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Domingo 24º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

13 de septiembre de 2020
 

 

Perdonar para ser felices

 

    Abrir un periódico, encender la radio o el televisor y empezar a leer, escuchar o ver noticias de violencia (terrorismo, represión, violencia machista...) todo es uno. ¿Se puede hablar de perdón en este contexto? A las víctimas de un atentado, a los familiares de una mujer asesinada, a los torturados en un régimen represor, a los inocentes mutilados -efectos colaterales- por un bombardeo... ¿Se les puede sugerir que perdonen?
    El Padre Dios quiere que nos perdonemos porque quiere que nos queramos sin medida y porque sólo si conseguimos romper el círculo del odio y del rencor este mundo podrá ser, en lugar de un valle de lágrimas,  un reino de felicidad.

 




El temor de Dios

    Hemos vivido asustados mucho tiempo bajo la amenaza del castigo divino.
    ¿Quién no ha sentido miedo de enfrentarse alguna vez con la justicia divina? La sola expresión justicia divina tiene algo de terrible porque siempre se nos ha presentado como implacable. La justicia de Dios se nos presentaba como un límite que su misericordia no podía traspasar. Este miedo ha sido, y todavía es en muchas culturas, un arma eficacísima en manos de los poderosos: si Dios estaba de su parte -ellos siempre han dicho, y siguen diciéndolo, que lo está- y, además, tenía un genio terrible, mejor era no irritar a los señores para que no se irritara El Señor. Por eso la imagen de un Dios dispuesto a torturar eternamente al que cometiera el error más insignificante se ha mantenido -y se quiere seguir manteniendo- vigente a pesar de que el mensaje de Jesús resulta incompatible con esa imagen.
    Si el domingo pasado aludíamos a la liberación de la Ley de la que Jesús nos hace beneficiarios, este domingo podríamos hablar de la liberación del temor de Dios. Es cierto que el Antiguo Testamento decía que «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7); pero no es menos cierto, por un lado, que hay que entender qué significa “temor” en esa frase  (el significado de este término se refiere más al respeto que al miedo)  y, por otro, que aquel Testamento ya se ha quedado antiguo y su valor depende de su acuerdo con el Nuevo.

Dios perdona

    Porque una de las novedades más radicales del mensaje de Jesús es ésta: Dios es un Padre bueno que quiere, sobre todo, la felicidad de sus hijos y ante el cual no tiene cabida el miedo, ya no tiene sentido «el temor de Dios»: «En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; en consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor», dice San Juan en su primera carta (1 Jn 4,18).
    Jesús cambió el modelo de relación del hombre con Dios, sustituyendo la relación Señor-siervo por la de Padre-hijo: se teme a un amo; a un buen padre se le quiere. Y si no hemos entendido esto, no hemos entendido absolutamente nada del mensaje de Jesús.
    Pero para que la relación Padre-hijo sea auténtica y sincera es necesario que sea también sincera la relación entre hermanos. El evangelio de hoy no habla sólo de Dios (yo diría que, como siempre, habla de Dios en función del hombre, para que aprendamos a ser personas: Dios se revela como Padre porque quiere que lo conozcamos, sí, pero también porque desea enseñarnos a vivir como hijos y hermanos). A imagen de dioses justicieros y vengativos, los hombres hemos construido un modelo de relación entre nosotros basado en el rencor como criterio de valor y en la venganza como modo de hacer justicia; Dios nos muestra su verdadero rostro de Padre y nos propone un modelo distinto para nuestras relaciones.

El poder de la venganza

    Basta un vistazo a cualquier periódico para convencerse de que la venganza es una constante en las relaciones humanas, tanto entre los particulares como entre los pueblos y naciones. La raza, la religión, la opción política, a veces sólo el apellido es pretexto para el odio. El odio se está convirtiendo, nos dice un prestigioso teólogo, en una nueva religión (
leer aquí).
    Los rencores de todo tipo se trasmiten de generación en generación, las venganzas llegan a cumplirse en los hijos, nietos, biznietos... Y la guerra y la pena de muerte vigente en muchos países “civilizados” no son más que la legalización de la venganza.
    ¿Y, por qué está tan arraigado el rencor en el corazón de la humanidad?
    Los primeros capítulos del Génesis tratan de explicar de manera simbólica la historia de la humanidad; el esquema podría ser el siguiente:
    Al principio todo estaba bien, todo reflejaba la actividad creadora de un Dios bueno que todo lo hizo bien. Pero toda esta bondad se resquebrajó como consecuencia del pecado: los primeros seres humanos no quisieron ser imagen de Dios, sino que pretendieron ser como dioses y, por eso, toda la armonía primera se rompió; la naturaleza se volvió hostil para el hombre y cada ser humano vio un enemigo en cada uno de sus semejantes. Desde entonces se ofrecen dos caminos a la humanidad, simbolizados en los dos primeros hermanos: Abel, que reconoce a Dios como su Señor y acepta a Caín como hermano; y Caín, que rechaza a Dios y asesina a su hermano. Entre los descendientes de Caín nace y crece el odio y la violencia y uno de ellos, Lamek, pronuncia unas terribles amenazas que resuenan en el evangelio de hoy: «Por un cardenal mataré a un hombre, a un joven por una cicatriz. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamek valdrá por setenta y siete» (Gn 4,24).
    En realidad no se trata de historia, sino que es una interpretación del presente, una explicación de la situación en la que se escribió el texto: lo que se pretende con la venganza es quedar por encima de los demás; es una expresión del deseo de ser como dioses, entendiendo que eso se consigue cuando somos dueños de los demás y podemos disponer hasta de sus vidas. El vengativo, el que no perdona a quien le ha ofendido y no descansa hasta que no consigue castigarlo, se siente señor de aquel que le debe algo; el ofensor se convierte para el ofendido en un esclavo, en un rehén; el vengativo mostrará su poder castigando lo más duramente posible a quien le ofendió y a quienes puedan estar ligados a él; y la venganza realizada -eso cree él- reforzará su señorío. Esa mentalidad, sin embargo, hace imposible una relación armónica entre las personas.

La fuerza del perdón

    Pero Dios no abandona a la humanidad, lo mejor de su creación; y muy pronto le ofrece renovar su amistad y su ayuda para restablecer la bondad primera.
    Las palabras del libro del Eclesiástico sobre el perdón recogen un texto del Levítico, colocado en el contexto de la Alianza. Dios acaba de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y lo ha elegido para que sea modelo de lo que Él quiere que sean todos los pueblos; lo será si cumple las exigencias que brotan de esa relación privilegiada con el Dios de la libertad. Una de esas exigencias, que Jesús citará como una de las dos columnas sobre las que descansa la Ley de Moisés es «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», y está introducida por esta orden: «No odies en tu corazón a tu hermano... No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo». Este es el camino que Dios propone a la humanidad: abandonar el odio y practicar el amor, olvidar la venganza y el rencor y ser capaces de perdonar. Tanto el Antiguo Testamento en relación con los miembros del mismo pueblo, de Israel (primera lectura), como el Nuevo en relación con cualquier otro ser humano hacen de esta actitud y esta práctica una condición totalmente necesaria para poder estar bien con Dios: no puede ser amigo -y mucho menos hijo- de Dios quien no es capaz de perdonar «de corazón» a su hermano.  Y según Jesús la práctica del perdón deberá llegar, de hecho, a donde llegó la amenaza y el deseo de venganza de Lamek: «Señor, y si mi hermano te sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar?, ¿siete veces? -Jesús le contestó: -Siete veces, no; setenta veces siete».
    Pero para ser capaces de perdonar hay que cambiar de mentalidad, es necesario asumir y aceptar una nueva imagen de Dios y, en consecuencia un nuevo modelo de relación con él y con los hermanos.
    Por un lado hay que olvidarse de la imagen de un Dios justiciero y vengativo, y sustituirla por la del Padre bueno que es, por definición, amor que comunica vida. Y, por otro lado, hay que renunciar al deseo de ser dioses, al deseo de poder, absolutamente incompatible con la Buena Noticia y proponerse el vivir como hijos de ese Padre bueno. En el evangelio, el siervo rencoroso no pide perdón, sino paciencia y tiempo para saldar su deuda. De su señor no espera otra cosa que justicia que, como mucho, podría prorrogarse un tiempo; ante su señor se siente insignificante, no se siente dueño de sí mismo...  Y no es capaz de descubrir y gozar el amor que se expresa en el perdón de su deuda. Por eso, cuando sale y se encuentra con otro que le debía unos cuartos, piensa que ahora él es el señor, dueño de la libertad -«lo metió en la cárcel»- de aquel compañero a quien no le quiso conceder, no ya el perdón que le habían regalado, sino ni siquiera la paciencia que él imploraba poco antes. Pero ese comportamiento no lo va a tolerar el que quiere ser el Padre en un mundo de hermanos.

Dios exige perdón


    El sentido de la parábola que escuchamos en la liturgia de hoy, con la que Jesús completa su respuesta a Pedro, es claro: Dios perdona sin medida; y sólo nos exige a cambio de su perdón que no tengamos medida en el perdón a los hermanos.
    Siete, en la manera de hablar de los judíos, significaba totalidad. La pregunta de Pedro: «Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿Siete veces?», ya tenía un valor prácticamente ilimitado; la respuesta de Jesús: «Siete veces, no; setenta y siete» -o setenta veces siete, que para el caso es lo mismo-, lo que quiere decir es que no hay que llevar la cuenta de las veces que se perdona al hermano, sino que hay que perdonar siempre. Y que ésta -estar dispuesto a perdonar siempre que haga falta- es una condición necesaria para que Dios perdone a quien le haya ofendido a él.

Perdonar para ser felices

    Como todas las exigencias de carácter práctico que contiene el evangelio, ésta del perdón no se entenderá adecuadamente si no se ha producido en nosotros el cambio de mentalidad del que nos hablaba Pablo hace un par de domingos (Rm 12,1-2).
    Si no hemos entendido el mensaje del evangelio, si aún pensamos en Dios como en un señor que se dedica a imponer caprichosamente a sus súbditos leyes que hay que cumplir sin discusión alguna, la exigencia de perdonar nos resultará una imposición imposible de llevar a la práctica, y si conseguimos hacerlo alguna vez, lo haremos por temor o por egoísmo. Si aún seguimos encadenados a la mentalidad de este mundo, el perdonar nos parecerá una derrota, un signo de debilidad, de cobardía, una falta de poder.
    Pero si hemos llegado a comprender que lo que Dios pretende es que eliminemos de nuestro mundo todo lo que impide a los hombres alcanzar una vida digna, pacífica y armónica, esto es, feliz, entonces, cuando llegue la ocasión, podremos experimentar la profunda alegría que produce el perdonar, estaremos en camino de encontrar, sin buscarla expresamente, la felicidad que nace de la práctica del amor -y el perdón es una muestra de amor-. Así se entiende que en el evangelio (en el que leímos el domingo pasado, que forma parte de este mismo párrafo) se diga que es el ofendido el que tiene que tomar la iniciativa y buscar al culpable  para intentar hacer las paces: el que no ha roto el amor es el que puede -y por eso debe- intentar recomponerlo.
    La pregunta del sabio autor del libro del Eclesiástico (28,3): «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?», nosotros, a la luz del mensaje evangélico, la podríamos formular de esta manera: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pretender ser verdaderamente feliz?». El rencoroso, el vengativo, podrá sentirse fuerte, orgulloso, dominador, vencedor...; la venganza podrá producirle placer, pero felicidad..., seguro que no.

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