Domingo 14º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

5 de julio de 2020
 

Sabiduría... ¿Qué sabiduría?

 

     En la tradición cristiana, la relación de la ciencia con la fe no ha sido fácil. Desde aquellos primeros filósofos que acusaban de irracionales a los primeros cristianos por tener fe y contra quienes reaccionaron los escritores que conocemos como apologistas, hasta los investigadores contemporáneos que consideran incompatible la fe con el progreso de la ciencia, pasando por los sabios renacentistas perseguidos por la inquisición de los que Galileo es el ejemplo más conocido, muchos han sido los conflictos entre los dogmas religiosos y la ciencia. Y, con frecuencia,  el transcurso del tiempo parece que ha ido dando la razón a los científicos. ¿Serán incompatibles razón y creencia trascendente, inteligencia humana y fe en Jesús de Nazaret? ¿Es eso lo que quiere decir el evangelio de este domingo?

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Zacarías 9,9-10 Salmo 144,1-2.8-11.13-14 Romanos 8,9.11-13 Mateo 11,25-30




Sabios y entendidos


     La oración de Jesús a que se refiere el evangelio de hoy -«Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla»- hay que entenderla a la luz de una advertencia que hace Dios a su pueblo por medio del profeta Isaías: «Dice el Señor: Ya que este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí, y su culto a mí es precepto humano y rutina, yo seguiré realizando prodigios maravillosos: fracasará la sabiduría de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes» (Is 29,13-14; véase también Mt 15,8-9).
     Según la más genuina tradición bíblica, Dios se había dado a conocer a Israel por medio de su intervención liberadora, al sacarlo de la esclavitud de Egipto; en el Sinaí le dio unas leyes que cumplir que, en sus primeras formulaciones, en los textos más antiguos, encontraban su legitimidad precisamente en esos acontecimientos que dieron origen al pueblo de Israel: Dios puede exigir a Israel el cumplimiento de unas normas porque lo liberó de la esclavitud. Así da comienzo el decálogo: «Dios ha pronunciado las siguientes palabras: Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses rivales míos...» (Ex 20,1-3; ver también Dt 5,6.20-25). La relación del hombre con Dios, por tanto, debe situarse siempre en la perspectiva de esta experiencia liberadora, de tal forma que, como repiten una y otra vez los profetas, es imposible relacionarse con Dios si no se practica la justicia para con el prójimo: si se esclaviza al prójimo, si se le oprime, si se abusa de él, especialmente si éste es débil... (véanse, p. ej., Is 1,10-18; 58,1-12).
     Pero, según se deduce de las palabras de Isaías que hemos citado antes, algunos sabios y entendidos habían hecho creer al pueblo que lo que Dios quería es que los hombres estuvieran pendientes de Él, que rezaran mucho, que frecuentaran mucho el templo, que fueran muy piadosos. Así habían conseguido que los mandamientos que Dios había dado a su pueblo por medio de Moisés (que tenían como objetivo evitar que en Israel se instauraran relaciones de esclavitud y opresión semejantes a las que sufrieron en Egipto) quedaran sustituidos por preceptos humanos, y que la práctica religiosa se redujera a pura rutina, sin consecuencias prácticas para configurar la convivencia. Además, habían complicado al máximo las normas legales, de tal modo que resultaba imprescindible dejarse guiar por los expertos para saber realmente qué era lo que Dios quería que el hombre hiciera. Esos son los sabios y entendidos, que no comprenden el mensaje de Jesús. Los que utilizan su sabiduría y su ciencia para vaciar de contenido liberador la relación de Dios con su pueblo y, de esta manera, convertir la experiencia religiosa en una permanente y traumática conciencia de culpabilidad o, en los casos menos graves, en un medio de evasión de la realidad. Al mismo tiempo condenaban a los demás a una permanente minoría de edad, haciéndoles depender de “su sabiduría”. Es lógico que estos sabios y entendidos no puedan conocer el mensaje de Jesús: es que no quieren, que no les interesa conocerlo.


Rendidos y abrumados

      En contraposición a ellos, dice Jesús, la gente sencilla sí que puede entender su mensaje. Éstos, rendidos y abrumados por la injusticia de unos pocos (injusticia los primeros consiguen legitimar gracias a las doctrinas de aquellos sabios y entendidos quienes, para dar fiabilidad a esas doctrinas, se apoyan en la imagen deformada que ellos mismos presentan de Dios: un tirano justiciero y cruel dispuesto a castigar sin piedad las equivocaciones más insignificantes o, lo que es peor, un ególatra, celoso de la felicidad de sus criaturas, que se irrita por todo lo que da un poco de alegría a la vida de los pobres), estos a los que parece faltarles ya el aliento sí que saben descubrir en Jesús la presencia del Dios de Israel, amigo y liberador de esclavos, al que le repugnan las prácticas religiosas si éstas no nacen de y tienen como consecuencia necesaria una actuación como la que describe el profeta y que consiste en «abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo...» (Is 58,6-7).
     A Jesús se le da en el evangelio de Mateo el nombre de «Dios con nosotros» (1,23), que ya se usa en el profeta Isaías con un claro sentido liberador (Is 7,14); Jesús ha recibido del Padre la misión de continuar y llevar a su culminación su obra salvadora y liberadora: «Mi Padre me lo ha entregado todo...» Eso sólo lo entiende la gente sencilla. Eso sólo lo entiende quien necesita, como el aire para respirar, la liberación. Porque, además, Jesús es, él mismo, sencillo y humilde, solidario con los pequeños y los humillados. Los sabios y entendidos, los que se creen tales, los que usan su ciencia para cargar fardos pesados en las espaldas de los hombres (Mt 23,4), jamás entenderán -no les interesa- el mensaje de Jesús, jamás aceptarán el Dios tal y como nos lo da a conocer Jesús en toda su plenitud: «Al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
     Es cierto que el proyecto de Jesús tiene sus exigencias; pero éstas no son un yugo insoportable que esclavice al hombre, sino un compromiso que debe ser libremente aceptado y que, al mismo tiempo, es liberador: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde: encontraréis vuestro respiro, pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera».


Incompatible, sí

     No es la ciencia, no es la inteligencia humana lo que es incompatible con el mensaje de Jesús; es la utilización de estas facultades para engañar y oprimir a los sencillos lo que incapacita a los hombres para conocer a un Dios que, además de liberador, quiere ser Padre.
     Incompatible con el evangelio es la ciencia de los economistas que defienden un sistema económico que condena a muerte cada año a decenas de millones de seres humanos. Incluso desde una perspectiva meramente humana, no basta con saber -eso ya lo decía Aristóteles-, hace falta querer; y el querer -la voluntad y el amor- ilumina la realidad de otra manera, proporciona una comprensión de la realidad muy distinta a la que tienen los que sólo son sabios y entendidos y se han olvidado de querer.
     Incompatible con el evangelio es un saber que se dice ciencia militar y que afirma que la violencia de los ejércitos -que cada vez mata más inocentes, efectos colaterales llaman a estas muertes- puede traer la paz. Los sabios de este mundo dicen que la paz sólo se garantiza preparando la guerra. Basta consultar los datos del aumento de los gastos en armamento, los presupuestos para la guerra (lo de "defensa" es por eufonía, porque suena mejor), especialmente en los países más ricos. Esta es otra muestra de la sabiduría de este mundo. Frente a ella, la figura del rey humilde y pacífico de Zacarías puede iluminar y completar nuestro saber: él, para conseguir la paz de todas las naciones, comenzará por destruir todos los instrumentos de guerra de su propio reino.
     Incompatible con el evangelio es cualquier ciencia que se pone al servicio de los intereses de los fuertes, los ricos, los poderosos... Pero no por ser ciencia, sino por traicionar el objetivo que cualquier saber verdaderamente humano debe buscar: el bien de las personas, el bienestar de la humanidad entera.
     Incompatible con el evangelio es un saber reservado a unos pocos y que por ser exclusivo es excluyente y, en cuanto tal, impide a los hombres vivir como hermanos...
     Por tanto, no es la fe enemiga del saber; lo es de la sabiduría que se utiliza para engañar, dominar, humillar, adormecer, infantilizar..., para explotar a los pobres. Lo es de la sabiduría que se opone no a la necedad, sino a la sencillez; porque eso no es conocimiento, sino soberbia; no es ciencia, sino malas artes incompatibles con Aquel que, en un obrero, quiso ser Dios con nosotros.
     Compatible o incompatible con el evangelio no es el saber, sino lo que se quiere hacer con él. José Luis Sampedro decía que había dos clases de economistas: los que ponen su ciencia al servicio de los ricos, para que sean más ricos y los que quieren aplicarla para que los pobres dejen de serlo. La tecnología avanzada de nuestro momento histórico puede ponerse al servicio de la acumulación de riqueza o de la guerra o, por el contrario, al servicio de la lucha contra el sufrimiento, la enfermedad, el hambre..., al servicio de la justicia y la paz.
     Parece claro cuales de estos saberes son incompatibles con el proyecto de Jesús de Nazaret.