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Solemnidad de Todos los Santos
 1 de noviembre de 2017
 

 Alternativa a un orden injusto

     Más que como ejemplo de vidas comprometidas con el proyecto de Jesús se nos presentaba a los santos como expertos en milagros. La Iglesia, con plena coherencia, propone el ideal evangélico de las bienaventuranzas en la en la fiesta de Todos los Santos. Esto equivale a decir: vivir así... ¡eso es ser santo!
     Trabajar en una perspectiva solidaria, mantener en la vida un horizonte utópico, creer que los hombres podemos ser hermanos y vivir como tales no parece una propuesta actual cuando la historia parece ir en dirección opuesta. Vivir la fe pendiente de los sufrimientos, necesidades y esperanzas de los pobres y los oprimidos -incluso en medio de una dura crisis económica de la que aún no han salido los pobres- y comprometidos con la tarea de hacer que nuestro mundo sea justo y -así- santo... ¡eso es ser santo!



Una nueva Alianza


     Los israelitas gozaron de una experiencia inolvidable en el monte Sinaí: el Señor que los había liberado de la esclavitud y que se había comprometido a llevarlos hasta una tierra en la que pudieran vivir como hombres libres les propuso una alianza: Dios se comprometía a estar siempre presente en aquel pueblo; Israel, por su parte, debería vivir según la voluntad liberadora del Dios que los había salvado: «Moisés subió hacia el monte de Dios y el Señor lo llamó desde el monte y le dijo: Habla así... a los hijos de Israel: Vosotros habéis visto lo que hice a los egipcios, cómo os llevé en alas de águila y os traje hacia mí; por tanto, si queréis obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos seréis mi propiedad» (Ex 19,3-5; Dt 29,12); Moisés les transmitió esta propuesta y el pueblo respondió unánimemente: «Haremos cuanto dice el Señor» (Ex 19,8). Dios expuso a continuación a Moisés sus mandamientos (Ex 20,1-21), cuyo cumplimiento debería garantizar que la liberación obtenida por Dios no quedaría desvirtuada en las relaciones internas del pueblo. Esta alianza, malograda después por la infidelidad del pueblo, era provisional, y ahora Jesús va a promulgar la definitiva.
     A un monte, como antes hizo Moisés para hablar con Dios, sube Jesús en quien Dios está ya presente -es Dios con nosotros (Mt 1,23)- y con él se acercan sus discípulos, los que han empezado a ponerse de su parte; ante ellos, él directamente va a proclamar las condiciones de la nueva y definitiva alianza.
     La presencia de Dios en Israel hacía de éste un pueblo sagrado, un pueblo santo: «seréis un pueblo sagrado, regido por sacerdotes» (Ex 19,6; véase también Dt 7,6; 14,2; 26,19; 28,9). Ahora Dios se ofrece para ser él mismo el Rey, y la consecuencia de su reinado será hacer una humanidad feliz -bienaventurados, dichosos-, constituida por quienes  acepten la nueva alianza y sus exigencias; porque las exigencias de este nuevo pacto no son leyes, sino que definen y describen las  las condiciones necesarias para construir un mundo más humano y, por eso, más de acuerdo con la voluntad de Dios; son una repetida invitación a la felicidad, sin amenazas ni maldiciones (véase Dt 27-28), para aquellos que decidan personal y libremente asumir el compromiso de construir el mundo que Dios quiere.


La decisión fundamental: contra la pobreza

     La primera bienaventuranza ("Dichosos los que eligen ser pobres,) y la última ("Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad"), se refieren a la decisión fundamental que deben tomar los seguidores de Jesús: la pobreza. Para seguir a Jesús hay que elegir la pobreza; pero no porque, en sí misma, sea un valor, sino porque supone romper con el deseo de riqueza, causa de la injusticia y, por tanto, causa de la mayoría de los sufrimientos de los hombres. En realidad la primera bienaventuranza es una opción en favor de los empobrecidos y, por tanto, una opción contra la pobreza: contra ese hecho racionalmente absurdo y éticamente insoportable que es la pobreza que existe en el mundo.
     La ambición nos lleva a endiosar al dinero y, como lo consideramos un dios, con tal de tenerlo con nosotros nos atrevemos a hacer cualquier cosa, especialmente somos capaces de empobrecer a muchos apropiándonos de lo que ellos necesitan para poseer lo que no necesitamos; así nos sentimos super-dioses, dueños de una gran parte del dios en el que de hecho creemos: el dinero.
     Pero Dios, el verdadero, el Padre, no quiere que a nadie le falte lo necesario para vivir. El mismo evangelio de Mateo explica esta bienaventuranza poco después: se trata de elegir entre un mundo organizado por Dios o un mundo en el que gobiernan las leyes del dinero. Porque la primera y principal condición para que se pueda considerar que Dios es rey de alguna persona es que ésta no está el servicio del más empecinado competidor del Señor: «Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Esta es la explicación que ofrece el mismo evangelista de la primera bienaventuranza: el dominio de los corazones de los hombres se lo disputan dos señores, Dios y el dinero; los ricos son los que han entregado su corazón y su alma a este último; y muchos pobres aspiran a darle culto cuanto antes. Las consecuencias se ven con sólo mirar al mundo que tenemos: hambre, miseria, injusticia, corrupción, violencia, guerras. Antes y ahora, ¿no es el dinero la causa de tanto sufrimiento? ¿No nace tanta desgracia de la ambición insaciable de poseerlo y del hecho de subordinar todos los valores, incluidos la dignidad y la vida humana, a la posesión de la riqueza? Dios no quiere la pobreza; pero no la quiere para nadie. Y puesto que la causa de la pobreza de la mayoría es la riqueza de unos pocos (véanse, por ejemplo: Job 24,2-4; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; Am 5,12; 8,4; Prov 30,14; 31,9; Sal 10,2.4.7-10; 12,4-6; 35,10), Dios propone a los hombres que, por decisión propia (eso significa pobres de espíritu)  abandonen al dios dinero y se vuelvan a Él; que elijan ser pobres, que renuncien a ser ricos y se pongan a trabajar para construir un mundo en el que no haya pobres.


Los riesgos

     Hay, pues, que elegir porque no hay posibilidad de poner de acuerdo el amor del Padre Dios y la crueldad homicida del capital. El Padre quiere que elijamos ser pobres no porque quiera ver a sus hijos pasando necesidad, sino porque no quiere verlos haciendo sufrir a otros hermanos, quitándoles de la boca el pan que necesitan para saciar su hambre.
     Pero "el dinero" no se va a dejar arrebatar por las buenas su influencia en el mundo; y a los que discutan su divinidad, a los que decidan que no vale la pena vivir para buscar la riqueza, a los que descubran ante todos que la ambición es una tendencia embustera y homicida, a ésos los perseguirá sin piedad con todos los medios a su alcance. Por eso elegir la pobreza supone aceptar el riesgo de ser perseguido por mantenerse fiel a esa elección. A éstos, a los que realicen la primera opción por la pobreza y la mantengan en medio de las persecuciones, Jesús les promete que Dios será su Rey, es decir, que vivirán de tal manera que la preocupación por el comer y el vestir desaparecerá: «...no andéis preocupados por la vida pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Son los paganos quienes ponen su afán en esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero que reine su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,31-33). Buscar que reine la justicia de Dios es dejar que Dios reine sobre nosotros, organizar nuestro mundo según el modelo contenido en este proyecto de Jesús y trabajar para que muchos otros se convenzan de que dejarse gobernar por tal rey significa vivir -todos- como príncipes, como hijos de un rey.


Lo que hay que cambiar...

     Las bienaventuranzas segunda, tercera y cuarta señalan qué hay que cambiar y qué cambiará si Dios reina sobre los hombres:
     Los que sufren (porque son pobres, porque son víctima de la injusticia, porque están marginados, porque les falta el cariño de otros hombres...) van a recibir el consuelo al saber que no son huérfanos, sino que tienen un Padre que los quiere y que muchos otros hijos de ese Padre son sus hermanos; su sufrimiento desaparecerá porque, sin llegar a ser ricos, se alejarán de la miseria, y el amor de los hermanos los integrará en un círculo de solidaridad y amor en el que serán dichosos.
     Los sometidos, al incorporarse a un grupo en el que nadie actúa como señor ni como padre, pues todos tratan de vivir como hermanos, se sentirán liberados y, en un mundo sin amos, todos serán señores de la creación, tal y como Dios lo planeó desde el principio (Gn 1,28) y así también ellos, serán dichosos.
     Los que tienen hambre y sed de esa justicia, es decir, los que son conscientes y se dan cuenta de que los bocados que da el hambre no son consecuencia solamente de la falta de pan, sino que tienen su origen en la falta de justicia, sentirán la alegría de ser gobernados por el único rey verdaderamente justo y podrán experimentar cómo se vive y se convive en su reino en el que, saciadas sus hambres de pan y de justicia, serán dichosos.

... y en qué cambiará

     Las tres restantes señalan los valores que han de ser las columnas sobre las que se sostenga el mundo nuevo en el que Dios reine: la solidaridad (los que prestan ayuda), la honradez a carta cabal (los limpios de corazón) y el compromiso con la paz (los que trabajan por la paz): la felicidad de éstos nacerá al experimentar que Dios les ayuda (recibirán ayuda), al sentirlo presente entre ellos (verán a Dios) y al verlo reflejado en ellos mismos  y en todos los que han decidido vivir como hermanos, pues, todos los hijos, reproducirán los rasgos más característicos de su Padre (los va a llamar Dios hijos suyos). Y serán felices. Estos son los valores de los hombres nuevos; en ellos la felicidad no es ya ausencia de desgracias, sino plenitud de amor de un Padre que es Dios y de sus hijos que viven como hermanos.
     En resumen: cuando grupos de mujeres y hombres vayan aceptando que Dios sea su rey, el mundo empezará a cambiar, y los que hasta entonces fueron desdichados empezarán a ser dichosos, la tierra será patrimonio de todos, incluso los que han estado sometidos a la opresión y a la esclavitud, los que tienen hambre y sed de un mundo más justo, encontrarán hartura, habrá sinceridad entre los hombres y muchos trabajarán para conquistar y construir la paz acompañados por el Dios que ha decidido hacerlos hijos suyos y que hará sentir con fuerza su presencia, ayudándoles a soportar las persecuciones que sufrirán si mantienen con fidelidad el compromiso de romper con el dios-dinero.


La gran tribulación

     Por supuesto que el autor del Apocalipsis no pensaba en una crisis económica cuando usa la expresión la gran tribulación; pero seguro que no le importará que la usemos para referirnos a ella. Porque la crisis -esta, de la que ya han salido algunos, y otras que recurrentemente aparecen en el sistema capitalista- es uno de los síntomas más graves de la perversidad del sistema. Y es claro que ha provocado una gran tribulación para muchos.
     Dicen los expertos que lo que ha sucedido es relativamente fácil de explicar: las empresas capitalistas, para enriquecerse rápida y constantemente han ido empobreciendo a los trabajadores, es decir a los consumidores y a las empresas más débiles; la falta de dinero ha provocado en unos y otros el recurso a los créditos bancarios; los bancos han prestado mucho dinero y han obtenido grandes beneficios; las constructoras han edificado y vendido viviendas cada vez más caras, obteniendo también enormes beneficios; los especuladores provocado artificialmente el alza del precio de la vivienda y de los productos alimenticios y energéticos... hasta que el endeudamiento de los consumidores ha llegado a límites insostenibles y se han empezado a dejar de pagar los plazos de la hipoteca, las letras del coche... A partir de aquí todo se ha ido derrumbando, empujándose unas entidades a otras, que han ido cayendo como las fichas de dominó: los bancos se han quedado sin dinero, las empresas sin liquidez... Y para que los bancos no se hundan, el Estado ha tenido que salir en su ayuda con el dinero de los contribuyentes, es decir, de los trabajadores; y el Estado se ha quedado sin dinero y lo ha tenido que pedir prestado a los bancos... y para que la deuda del Estado no lleve a la quiebra del sistema -nos dicen-, se ha comenzado a gastar menos dinero en los servicios sociales, que son los que aseguran un mínimo de bienestar para los trabajadores, para los más pobres... Y con todo ello, los bancos y los especuladores siguen obteniendo enormes beneficios...
     Este análisis, sin duda es una simplificación, aunque, en esencia, esto es lo que ha sucedido.
     Pero desde la perspectiva de las bienaventuranzas sí que podemos decir algunas cosas sobre la situación actual.
     - La ambición no resolverá nunca los problemas de nuestro mundo: frente a una economía cimentada en el permanente deseo de lucro hay que buscar un orden económico que se funde en la justicia y la solidaridad. Y ese orden económico no será nunca el capitalista, pues en este sistema el valor supremo es el dinero, no la persona.
     - La crisis deberían pagarla los que se han beneficiado en el tiempo de bonanza económica y los que han provocado la crisis con su insaciable codicia. Es de justicia. Salvar a los bancos y a las empresas de construcción que no han dejado de aumentar de manera exponencial sus beneficios en los últimos años no parece tener mucho sentido ni siquiera dentro de las categorías de justicia que, en teoría, rigen en las democracias liberales: ¿donde tienen guardado lo mucho que han ganado?
     - La crisis no puede resolverse haciendo más pobres a los pobres, dejando a muchas familias sin vivienda, expulsando inmigrantes, recortando gastos en educación o en sanidad y haciendo que siga creciendo el hambre y la miseria en el mundo.

     Pues resulta que las cosan han resultado ser como decimos que no deberían haber sucedido de acuerdo con el mensaje evangélico.

     A los cristianos y a las iglesias cristianas en su conjunto la crisis nos debería haber sevido para tomar conciencia de dos cosas: de que cualquier sistema que gire alrededor del dinero será perverso y que, en ese contexto, no hay pecado más grande que el enriquecimiento de unos pocos a costa de la dignidad y de la vida de los hombres que, a causa de ese pecado, acaban siendo pobres. Y, en segundo lugar, de que en las bienaventuranzas contamos con un programa alternativo. Y que, si bien no existe un sistema económico cristiano, sí que podemos examinar otros sistemas a la luz del sermón de la montaña o, incluso y a la misma luz, estimular a los economistas cristianos o no para que investiguen en la dirección que marca el programa del Reinado de Dios, para que investiguen qué modelo económico nos permitirá construir un mundo más justo, más humano y más fraterno.

     Y respecto a las víctimas de esta crisis y de cualquier sistema injusto que estén a nuestro alrededor, poner en práctica personalmente los valores del reino: solidaridad, justicia, honestidad... y amor fraterno.

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