermanos que se concreta en lo material, en lo económico. El triunfo definitivo de la vida, la resurrección de Jesús de Nazaret, fructifica en una comunidad de amor que se expresa no en bellas palabras sino en una economía que ha roto con el deseo de poseer, en la que se ha abandonado la ambición de esa riqueza que ya no es necesaria para vivir, sino que se busca porque proporciona prestigio y poder y que, entre los que tienen fe en la resurrección de Jesús, ha quedado sustituida por una distribución de los bienes con un sorprendente criterio (para aquel tiempo y para nuestro presente): todo lo que tenían se ponía en común y al distribuirlo, no recibía más el que más había aportado, sino el que más lo necesitaba: era empezar, por lo más básico, a compartir, por amor, la vida.
    Esta manera de vivir y la proclamación de la vida del crucificado tuvo una doble consecuencia: había mucha gente que veía con buenos ojos -«todos ellos eran muy bien vistos»-  a quienes creían y vivían así; pero los dirigentes, indignados, «querían darles muerte» a los apóstoles.
    De ellos, Santiago, fue el primero que apuró el trago que había afirmado, sin saber bien lo que decía, que estaba dispuesto a beber: «En aquella ocasión el rey Herodes echó mano a algunos miembros de la comunidad para ensañarse con ellos. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, el hermano de Juan.»